Vinieron mientras dormíamos
Isabel Martínez se despertó por un sonido que no logró identificar al principio. Un leve crujido de las tablas del pasillo, como si alguien caminara con cuidado por la casa. Contuvo la respiración y el corazón le latió más rápido. Junto a ella, su marido, Francisco López, dormía plácidamente sin inmutarse.
—Paco —susurró, dándole un ligero codazo—. Paco, ¿lo oyes?
—¿Mmm? ¿Qué pasa? —murmuró él, sin abrir los ojos.
—Hay alguien en casa.
Francisco entreabrió un ojo y miró los números brillantes del despertador.
—Isa, son las tres de la madrugada. Habrás soñado.
—¡No he soñado! ¡Oigo pasos claramente!
Él suspiró pero acabó prestando atención. Efectivamente, en algún lugar de la casa se escuchaban ruidos débiles: crujidos, susurros, un leve golpeteo.
—Será el gato —dijo para tranquilizarla—. Nieve otra vez correteando de noche.
—¿Qué gato, Paco? Nieve murió hace tres años, ¿no te acuerdas?
Francisco despertó por completo. Los sonidos se hacían más claros. Alguien se movía por la casa con seguridad, como si conociera cada mueble.
—¿Será Marta? —preguntó Isabel—. Tiene llaves.
—¿A esta hora? Ya estará durmiendo, mañana trabaja.
Su hija vivía en otro barrio, pero a veces aparecía, sobre todo cuando discutía con su marido. Aunque solía avisar.
Los ruidos se acercaban al dormitorio. Isabel apretó la mano de Francisco.
—Paco, ¿y si son… ladrones?
—Tranquila —dijo él, calzándose las zapatillas—. Voy a ver.
—¡No vayas! Podrían estar armados.
—Isa, ¿qué ladrones? Con el portero las 24 horas, el telefonillo y las cerraduras de seguridad. Además, no tenemos nada valioso.
Se acercó a la puerta y pegó el oído. Del otro lado, una voz femenina tarareaba una canción conocida.
—Isa —llamó en voz baja—. Ven.
Ella se acercó descalza y también escuchó.
—Es… la nana de mamá —susurró Isabel, con la voz temblorosa—. La que me cantaba de pequeña.
Francisco frunció el ceño. Su suegra había muerto hacía diez años, pero recordaba esa melodía sin letra que ella solía tararear mientras cocinaba.
—No puede ser.
—Paco, ¿y si es un fantasma? —Isabel le agarró de la manga del pijama—. ¿Si es mamá?
—Isa, no digas tonterías. Los fantasmas no existen.
Pero a él también se le erizó la piel. La melodía sonaba cada vez más clara, y ahora se unía otro sonido: el tintineo de vajilla en la cocina.
—Igual que ella —susurró Isabel—. ¿Te acuerdas cuando no podía dormir y se iba a la cocina? Preparaba té, sacaba las tazas…
Francisco lo recordaba. Carmen Ruiz padecía insomnio, sobre todo en sus últimos años. Podía levantarse de madrugada y ponerse a cocinar o limpiar, tarareando esa misma canción.
—Tengo miedo —confesó Isabel.
—No pasa nada. Vamos a ver qué es.
Giró el pomo y asomó la cabeza al pasillo. Todo estaba en silencio, solo se veía una tenue luz en la cocina, como si la bombilla del extractor estuviera encendida.
Avanzaron lentamente, agarrados de la mano. Al llegar a la cocina, Francisco se detuvo y miró dentro.
La habitación estaba vacía. Sobre la mesa había dos tazas, cucharillas y el azucarero. La tetera silbaba suavemente en el fogón, soltando vapor.
—Pero si yo no puse la tetera —dijo Isabel desconcertada—. Estoy segura.
—Yo tampoco.
Se quedaron en la puerta, sin atreverse a entrar. La tetera hirvió y se apagó automáticamente. En el silencio solo se oía su respiración agitada.
—¿Habremos sonámbulos? —sugirió Francisco—. ¿Nos levantamos sin darnos cuenta y preparamos todo?
—¿Los dos a la vez? Paco, no digas bobadas.
Isabel entró con cuidado y tocó una taza. Estaba caliente, como si alguien la hubiera usado hace poco.
—Mira —señaló la ventana—. La geranio ha florecido.
En el alféizar había una maceta con una planta que llevaba más de un año mustia. Isabel había pensado tirarla, pero nunca encontraba el momento. Ahora lucía flores rosadas, frescas y hermosas.
—A mamá le encantaban los geranios —dijo en voz baja—. Decía que traían paz al hogar.
—Isa, ¿y si vamos al médico? —propuso Francisco—. Esto empieza a ser raro.
—¿Qué tiene de raro? Tú mismo lo ves: la tetera, las tazas, las flores. No han aparecido solas.
Se sentó y miró el té preparado por manos desconocidas.
—Mamá siempre dijo que volvería después de morir. ¿Te acuerdas cuando bromeaba?: “Os visitaré de noche, a ver si estáis bien”.
—Lo recuerdo. Pero solo eran bromas, Isa.
—¿Y si no lo eran?
Francisco se sentó junto a ella y le cogió la mano.
—Aunque así fuese, ¿por qué asustarnos? Era tu madre. Nos quería.
Isabel asintió, algo más tranquila.
—Sí, nos quería. Y siempre se preocupaba por nosotros.
Se quedaron en silencio, mirando la mesa puesta. Poco a poco, el miedo daba paso a una calma extraña, como si el amor de Carmen llenara la casa.
—¿Te acuerdas cuando se enfadó porque discutimos por la parcela? —dijo Isabel de pronto—. No nos habló hasta que hicimos las paces.
—Cómo olvidarlo.
—Y lo feliz que se puso cuando Marta anunció su boda. Ella misma le cosió el vestido.
—Era precioso.
Recordaban a Carmen con cariño. Había sido una mujer sabia, paciente, siempre dispuesta a ayudar. Tras su muerte, la casa había perdido algo importante.
—Paco, bebamos este té —propuso Isabel—. Si alguien lo preparó para nosotros…
—Vale.
Sirvieron el agua caliente. El té olía a menta, igual que el que hacía Carmen.
—Siempre le ponía menta —dijo Isabel—. Decía que calmaba los nervios.
Bebieron en silencio, absortos en sus pensamientos. Amanecía y la cocina se llenaba de calidez.
—Creo que de verdad vino —musitó Isabel al fin—. A vernos, a saber cómo estamos.
—Quizá —asintió él—. O quizá solo la echamos mucho de menos.
—Muchísimo.
Se acercó a la ventana y acarició los geranios.
—Qué bonitos están. Como si alguien los hubiera cuidado.
—Isa, ¿invitamos a Marta mañana? —propuso Francisco—. Hace tiempo que no viene.
—Sí. Y haré la sopa de mamá, la que tanto le gustaba.
—Y el pastel de manzana, el de siempre.
—Y miraremos sus fotos.
Mientras planeaban el día, el ánimo les mejoraba. El miedo se esfumó, dejando solo recuerdos tiernos y una paz profunda.
Al acabar el té, con los primeros rayos de sol entrando por la ventana, volvieron al dormitorio. Isabel miró hacia atrás: la cocina estaba impecable, las tazas lavadas y guardadas. No recordaban haberlo hecho.
—Paco —susurAl día siguiente, mientras Marta abrazaba la nota escrita con la letra de su abuela, una suave brisa entró por la ventana, haciendo sonar las campanillas que Carmen siempre colgaba en la puerta, como si su risa siguiera llenando de amor aquel hogar.