**Diario de una madre al borde**
—¿Estás segura de que no le hará daño al bebé si comes remolacha? —preguntó mi suegra, removiendo la olla de cocido.
—Mamá, lleva tres días haciendo el mismo cocido —suspiró Alejandro—. ¿Puedo terminarlo e irme al trabajo?
—¡Este cocido es medicinal! —exclamó ella, alzando la cuchara—. ¡Y tu madre le echa sal como si fuera artillería! Eso sí que es malo para el niño.
—Perdona, yo crié a tres —respondió tranquilamente Lucía, mi madre, sacando otra olla de la nevera—. Todos sanos. Y esto es cocido con garbanzos. ¡Proteína!
—¡Suegra, los garbanzos son pesados! ¡No estamos en un cortijo!
—¡Pues esto tampoco es un hospital! —replicó Lucía.
Yo, sentada en el taburete de la cocina, abrazaba mi vientre y soñaba con que alguien apagara el sonido. Llegaba al séptimo mes de embarazo y, antes, creía que lo peor eran las náuseas. Ahora sabía que lo difícil era mantener la cordura entre dos mujeres que solo querían «lo mejor».
Mi suegra se mudó en cuanto supo del embarazo. «¡Mi primer nieto! Ustedes tienen poco espacio, y yo vendré a ayudar». Mi madre llegó una semana después: «Eres mi única hija, lo dejo todo por ti». Así, en un piso de dos habitaciones, vivían tres dueñas.
—Estoy embarazada, no enferma —le susurré a Alejandro cuando llegó por la noche.
—Lo sé. Aguanta. Terminará pronto. Mi madre se irá después del parto.
—¿Y la mía?
—La tuya… quizá también. O puede que se hagan amigas.
No se hicieron amigas. Empezaron a competir.
Primero, en la limpieza. Por la mañana, mi madre fregaba el suelo; al mediodía, mi suegra lo volvía a hacer porque «con las corrientes, el polvo y las bacterias». Luego, en las compras. Los bodis del bebé aparecieron en tres tallas: 56, 62 y 74. Todos rosas, aunque nadie sabía el sexo.
Pero el campo de batalla principal fue el sillón de lactancia.
—¡Yo lo elegí! —declaró mi suegra.
—¡Y yo lo compré! —replicó Lucía.
—¡Fui la primera en mencionarlo!
—¡Yo la primera en traerlo!
—Irá en mi habitación —sentenció mi suegra.
—¡¿Qué dices?! —protestó Lucía—. Elena lo usará para amamantar. Que esté en su cuarto.
—Yo pensaba dormir ahí con el bebé —dije en voz baja.
—¡Para qué! ¡Estarás agotada! ¡Que duerma conmigo! —exclamó mi suegra.
—¡O conmigo! —insistió mi madre.
—¿Y yo, perdón, dónde quedo? —estalló Alejandro—. ¡Soy el padre, por cierto!
—Puedes dormir en la cocina. Tienes el sofá —respondieron al unísono.
Al día siguiente, el sillón desapareció. No estaba en mi habitación, ni en la de mi suegra, ni en la de Lucía.
—¿Dónde está el sillón? —pregunté.
—Se mudó —dijo mi suegra.
—Lo escondieron —murmuró mi madre.
La guerra llegó a su punto álgido. En la cocina ya no olía a cocido, sino a silencio. Miradas cortantes. Alejandro se quedaba hasta tarde en el trabajo. Yo comía yogures en el baño.
—No aguanto más —le dije esa noche—. Es mi hijo. Mi cuerpo. Mi vida. No pedí estos «sacrificios».
—Ellas solo quieren ayudar… —se justificó él.
—Quieren controlar. Y tú callas. Por costumbre. Yo no.
Aquella noche dormí mal. A la mañana siguiente, sin desayunar, seguí anuncios. Para el mediodía, regresé con unas llaves.
—¿Qué es esto? —preguntó Alejandro.
—Alquilamos un piso. Dos habitaciones. Luminoso. Ya firmé el contrato.
—Elena…
—No me voy de tu lado. Me voy a lo mío. Si quieres, vente. Si no, nos vemos en el hospital.
Guardó silencio.
Media hora después, salí con una maleta. En la entrada del edificio, estaba el sillón de lactancia. Con una manta tejida y un cojín de gatitos. Sonreí. Luego llamé a una organización benéfica. En dos horas, el sillón había desaparecido.
El piso nuevo olía a pintura fresca. Deshice las maletas, coloqué mis cremas, preparé un té de menta. Puse música. Por primera vez en mucho tiempo, me tumbé en el sofá… y respiré.
Tres días después, Alejandro llegó. Con una mochila.
—Allí es imposible. No se hablan. La cena parece un funeral.
—¿Y aquí?
—Aquí se puede respirar. Lo entiendo. No solo eres madre. Eres una persona.
Nació un niño. En agosto. Por la tarde. Sin sillón, pero con amor. Mi suegra y Lucía venían por turnos. Con cocidos… pero en tuppers.
—Lo entendimos —dijo mi suegra—. Al final, el sillón no era la solución.
—Lo importante es no crispar los nervios —suspiro Lucía.
Yo sostenía a mi hijo y pensaba: puede haber mil cocidos, pero solo un lugar en la vida. Y ese es el mío.
Dos semanas después del parto, me puse unos vaqueros. Algo holgados, pero al menos no eran pijama ni bata.
—Creo que vuelvo a ser yo —le dije a Alejandro mientras daba el biberón a nuestro hijo con naturalidad.
—Siempre lo has sido. Incluso en bata.
—Gracias. Tú tampoco estás mal, aunque lleves la camiseta manchada de puré.
Nos reímos. Con ligereza. Como no lo habíamos hecho en meses.
La vida se ordenó. Mañanas de lactancia, siestas, paseos. Un café al mediodía si tenía suerte. Alejandro cogió vacaciones, y fue un alivio.
—Mamá, ¡mira! Sé cambiar pañales, mecerlo… hasta cantarle *El Rey León*. ¿Eso también cuenta, no? —dijo orgulloso.
—Claro que cuenta. Eres el mejor.
Pero llegó el día que temía.
—Elena, queremos visitar al niño. Yo el viernes; tu madre, el sábado. Nos hemos puesto de acuerdo.
Suspiré. Aquel frío de cocina volvió a mi estómago.
—Media hora cada una. Sin comida, sin cocido. Solo el niño. Sin críticas. ¿De acuerdo?
Silencio al otro lado.
—De acuerdo —respondió mi suegra.
El viernes, abrí la puerta. Carmen estaba allí, con un ramo y una sonrisa templada.
—Sin cocido. Palabra. ¿Puedo lavarme las manos?
—Claro.
Se sentó junto a la ventana. En silencio. Solo una vez murmuró:
—Se parece a Alejandro. Pero tiene tu nariz. Qué bien que se unieron.
Serví el té.
—Gracias, Elena. Entendí que ser madre no es repetir, sino soltar. Quise que vivieras como yo. Y tú lo haces a tu manera. Funciona. Estoy orgullosa.
Una lágrima asomó, pero la secó rápido.
Al día siguiente, vino Lucía. Con gafas de sol y un helado.
—Ahora no puedo con el azúcar, pero es de cereza. ¿Recuerdas que era tu favorito?
—Sí.
Mientras Alejandro mecía al niño, hablamos en el balcón.
—Eres fuerte. Lo supe siempre. Pero olvidé que ya noAños después, cuando nuestro hijo empezó la escuela, las dos abuelas llegaron juntas, tomadas del brazo, con un pastel casero y la certeza de que el amor, cuando se deja crecer sin ataduras, siempre encuentra su propio sillón donde descansar.