Prueba de parentesco: Resultado no superado

**Prueba de Parentesco — No Superada**

Elena removía desesperadamente la leche en el puré de su hijo mientras Lucas intentaba construir “el ascensor más alto del mundo” con sus bloques. En la mesa, resoplaba su suegra, Carmen López — de ojos grises, lengua afilada y bata estampada con gallos.

—Mira qué cejas tiene — masculló, escrutando a su nieto—, ni una sola de nuestras facciones. ¡Como mínimo las orejas de su padre!

—Mamá, mírame a mí — sonrió Elena, apartando el cuenco—. Tampoco soy un clon de Diego. Los genes son traicioneros.

—Traicioneros o no, pero raros — replicó Carmen, marchándose a la cocina por otra tetera.

Elena respiró hondo: *”Aguanta. Solo cuatro días hasta el sábado”*. El sábado era el sexagésimo cumpleaños de Carmen, y ella había planeado una reconciliación en forma de fiesta: cena en el restaurante “La Reina Isabel”, música de jazz retro, una tarta con fuentes y, lo más importante, un vale para el balneario “Pinar del Lago” durante tres semanas. *”Descansará y dejará de obsesionarse con los parecidos”*, soñaba la nuera.

Por la noche, mientras revisaba el presupuesto, Diego asomó la cabeza por el despacho:

—He encargado un álbum con fotos antiguas para mamá. Llegará antes del sábado.

—¡Genial! Pero guárdalo en secreto, que le dé la emoción.

—Oye, no te tomes a pecho sus comentarios — pidió él—. Es buena gente, solo que tiene la lengua como navaja.

—Lo sé. Pero si vuelve con el “no se parece”, exploto.

Diego le dio un beso en la frente y fue a revisar los deberes de Lucas.

El jueves por la mañana llegó un mensajero. Una chica con chaqueta amarilla entregó a Elena una caja sin etiquetas.

—Para usted. Firme aquí.

Elena la dejó en el salón junto a los demás regalos: un pañuelo de seda, miel de romero y el sobre con el vale. Lo envolvería el viernes; el detalle debía ser impecable.

El sábado al mediodía, el sol de marzo bañaba el vestíbulo de “La Reina Isabel”, donde olía a peonías y caramelo. Carmen entró del brazo de su hijo:

—¡Vaya lujo! No en vano trabajé cuarenta años.

—Solo para usted — sonrió Elena, guiñándole un ojo al camarero para que sirviera el champán.

La música de saxo sonó, las luces doradas ahuyentaron el escepticismo del rostro de Carmen. Elena observaba cada suspiro: *”Parece contenta…”*.

Al cortar la tarta, el surtidor de chispas arrancó aplausos. Con voz temblorosa, Elena anunció:

—¡Ahora, el regalo principal! — entregando el sobre—. ¡Tres semanas de paz, masajes y cuevas de sal!

—¡Pero si no estoy enferma! — protestó Carmen.

—El relax no es solo para enfermos — refunfuñó Diego, abrazándola.

De pronto, Lucas sacó un sobre plateado con el logo “GENETIX | personal”.

—Mamá, ¿esto también es un regalo?

—No es nuestro — susurró Elena, pero Carmen lo interceptó.

—¡Ah, esto sí es mío! — Lo abrió, palideció al leer los números y lo arrugó.

—Mamá, ¿qué pasa? — intentó Diego.

—Nada… — farfulló ella.

Elena se heló: *”¿Habrá encargado esa prueba de ADN?”*

El camarero dejó caer una bandeja, la música de felicitación tapó el silencio incómodo, pero no el fulminante mirar de Carmen.

Esa noche, con Lucas dormido, Diego mostró el informe arrugado:

—”Vinculación abuela/nieto: 0%”. ¿Sabías algo?

—¡No fui yo! — susurró Elena—. Ella lo encargó. ¡Yo quería darle una alegría!

—Pero los números… — se frotó la cara—. ¿Cómo es posible?

—Tal vez el test es falso. O lo hizo para provocarme.

Al día siguiente, Carmen recibió a Diego con carpetas y pulseras de hospital: “López, D.” y otra con distinto número.

—Guardé esto como recuerdo. Hasta que encontré dos — dijo—. Pedí el ADN para empezar por lo pequeño.

—¿Crees que Lucas no es mío?

—Resulta que tú tampoco eres mío — su voz tembló—. Treinta y cinco años de ilusión.

Elena se acercó:

—Usted lo crió, lo amó…

—¡No podía vivir sin él! — rompió a llorar—. Pero ahora… ¿qué soy?

Diego la abrazó:

—Te tenemos a nosotros. La sangre no lo es todo.

Lucas se acurrucó en su regazo:

—Abuela, ¿jugamos al ajedrez?

Carmen acarició su pelo —ajeno, pero cálido y con olor a champú de fresa—.

Una semana después, en el archivo del hospital, descubrieron el error: otro niño, Alejandro Martínez. Lo encontraron en redes: ingeniero, dos hijos, con los pómulos idénticos a los de Carmen.

En el café, Alejandro sonrió nervioso:

—Mamá siempre bromeaba con que no me parecía a papá. Hasta su foto… Vaya sorpresa.

Carmen, temblorosa, tocó su mejilla:

—Así que aquí terminaron mis pómulos.

Pasaron horas compartiendo historias, comparando lunares y risas.

Esa noche, acostando a Lucas, Elena preguntó:

—¿Es difícil asimilarlo?

—Extraño — admitió Diego—. Mamá encontró su sangre, pero a mí no me suelta. Ahora somos más familia.

—¿Y tu madre sigue diciendo que Lucas no se parece?

—Hoy dijo: “Lleva la cucharra en la boca como Alejandro”. Yo le contesté: “Será porque ahora somos familia por triplicado”.

Elena rio:

—¿Y el ADN del amor? ¿Qué porcentaje tiene?

—Infinito. Y ningún test lo refutará.

Mientras, Carmen cerraba dos álbumes: uno con fotos de Diego, otro con las nuevas de Alejandro. Los acarició, como dos mitades de un mismo corazón, y sintió que su casa, por fin, estaba llena —felizmente llena—.

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