Lecciones para un esposo

Una gota de agua caía del grifo justo en el centro de la tortilla seca — tic, tic, tic. Lucía se quedó inmóvil frente al lavabo, apretando una esponja entre sus manos. La sartén del día anterior la miraba con reproche, rodeada de manchas amarillas y migas de pan. Junto a ella, un plato con mantequilla esparcida, una taza con el anillo del café, un cuchillo pegajoso de mermelada. Alejandro ya había salido al trabajo en su destartalado Seat Ibiza, dejando tras el desayuno el habitual bodegón. Todo esperaba pacientemente sus manos, como llevaba haciendo cada mañana los últimos tres años.

“Otra vez”, pensó Lucía, y giró el grifo con gesto mecánico. El agua caliente silbó, haciendo espuma en el fondo de la sartén. Empapó la esponja, añadió una gota de lavavajillas y se puso manos a la obra.

Tres meses atrás, por primera vez, le había pedido a Alejandro que ayudara con los platos. Él alzó las cejas como si le hubiera sugerido pintar el techo de la Capilla Sixtina o aprender chino.

—Cariño, si es una tontería —dijo entonces, sin apartar los ojos del partido en la tele—. Cinco minutos y listo.

Cinco minutos. Cada mañana. Cada noche. Lucía enjabonaba la esponja calculando en silencio: al año, esas “tonterías” sumaban treinta horas limpias. Una semana laboral, pasada ante el fregadero.

La sartén no cedió fácil. La grasa reseca exigía esfuerzo, un estropajo y paciencia. La yema seca se había incrustado en el teflón, dejando manchas amarillas. Mientras restregaba, recordó la noche anterior: Alejandro tumbado en el sofá con el móvil, deslizando redes sociales mientras ella limpiaba en solitario los restos de su cena compartida.

—Ale—, llamó con cuidado, evitando el tono acusatorio—, ¿por qué no lavas tu plato?

No levantó la vista. El pulgar seguía deslizando imágenes —caras, gatitos, memes—.

—Ahora mismo… —murmuró distraído—. Es que hoy ha sido un día…

Un día. Siempre tenía “un día”. Proyectos en llamas, clientes llamando, jefes exigiendo informes. ¿Y ella? ¿Estaba de vacaciones? Lucía también trabajaba —en una pequeña gestoría, por menos dinero, pero ocho horas al día, como cualquiera—.

Dejó la sartén limpia en el escurridor y cogió la taza. Los posos del café se habían convertido en una papilla marrón. Restregaba el porcelán con la parte áspera de la esponja preguntándose por qué esa pequeñez le molestaba tanto. No eran los platos —diez minutos de trabajo—. Era que él ni siquiera notaba su esfuerzo.

Para él, los platos sucios desaparecían solos, y los limpios aparecían en el armario por arte de magia. Como la ropa que, en la lavadora, se convertía en camisas planchadas. Como la compra que, en la nevera, se transformaba en cena caliente. Como el polvo que se esfumaba y los suelos que brillaban sin ayuda de la fregona.

—Necesito ayuda —dijo una semana después, cuando dejó en el fregadero no un plato, sino una olla entera de cocido—. No dinero, no regalos. Solo… que te des cuenta.

Alejandro alzó la vista del portátil con genuina perplejidad, casi dolorido.

—¿Pero qué pasa? ¡Es un momento! Tengo un proyecto al rojo vivo, clientes llamando desde ayer, ¿y tú con la olla…?

Lucía observó su rostro —sincero, irritado, honesto— y entendió: él realmente no veía el problema. No fingía. Creía, de verdad, que fregar era cuestión de instantes.

Esa noche, acostada junto a su respiración pausada, una idea brotó: *¿Y si simplemente… dejo de hacerlo?* No por venganza. Solo dejar de realizar lo que él consideraba “un momento”.

A la mañana siguiente, desayunó y salió al trabajo sin tocar el fregadero. La taza de Alejandro quedó junto a un plato manchado de migas.

Al volver, los platos sucios se multiplicaban. Alejandro no protestó: usó vajilla guardada, incluso un vaso de su abuela. Pero el cuarto día, buscó en lo más profundo del armario.

Al séptimo día, la cocina olía a rancio. Las moscas zumbaban. Alejandro, como un sapper, buscaba limpieza en rincones olvidados. Hasta usó un plato infantil de conejitos.

Lucía sintió un alivio extraño. Por primera vez en tres años, no se sentía el servicio de limpieza.

—¡Lucía! —rugió Alejandro al entrar con una bolsa del Mercadona—. ¿Qué coño pasa aquí? ¡Esto apesta!

Ella lo miró serena.

—Nada, solo vivo.

—¿Vivir? ¡Esto es una pocilga! ¿Lo has hecho a propósito?

—Dejé de hacerlo. Tú decías que era un momento. Pues hazlo.

Él abrió la boca, la cerró. Algo cambió en su mirada.

—Pero… ¿siempre fue así?

—No. Porque yo lo limpiaba cada día. En tus “cinco minutos”. Tú ni lo veías.

Alejandro miró alrededor, como si despertara.

—Joder…— susurró—. No me había enterado. Lo siento.

—Una taza, un minuto. Pero ¿veinte platos, diez tazas, ollas, sartenes, cubiertos? ¿Cuántos minutos son?

Calló, calculando por primera vez.

—Vale. Lo entiendo.

Se remangó y se acercó al fregadero.

—Limpiemos este desastre.

Fregaron juntos, en silencio, rozándose en la nevera estrecha. Él restregaba con furia, como si la olla tuviera la culpa.

—Dios mío, —masculló—. ¿Cómo se pega así? ¡Y esto verde… qué es!

—Los restos del cocido que dejaste en el fuego.

Hicieron falta tres horas. Al final, con las manos rojas y la espalda dolorida, la cocina olía a limpio.

—Que sea así —dijo Alejandro, secando la última taza—. Cada uno lava lo suyo. En serio.

—En serio, —asintió ella.

—Y si me olvido… recuérdame. Pero sin más… performances. Que me da un síncope.

Lucía sonrió.

—Trato hecho.

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