La historia de un agricultor

**EL CUENTO DEL GRANJERO**

Había una vez un granjero. Un hombre sencillo, sin grandes riquezas. Su casa era antigua, su tierra modesta, y su vida giraba en torno a sus animales: dos vacas, tres cabras, tres patos, una docena de gallinas y un perro llamado Chispa. También tenía dos gatos. Todos ellos dependían de él, y él, a su vez, los cuidaba como si fueran su familia.

Le hablaba, compartía su comida, y cuando alguno enfermaba, lo llevaba dentro de la casa y lo cuidaba como a un hijo. Los otros granjeros de la comarca se burlaban de él.

—Véndelos al matadero —le decían—. Con el dinero podrías renovar tu viejo tractor, comprar mejor semilla, incluso atraer a alguna mujer. ¿Quién querría a un hombre que malgasta su sustento en animales?

Pero él solo sonreía.

—No puedo. Son mi familia.

Los sábados, en la taberna del pueblo, los granjeros se reunían a beber vino y bailar al son de una banda que tocaba rancheras pasadas de moda. Él siempre se sentaba en un rincón, escondiendo sus botas gastadas bajo la mesa.

Carmen, la camarera, lo miraba con ternura. Era un hombre callado, de ojos amables, pero cada vez que ella trataba de invitarlo a bailar, él se ponía colorado y murmuraba:

—Perdone, señorita. Hoy no estoy bien.

—¡Pero si solo ha bebido un vaso! —se quejaba ella.

Uno de los granjeros le explicó la situación:

—Gasta todo lo que tiene en esos animales. Le hemos dicho mil veces que los venda, pero se empeña en llamarlos familia.

Carmen lo observó con otros ojos desde entonces. Intentó regalarle tapas, pero él se negaba, avergonzado. Tal vez era amor, tal vez pena, pero algo en su mirada la hacía quedarse.

Mientras tanto, llegó la siembra. Los animales lo seguían por el campo, como si supieran que su trabajo era duro. A veces llevaba a Chispa a la taberna, escondiéndola bajo la mesa para darle comida.

Una tarde, mientras descansaba en el patio, el granjero se agarró el pecho y cayó al suelo. Los animales se alarmaron, gritando, balando, cacareando en desesperación.

—Chispa, corre a buscar ayuda —le ordenó una de las vacas.

La perra corrió hasta la taberna, pero entre la música y el ruido, nadie la escuchó. Hasta que, de repente, las puertas volaron por los aires, derribadas por las dos vacas, que entraron al galope seguidas por el resto.

El silencio fue instantáneo.

—¡Es el granjero! —ladró Chispa—. ¡Se está muriendo!

Los hombres no lo dudaron. Lo cargaron en un camión y lo llevaron al hospital más cercano.

Carmen se quedó en la granja, renunciando a su trabajo para cuidar de los animales. Cada tarde iba a visitarlo, y él, rojo de vergüenza, le prometía pagarle todo. Pero ella solo sonreía.

Cuando el granjero regresó un mes después, no reconoció su hogar. Carmen había vendido su casa y usado el dinero para reformar la suya. El tractor era nuevo, los cobertizos estaban impecables.

—No puedo pagarte esto —murmuró él, quitándose el viejo sombrero.

—No hace falta —respondió ella.

Los animales se apiñaron alrededor, buscando su contacto.

Carmen se acercó.

—¿Y a mí me das un abrazo?

Él la abrazó, y los animales los miraron en silencio.

Se casaron poco después. Ella se encargó de los cien cerdos que compraron para engordar, prohibiéndole a él acercarse.

—No —le decía—, tú los dejarías sueltos en el campo y arruinarías el negocio. El banco quiere su dinero en otoño.

El granjero asentía y volvía a la casa, donde se sentaba en el banco del patio. Las vacas apoyaban sus cabezas en sus hombros, y él les contaba historias. Carmen los observaba desde la puerta, feliz.

Lo único que pedía a Dios era que aquello durara para siempre.

¿Y de qué trata este cuento?

De amor.

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