Espero la calma, recibo el ruido

Esperaba silencio, pero recibí bullicio.

—Marina, te lo pedí claro: solo nosotros, en familia —dijo Esperanza, girándose desde la cocina con una cuchara de madera en la mano. Su voz temblaba, pero intentaba mantener la calma.

Marina, sentada a la mesa, pasaba páginas en su teléfono sin alzar la mirada. Su pelo oscuro, recogido en un moño desaliñado, y su expresión revelaban fastidio.

—Mamá, ¿por qué empiezas? —resopló sin apartar los ojos de la pantalla—. ¡Cumples cincuenta! No podemos tomar un té y listo. Ya he invitado a todos.

—¿A quiénes, Marina? —Esperanza se quedó quieta, la cuchara balanceándose en su mano—. Te dije que solo fuerais tú, Andrés, los niños… quizá tía Lola. ¿Quién más?

Por fin, Marina alzó la vista con exasperación.

—¡Pues todos, mamá! Tía Lola y tío Paco, su hijo con su mujer, abuela Carmen, mis amigas con sus maridos, un par de vecinos. Ah, y tus antiguos colegas del colegio. Se enteraron y se apuntaron solos.

Esperanza sintió la sangre llegándole a las sienes. Dejó la cuchara sobre la mesa y se secó las manos en el delantal.

—¿Estás hablando en serio? Llevo seis meses pidiendo un día de tranquilidad. Solo uno. ¡Y tú me montas una boda!

—Mamá, no exageres —Marina se levantó, ajustándose el vaquero—. La gente quiere felicitarte. ¿Qué, los echas? Yo lo organizo todo. Solo tienes que hacer el pastel, ¿vale? El tuyo, el de nata y fresas. Yo me ocupo de lo demás.

Esperanza abrió la boca para protestar, pero Marina ya salía de la cocina, lanzando de pasada:

—Y no refunfuñes, mamá. ¡Es tu día!

La puerta se cerró de golpe, y Esperanza se quedó sola. Miró la olla con caldo hirviendo, los platos apilados en el fregadero, y sintió un nudo en el estómago. Cincuenta años. Soñaba con una velada tranquila: su hija, su yerno, sus nietos, una manta, fotos antiguas. En su lugar, tendría ruido, prisas y todo el trabajo sobre sus hombros.

Esperanza amaba su hogar. Un piso de dos habitaciones en un bloque viejo, donde crió a Marina, sobrevivió al divorcio y aprendió a ser fuerte. La cocina era su orgullo: cortinas claras, una mesa de madera, una estantería con tazas de porcelana que coleccionó durante años. Cada cumpleaños, hacía su pastel especial, con crema y frutas. Una tradición. Pero este año todo se torció.

Marina anunció el “gran homenaje” hace dos semanas. Esperanza intentó disuadirla, pero su hija no cedió. “Mamá, te lo mereces. ¡Deja de esconderte!”, repetía. Como siempre, Esperanza cedió. Nunca supo discutir con Marina, heredera de su terquedad, pero no de su paciencia. Ahora, frente a la cocina, preparaba comida para una multitud que ni siquiera había invitado.

Al anochecer, el piso parecía un almacén. Marina llegó con cajas de bebidas, bolsas de aperitivos y un ramo enorme que ocupó media cocina. Esperanza, amasando el pastel, intentaba no pensar cómo cabría todo en su pequeño refugio.

—Mamá, ¿dónde estás? —Marina irrumpió con dos amigas—. ¡Huele delicioso! ¿El pastel?

—Sí —gruñó Esperanza, sin volverse—. No lo toquéis, aún no está listo.

Sus amigas, Lucía y Ana, se rieron mientras se sentaban. Lucía, de labios rojos, alargó la mano hacia el cuenco de crema.

—Espe, ¿puedo probar? ¡Me encanta tu crema!

—Mejor no —contestó, forzando una sonrisa—. Aún no está acabada.

—Venga, hombre —Lucía tomó una cucharada y la chupó—. ¡Dios, qué rico! Marina, tu madre es una genia.

Esperanza apretó los labios. Marina, ajena, seguía charlando mientras sus amigas devoraban la crema. Al marcharse, Esperanza miró el cuenco vacío y sintió las lágrimas quemarle los ojos. Respiró hondo y empezó otra tanda.

La mañana del cumpleaños fue caótica. Esperanza se levantó a las seis para terminar el pastel y preparar ensaladas. A las nueve, el piso bullía: Marina colgaba globos, Andrés montaba una mesa plegable en el salón.

—Espe, ¿dónde está el mantel? —gritó Andrés, rebuscando en el armario.

—En el cómoda de la habitación —respondió ella, cortando pepinos—. Cuidado, es antiguo, de mi madre.

—Vale —masculló él. Un crujido resonó. Esperanza salió corriendo: Andrés sostenía el mantel rasgado.

—Lo siento —sonrió, avergonzado—. Se enganchó en un clavo.

Esperanza apretó los puños, pero asintió.

—No importa. Coge otro.

Regresó a la cocina, la rabia hirviendo dentro. No era un mantel cualquiera. Pero hoy era su día, y no quería peleas.

Al mediodía, llegaron los invitados. Tía Lola trajo otro pastel enorme, que desplazó al suyo. Abuela Carmen exigió un taburete con cojín. Sus excolegas del colegio, tres mujeres vocingleras, rememoraban viejos tiempos sin dejarla hablar. Los niños correteaban, derribando todo a su paso.

—Espe, ¿dónde está la tetera? —gritó tía Lola—. ¿Y los pastelitos? ¡Tengo hambre!

—En el horno —respondió, secándose el sudor—. La tetera, en la cocina.

—¡Ah, este es tu pastel! —señaló el de ella, decorado con fresas—. Bonito, pero el nuestro es mejor. ¡De pastelería, con fondant!

Esperanza apretó los dientes, pero sonrió.

—El vuestro también está bien. Ahora lo sirvo.

La cocina se convirtió en un mercado. Los invitados entraban, pedían platos, cubiertos, segundas raciones. Esperanza corría de un lado a otro mientras Marina recibía elogios por la “fiesta espléndida” en el salón. “Sí, lo organicé yo. ¡Mamá necesita descansar!”, decía.

A las tres, el piso retumbaba. Niños gritando, adultos riendo, música a todo volumen. Esperanza fregaba platos en el fregadero. Su pastel seguía intacto: todos preferían el de fondant.

—Espe, ¿qué haces ahí? —Marina asomó—. ¡Ven, vamos a brindar!

—Ahora —refunfuñó, secándose—. Termino esto.

—¡Déjalo! —la jaló del brazo—. ¡Es tu día!

En el salón, alzaron las copas: “¡Por la cumpleañera!”. Ella sonreía, pero se sentía ajena. Su cumpleaños ya no era suyo. Solo ansiaba silencio.

Al volver a la cocina, el pastel había desaparecido. Corrió al salón: su nieto Javier, de cinco años, embadurnaba la mesa con crema, mientras su hermana Clara lanzaba fresas.

—¡Javier! ¡Clara! —gritó—. ¿Qué hacéis?

Los niños se helaron, pero el pastel ya era irreconocible: bizcocho desmigajado, crema esparcida, fresas por el suelo.Esperanza miró el desastre, respiró hondo y, por primera vez en años, dejó que sus lágrimas cayeran en silencio mientras comprendía que a veces el amor también significa poner límites.

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Espero la calma, recibo el ruido