Espero la calma, recibo el caos

Espero silencio, recibo ruido.

—Marina, te lo pedí: solo nosotros, en familia —susurró Lucía, volviéndose hacia su hija mientras apretaba una cuchara de madera. Su voz temblaba de irritación, pero intentaba mantener la calma.

Marina, sentada a la mesa de la cocina, hojeaba su móvil sin levantar la mirada. Su pelo oscuro recogido en un moño despeinado y su expresión delataban fastidio.

—Mamá, ¿por qué empiezas? —bufó, sin apartar los ojos de la pantalla—. ¡Es tu cumpleaños! ¡Cincuenta años, un aniversario! No podemos tomar solo un té e irnos. Ya he invitado a todos.

—¿A quiénes? —Lucía se quedó inmóvil, la cuchara oscilando en su mano—. Marina, te pedí que vinieras tú, Javier, los niños. Quizá tía Luisa. ¿Quién más?

Marina alzó la mirada, poniendo los ojos en blanco.

—¡Todo el mundo, mamá! Tía Luisa y tío Carlos, su hijo con su mujer, la abuela Pilar, mis amigas con sus maridos, algunos vecinos. Ah, y tus antiguas compañeras del colegio. Se enteraron e insistieron.

Lucía sintió la sangre subir a las sienes. Dejó la cuchara sobre la mesa y se secó las manos en el delantal.

—Marina, ¿en serio? ¡Llevo medio año pidiendo un solo día de tranquilidad! ¿Y tú me montas una boda?

—Mamá, no exageres —Marina se levantó, ajustándose los vaqueros—. La gente quiere celebrar contigo. ¿Vas a echarlos? Relájate, yo me ocupo de todo. Solo necesito que hagas el pastel, ¿vale? El tuyo, con crema. Yo traeré las ensaladas y lo demás.

Lucía abrió la boca para replicar, pero Marina ya salía de la cocina, dejando caer:

—Y no protestes, mamá. ¡Es tu día!

La puerta se cerró de golpe, dejándola sola. Miró la olla con caldo hirviendo, la pila de platos sucios en el fregadero, y sintió un nudo en el estómago. Cincuenta años. Soñaba con una cena tranquila: su hija, su yerno, los nietos, una manta, fotos antiguas. En vez de eso, ruido, prisas y todo el trabajo para ella.

Lucía amaba su casa. Un pequeño piso de dos habitaciones en un bloque viejo era su refugio. Allí crió a Marina, superó el divorcio y aprendió a ser fuerte. La cocina era su orgullo: cortinas claras, mesa de madera, estante con tazas de porcelana coleccionadas durante años. Cada cumpleaños horneaba un pastel, su especialidad, con crema pastelera y frutos rojos. Una tradición. Pero este año todo se torció.

Marina anunció el “gran aniversario” dos semanas atrás. Lucía intentó convencerla, pero su hija fue inflexible. “Mamá, ¡te mereces una fiesta! ¡Deja de esconderte!”, repetía. Lucía, como siempre, cedió. No sabía discutir con Marina, heredera de su terquedad pero no de su paciencia. Y ahora, un día antes, cocinaba para una multitud que ni siquiera había invitado.

Al anochecer, el piso parecía un almacén. Marina trajo cajas de bebidas, bolsas de aperitivos y un ramo gigante que ocupó media cocina. Lucía, amasando el pastel, intentaba no pensar en cómo cabría todo.

—¡Mamá, dónde estás? —Marina irrumpió con dos amigas—. ¡Huele genial! ¿Es el pastel?

—Sí —refunfuñó Lucía sin volverse—. No lo toquéis, aún no está listo.

Sus amigas, Carla y Sofía, se rieron al sentarse. Carla, con labios rojos, alargó la mano hacia el cuenco de crema.

—Lucía, ¿puedo probar? ¡Me encanta tu crema!

—Mejor no —Lucía forzó una sonrisa—. No he terminado.

—Venga, hombre —Carla cogió una cucharada y la chupó—. ¡Dios, qué rico! Marina, tu madre es una artista.

Lucía apretó los labios, pero calló. Marina, ajena a la tensión, charlaba mientras sus amigas devoraban la crema. Al marcharse, Lucía miró el cuenco vacío y sintió arder los ojos. Respiró hondo y empezó otra tanda.

La mañana del cumpleaños fue caos. Lucía se levantó a las seis para terminar el pastel y las ensaladas. A las nueve, el piso bullía: Marina colgaba globos y guirnaldas mientras Javier montaba una mesa plegable en el salón.

—Lucía, ¿dónde está el mantel? —gritó Javier, rebuscando en el armario.

—En el dormitorio, en el cómoda —respondió ella, cortando pepinos—. Cuidado, es antiguo, de mi madre.

—Vale —masculló él, y un minuto después se oyó un rasgón. Lucía salió corriendo: el mantel, roto por la mitad, colgaba de sus manos.

—Perdona —sonrió con culpa—. Se enganchó en un clavo.

Lucía apretó los puños, pero asintió.

—No importa. Coge otro del armario.

Volvió a la cocina, sintiendo hervir la rabia. No era solo un mantel: su madre lo había bordado. Pero tragó el orgullo. No quería peleas en su día.

Al mediodía llegaron los invitados. Tía Luisa y tío Carlos trajeron un pastel enorme que desplazó al suyo. La abuela Pilar exigió un taburete con cojín. Sus excompañeras del colegio, tres mujeres bulliciosas, recordaban viejos tiempos sin dejarla hablar. Y los niños corrían por el piso, tumbando todo a su paso.

—Lucía, ¿dónde está la tetera? —gritó tía Luisa desde la cocina—. ¡Y los pastelitos! ¡Tengo hambre!

—En el horno —respondió Lucía, secándose el sudor—. La tetera, en la encimera.

—¿Este es tu pastel? —Luisa señaló el suyo, decorado con frutos rojos—. Bonito, pero el nuestro es mejor. Lo encargamos en la pastelería, ¡con fondant!

Lucía se mordió la lengua y sonrió.

—El vuestro también está precioso. Ahora lo sirvo.

La cocina era un pasar y venir. Los invitados pedían platos, cubiertos, más comida. Lucía corría entre fogones y mesa mientras Marina recibía halagos por la “fiesta espléndida”. “Sí, ¡organicé todo! Mamá necesita descansar”, decía, y Lucía sentía el nudo crecer.

A las tres, el piso resonaba como un panal. Niños gritando, adultos riendo, música a todo volumen. Lucía fregaba platos cuando Marina entró.

—¡Mamá, ven! Están brindando.

—Ahora —murmuró—. Termino esto.

—¡Déjalo! —la tiró del brazo—. ¡Es tu día!

Lucía siguió a regañadientes. Los invitados alzaron copas: “¡Por la cumpleañera!”. Sonrió, pero se sintió ajena. Su cumpleaños no era suyo: era de Marina, de los demás, del jaleo. Solo ansiaba silencio.

De vuelta en la cocina, vio que su pastel había desaparecido. Corrió al salón: su nieto Mario, cinco años, embadurnaba la mesa con crema mientras su hermana Lucía lanzaba frutos a los otros niños.

—¡Mario! ¡Lucía! —gritó—. ¿Qué hacéis?

Los niños seLos pequeños se quedaron helados, pero el daño ya estaba hecho: el pastel, su creación cuidadosa durante toda la noche, era ahora un desastre de migajas, crema esparcida y frutos pisoteados en el suelo, y Lucía, mirando el caos, comprendió que por fin había llegado el momento de poner límites.

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Espero la calma, recibo el caos