El Mensajero Celestial

Una delgada manita se asoma entre los barrotes de la valla y se estira hacia las fresas maduras. Hago como que no la veo y sigo arrancando malas hierbas del huerto.

—Hola, tía Asun— grita con voz aguda Alexito.

—Hola, mi sol— le sonrío—. Ven aquí, a ver si me ayudas a recoger fresas.

La valla está un poco flojilla, así que la levanto con facilidad y entra en mi jardín el Ángel, que es como llamo a Alexito. Detrás de él, resoplando y quejándose, se cuela Bully, su perro, que es casi el doble de grande que su dueño. Pongo un cuenco en medio de la parcela de fresas, y Alexito empieza a escoger las más grandes y rojas. Tiene el pelo rubio, los ojos azules y las escapulas afiladas, como si fueran alas. Por eso le llamo Ángel. Tiene cinco años y es un niño curioso y bueno.

—Alexito, ¿por qué se enfadó tu mamá esta mañana?

—Pues porque quería pintar las sillas y se me cayó el bote de pintura— contesta—. Quería pintarle una casa a Bully, pero lo tiré sin querer.

—Bueno, no es para tanto. Después de merendar, iremos a comprar más pintura.

Mi pequeño Ángel se lava las manos sin que se lo diga y se sienta a la mesa. Su sitio favorito es junto a la ventana. De lo que hay, elige fresas con leche y un bollo recién hecho, espolvoreado con azúcar glas. Cuando termina, tiene un bigotillo dulce encima del labio. Bully espera pacientemente en la alfombra de la entrada—ya conoce las normas—y le doy una tortita de queso. El perro mira la solitaria tortita con pena, luego nos mira a Alexito y a mí con decepción, como diciendo: ¿Esto es todo? Yo esperaba algo mejor… Nos reímos y le pongo un cuenco de sopa. Bully nos perdona y, sin prisa, empieza a comer.

Una hora después, volvemos los tres de la tienda con dos botes de pintura: uno blanco y otro verde. El cielo está azul, el sol alto y hace calor. Entro en casa a cambiarme y guardo las fresas y los bollos que quedan en una bolsa. En el porche de la casa de Alexito está la abuela, que perdió la vista hace dos años. El pequeño Ángel le arregla el pañuelo con cuidado—para que esté bien puesto—y le mete un mechón de pelo que se le escapaba. Le dejo un tazón de fresas en las rodillas; sé que le encantan.

En el porche, Alexito y yo pintamos las sillas de blanco y luego—con el otro bote—la caseta de Bully, que ahora será verde. Alexito está contento; Bully, indiferente.

Vuelve del trabajo Elena, la madre del Ángel. Elogia a su hijo por el trabajo hecho y nos invita a todos a la mesa. Alexito coge a su abuela de la mano y la lleva dentro. Luego la alimenta con paciencia, dándole arroz con leche. La anciana bebe el té sola, con un caramelo. Se mueve por la casa sin ayuda, sabiendo qué tablas del suelo crujen. Elena trabaja en un bar de carretera, a dos kilómetros de casa. Si hace turno de tarde, vuelve muy tarde. Así que toda la esperanza está en el niño.

Por el rabillo del ojo veo a Alexito comiendo el arroz con leche, con un buen trozo de mantequilla derretido. Después de beberse un vaso de té azucarado, se va a ver dibujos. Es un niño, pero ya es un hombre. ¿O es un hombre que sigue siendo niño?

Barría el suelo, podía fregar los platos, ayudaba a su abuela a vestirse, le daba de comer, traía leña—dos troncos a la vez—y agua—en un cubito pequeño—. Además, quiere a su perro y a veces llora amargamente cuando su madre le grita sin razón. Pero también ríe a carcajadas cuando se baña en el río y las gotas saltan hacia el cielo, brillando al sol.

Elena me acompaña a la verja. Le pido que no le grite a Alexito. Es un hombre, no lo humilles. Cuídalo. Busca razones para elogiarle.

Elena empieza a quejarse de la vida difícil, de su madre ciega, del sueldo bajo.

Yo le digo: tienes casa, tu madre viva y cerca, trabajo, un hijo que te ayuda y salud. Aprecia lo que tienes y no te compares con otros.

Elena sonríe y me dice adiós con la mano.

Mis clases con Alexito dan fruto: con cinco años ya lee «La Reina de las Nieves» a su abuela sin tropezar. Y en las tardes tranquilas, sin viento, salimos con las cañas de pescar hacia el río. El sol, como un girasol maduro, se esconde despacio tras el bosque, regalando los últimos rayos de calor. Las nubes, iluminadas por abajo, brillan como oro. Todo alrededor se calla, descansando del ruido y el ajetreo. Nuestra conversación no asusta a los peces, así que pronto un par de ellos—relucientes—aletean en el cubo. Mi gato tendrá cena…

…Hoy mi Ángel vino a verme. Ya es mayor, tiene 42 años. Un médico respetado, cirujano. Varias veces al año visita las tumbas de su madre y su abuela, y luego, cargado de regalos, entra en mi casa. Todos le llaman Alejandro Nicolás, pero yo sé que es un Ángel. Grande, de hombros anchos y muy bueno. En cualquier época del año, deja una cesta de fresas en la mesa, se sienta en su sitio favorito junto a la ventana y sonríe feliz. Bebe té con bollos calientes, se fuma un cigarrillo en el porche y, al despedirse, me abraza con sus alas grandes y cálidas…

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