No mereces mis lágrimas.

—No te merecías mis lágrimas.

—No lo olvides, Marina: si no fuera por mí, no habrías llegado a ser nadie —dijo su madre, ajustándose una horquilla con ámbar en el pelo—. Te crié en mis brazos, te busqué un buen marido, te ayudo con tu hija… ¿y así me pagas?

Marina lavaba los platos en silencio. Sus manos se movían mecánicamente sobre la vajilla, pero por dentro todo se enroscaba como un nudo. Sabía lo que venía: la reprimenda eterna sobre lo que hacía mal.

—Y ni hablemos de tu trabajo. ¿Quién estudia Filología para terminar de contable? Qué vergüenza. Podrías haber sido profesora, como Rocío, la hija de mi amiga. Pero tú…

Marina no respondió. Había aprendido a callarse. El silencio era su único escudo. Si replicaba, la tormenta empeoraba. Su madre sabía herir con las palabras.

La familia vivía en un piso de tres habitaciones en las afueras de Madrid: Marina, su marido Álvaro, su hija Lucía de seis años y su madre, Carmen Fernández. Tras la muerte del padre, Marina insistió en que su madre se mudara con ellos. Al principio parecía buena idea: la abuela cerca, ayudando con la niña, Marina más tranquila para trabajar.

Pero pronto Carmen lo invadió todo. Mandaba en la casa, opinaba sobre cada paso y hasta el té que Marina preparaba estaba “mal hecho”.

Álvaro lo soportaba. A veces bromeaba, otras desaparecía en el garaje. Era un hombre sencillo, bueno, algo cansado. No tenía ambición, pero transmitía calidez. Marina lo quería, aunque cada año ese calor se alejaba, como si algo frío se interpusiera entre ellos. Y ese “algo” estaba en la cocina, en bata de flores, dictando cómo debían ser las cosas.

Todo cambió tras la llamada del médico de cabecera. A su madre le dolía mucho la cabeza, se desorientaba, tenía náuseas. El diagnóstico confirmó lo peor: un glioblastoma inoperable. Los médicos hablaron de “meses”, con suerte, un año.

Marina no lloró. Se quedó inmóvil. Luego se puso en marcha como un autómata: análisis, clínicas, consultas. Reorganizó su trabajo, pidió teletrabajo. Su jefe accedió. Álvaro también. Hasta Lucía notó que ahora mamá lo hacía todo sola.

Carmen seguía igual: quejándose de la enfermera, contestando a los médicos, criticando la sopa. Solo a veces, cuando creía que nadie la oía, susurraba en la almohada por las noches.

Un día, Marina buscaba una manta en el trastero. Entre cajas, encontró una de zapatos llena de cartas. La mayoría iban dirigidas a ella, pero no las había escrito ella.

La primera decía:
*”Marina, te espero. Volveré a llamar, no me creo que desaparecieras así. Tu Vero.”*

Vero. Su amiga de la universidad. La más cercana. Con quien soñó viajar a París, abrir una librería, escribir cuentos. No se pelearon, simplemente dejaron de hablar. De golpe. Y todo este tiempo, Marina creyó que Vero la había abandonado.

Había más cartas de Vero, otra de un empleador invitándola a hacer prácticas en Barcelona. Marina reconoció el sobre: lo recibió una vez, pero vacío. Pensó que era un error.

Y otra carta de Álvaro, antigua, de antes de la boda. Hablaba de irse juntos a Cádiz, montar un negocio, vivir cerca del mar. Nunca la recibió. Entonces pensó que él había cambiado de idea.

Se sentó en el suelo con las cartas en las manos. El mundo se inclinó.

No eran errores. Era sabotaje.

Su madre las interceptó. Las escondió, quizá hasta falsificó respuestas. Le vinieron frases a la cabeza:
*”Esa Vero es una egoísta, te dejará tirada.”*
*”¿Álvaro? ¡Te arrastrará a la ruina! ¿Adónde iríais sin mí?”*
*”¿Prácticas? Es una estafa. ¿Quieres fregar platos en Barcelona?”*

Y ella lo creyó.

Marina pasó la tarde con las cartas. Luego fue a la cocina, se sentó frente a su madre. La verdad ya no podía esconderse.

—Encontré cartas. De Vero. De Álvaro. De Barcelona.

Carmen no se inmutó. Solo resopló:

—¿Y qué?

—¿Las escondiste?

—Claro. Veía que no tenías criterio. Vero es una interesada, Álvaro no tiene ambición y en Barcelona te habrían estafado. ¡Te protegí!

—No es protección. Es control —dijo Marina en voz baja—. Me robaste mis decisiones.

—¡Soy tu madre! ¡Sé lo que te conviene!

—Querías que estuviera siempre a tu lado. Dependiente. No solo escondiste cartas. Le dijiste a papá que yo no lo necesitaba. Destrozaste nuestra relación. Y mi vida.

—¡Tonterías! ¡No habrías sobrevivido sin mí!

—¿No pensaste que contigo me estaba muriendo? Perdí todo lo que pude construir.

Carmen calló un instante. Algo como miedo, o vacío, cruzó sus ojos. Luego se reclinó en la silla y susurró:

—Tenía miedo de quedarme sola.

Una semana después, Marina empacó. Alquiló un piso cerca. Álvaro ayudó con los muebles, Lucía entró en una nueva guardería. La abrazó cuando, sentada en una caja de libros, por fin lloró.

—Lo reconstruiremos todo, ¿me oyes? Pero esta vez será bajo nuestras reglas.

Carmen murió cuatro meses después. Marina la visitaba igual: llevaba comida, supervisaba a la cuidadora. Pero por dentro ya no era la misma. No la niña que buscaba aprobación, sino la mujer que por fin se permitía vivir.

En el funeral hubo poca gente: vecinas, la enfermera que Carmen insultaba. Nadie dijo “era buena”. Solo: “Tenía carácter”.

Marina no lloró. Tomó a Lucía de la mano y miró el cielo gris. Había silencio. El primer regalo sincero que su madre le daba.

Un año después, Marina recibió una carta de Vero. Un número y un mensaje corto:

*”Siempre te esperé. Si estás lista, aquí estoy.”*

Marina miró el teléfono un rato. Llamó.

—¿Vero?

—¿Marina? ¡No lo creo! ¿Eres tú?

—Soy yo. De vuelta. A mí misma.

Esa noche, Marina estaba en el balcón. Álvaro jugaba con Lucía. Escuchaba sus risas, bebía té verde y veía una paloma en el tejado de enfrente. Desplegó las alas, como recordándole: se puede volar, aunque te encierren mucho tiempo.

El teléfono sonó.
—¿Y bien? —la voz de Vero, firme como antes, pero más suave.
—No me creo que seas tú.
—Pues créelo. Soy yo. La de verdad. La que volvió.

Hablaron tres horas. Se rieron, callaron, recordaron anécdotas de la uni. Vero contó cómo escribió cartas, llamó, se enfadó, se preocupó y al final… lo dejó ir.
—Pensé que me habías borrado. Pero estabas… en una jaula.
—La de mi madre —susurró Marina—. Pero parece que al fin encontré la llave.

Pasaron semanas. Marina se sorprendía sonriendo sin motivo. Volvió a leer, a escribir en su cuaderno: historias, ideas, sueños. Lucía lo notó: menos rabietas, más abrazos. Hasta Álvaro reía más.

—Has cambiado —dijo él una tarde, prepar**Continuation:**

“Marina cerró los ojos, respiró hondo y supo, por primera vez en su vida, que sus lágrimas ahora solo le pertenecían a ella.”

Rate article
MagistrUm
No mereces mis lágrimas.