Madre, suegra y yo al borde del abismo

La suegra, mi madre y yo al borde

—¿Estás segura de que no le hará daño al bebé si comes remolacha? —preguntó mi suegra, removiendo el cocido.

—Mamá, ya lleva tres días cocinando este potaje —suspiró Javier—. ¿Puedo terminarlo e irme a trabajar?

—¡Este cocido es medicinal! —levantó la cuchara mi suegra—. ¡Y tu madre pone tanta sal que parece un camión de mercancías! Eso sí que es malo para el niño.

—Perdona, yo crié a tres hijos —respondió tranquila Luisa Martínez, la madre de Sofía, sacando una olla de la nevera—. Y todos vivos. Esto es cocido madrileño. ¡Proteínas!

—¡Suegra, las legumbres son pesadas! ¡No estamos en un cortijo!

—¡Y esto no es un hospital! —replicó Luisa.

Sofía, sentada en el taburete de la cocina, abrazaba su vientre y deseaba que alguien apagara el sonido. Estaba de siete meses, y antes creía que lo peor serían las náuseas. Ahora sabía que lo realmente difícil era mantener la cordura entre dos mujeres que solo querían “lo mejor”.

La suegra se mudó en cuanto supo del embarazo. “¡Mi primer nieto! Ustedes viven apretados, y yo quiero ayudar”. La madre de Sofía llegó una semana después: “Eres mi única hija, lo dejo todo y vengo”. Así, en un piso de dos habitaciones, había tres cocineras.

—Estoy embarazada, no enferma —le susurró Sofía a Javier por la noche—.

—Lo sé. Aguanta. Mi madre se irá después del parto.

—¿Y la mía?

—La tuya… quizá también. ¿O a lo mejor se hacen amigas?

No se hicieron amigas. Empezaron a competir.

Primero, en la limpieza. Por la mañana, Luisa fregaba el suelo; al mediodía, la suegra lo volvía a limpiar “por el polvo, las corrientes y los gérmenes”. Luego, en las compras. Los bodies del bebé aparecían por triplicado —tallas 0-3, 3-6 y 6-12 meses—. Todos rosas, aunque nadie sabía el sexo.

Pero el campo de batalla principal fue la mecedora.

—¡Yo la elegí! —dijo la suegra.

—¡Y yo la compré! —replicó Luisa.

—¡Fui la primera en mencionarla!

—¡Y yo la primera en traerla!

—Se quedará en mi habitación —sentenció la suegra.

—¡¿Qué tontería es esa?! —se indignó Luisa—. Sofía necesitará usarla para amamantar. Que esté en su cuarto.

—Yo pensaba dormir ahí con el bebé —musitó Sofía—. Después del parto.

—¿Para qué? ¡Estarás agotada! ¡Que el niño duerma conmigo! —exclamó la suegra.

—¡O conmigo! —insistió Luisa.

—¿Y yo? ¡Que no se olviden del padre! —estalló Javier.

—Tú puedes dormir en el sofá de la cocina —dijeron al unísono.

Al día siguiente, la mecedora desapareció. No estaba ni con Sofía, ni con la suegra, ni con Luisa.

—¿Dónde está? —preguntó Sofía.

—Se mudó —dijo la suegra.

—La escondieron —susurró Luisa.

La guerra alcanzó su punto álgido. En la cocina ya no olía a cocido, sino a hielo. Silencios. Miradas cortantes. Javier se quedaba hasta tarde en el trabajo. Sofía comía yogures en el baño.

—No aguanto más —dijo esa noche—. Es mi hijo. Mi cuerpo. Mi vida. No pedí esta “ayuda”.

—Bueno… quieren lo mejor —balbuceó Javier.

—Quieren control. Y tú callas, porque estás acostumbrado. Yo no.

Esa noche, Sofía durmió mal. Por la mañana, sin desayunar, empezó a buscar pisos. Al mediodía volvió con unas llaves.

—¿Qué es esto? —preguntó Javier.

—Un alquiler. Dos habitaciones, luminoso. Ya firmé el contrato.

—Sofía…

—No me voy de ti. Me voy a mi espacio. Si quieres, vente. Si no, nos vemos en el hospital.

Él calló.

Media hora después, salió con una maleta. Abajo, junto al portal, estaba la mecedora. Con una manta tejida y un cojín de gatitos. Sonrió. Luego llamó a una tienda de segunda mano. En dos horas, la mecedora ya no estaba.

El piso nuevo olía a pintura fresca. Sofía deshizo las maletas, ordenó los frascos de cremas, preparó un té de menta. Puso música. Y por primera vez en mucho tiempo, se tumbó en el sofá.

Tres días después, llegó Javier. Con una mochila.

—Allí es insoportable. No se hablan. Las cenas son un velatorio.

—¿Y aquí?

—Aquí se respira. Lo entiendo. No solo eres madre. Eres persona.

Nació un niño. En agosto. Por la noche. Sin mecedora, pero con amor. La suegra y Luisa visitaban por turnos. Con cocido… pero en tuppers.

—Lo entendimos —dijo la suegra—. La mecedora no era la solución.

—Lo importante es no mover los nervios —suspiró Luisa.

Y Sofía, con su hijo en brazos, pensó: puede haber mil cocidos. Pero el lugar en la vida es uno solo. Y ese es suyo.

Dos semanas después del parto, Sofía se puso unos vaqueros. Le quedaban holgados, pero lo importante era que no eran pijamas ni batas.

—Creo que vuelvo a ser yo —le dijo a Javier, que en ese momento daba el biberón al bebé con naturalidad.

—Siempre lo fuiste. Hasta en bata.

—Gracias. Tú tampoco estás mal, con esa camiseta manchada de puré.

Se rieron. Livianos. Auténticos. Como no ocurría en aquel piso de los tres cocidos.

La vida tomó ritmo. Mañanas de lactancia, siestas, paseos. Algún café y, con suerte, media hora para ella. Javier cogió vacaciones, y fue un alivio.

—Mira, papá: ¡ya sé cambiar pañales, mecerlo y cantarle ‘El Rey León’! También cuento, ¿no? —dijo orgulloso.

—Y tanto. Eres el mejor.

Pero llegó el día que temía.

—Sofí, querríamos visitar al niño. Yo el viernes, tu madre el sábado. Lo hablamos.

Sofía respiró hondo. Sintió el mismo frío que en aquella cocina cuando decían “aquí no se hace así”.

—Una hora cada una. Sin comida, sin cocido. Solo el niño. Sin críticas. ¿Aceptan?

Silencio al otro lado.

—Acepto —dijo primero la suegra.

El viernes, Sofía abrió la puerta. Carmen García esperaba con flores, una sonrisa tranquila y… las manos vacías.

—Sin cocido. Palabra. ¿Puedo lavarme las manos?

—Claro.

Se sentó junto a la ventana. Callada. Mirando al bebé. Solo una vez musitó:

—Se parece a Javier. Pero la nariz es la tuya. Qué bien que se mezclaron.

Sofía le sirvió té.

—Gracias. Sofía… Entendí que ser madre no es repetir, sino soltar. Quise que vivieras como yo. Pero tú lo haces a tu manera. Y te sale bien. Estoy orgullosa.

Una lágrima asomó, pero Carmen la secó rápido, como si nada.

Al día siguiente vino Luisa. Con gafasAl final, las dos abuelas terminaron compartiendo café y risas en el balcón, mientras el pequeño Pablo dormía tranquilo en su cuna, rodeado del amor que ya no necesitaba disputas.

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