Hermano, el secreto silenciado

El hermano del que nadie hablaba

—Lucía, ¿quién es este contigo en la foto? ¡Un tipo con chaqueta de cuero! —Víctor Mendoza señaló con el dedo una foto amarillenta que descansaba en un viejo álbum familiar con la cubierta de piel gastada.

El nuevo piso de los Mendoza, al que acababan de mudarse la semana pasada, olía a pintura fresca, cartón de cajas, polvo ligero y el aroma a vainilla del ambientador que Ana había puesto en el alféizar. En el salón, abarrotado de cajas con vajilla, libros y mantas viejas, había una mesa de roble donde Ana, su hija de veinticuatro años, revisaba el álbum encontrado tras una pila de toallas. En la foto, una joven Lucía, con un vestido de flores y una larga trenza, sonreía junto a un desconocido de chaqueta de cuero; al fondo se veía una vieja fuente del parque rodeada de jardines. Víctor, con una camisa a cuadros arrugada y el pelo entrecano revuelto, frunció el ceño; sus gafas de fina montura se le deslizaron hacia la nariz y apretó los puños.

Lucía, que estaba ordenando una caja de porcelana, se enderezó con un crujido en la espalda. Su melena rubia, con algunas canas, recogida en una coleta desaliñada, y su ropa polvorienta contrastaban con la tensión de su rostro al mirar la foto.

—Víctor, ¿en serio? —dijo, con voz cortante y un dejo de irritación—. ¡Es una foto antigua, de cuando tenía veinte años! ¿Para qué remover el pasado?

Ana, en camiseta negra del universidad y shorts vaqueros, hojeaba el álbum. Su anillo de compromiso con un pequeño diamante brillaba bajo la luz de la lámpara. Preparaba su boda para el mes siguiente y se veía inquieta, con sus rizos oscuros escapándose de la trenza.

—Papá, no empieces —susurró, jugueteando con el anillo—. Es solo una foto de hace siglos. Mamá, dime quién es y listo, sin peleas.

Víctor cruzó los brazos, alzó la voz y frunció el ceño.

—¿Contarlo? ¡Lucía, es la primera vez que veo a este tipo! —gritó, golpeando el álbum—. ¿Quién es? ¿Un antiguo novio?

Lucía lanzó un trapo polvoriento a la mesa, levantando una nube, y sus ojos centellearon.

—¿Novio? ¡Víctor, estás loco! —rugió, con las manos en las caderas—. ¡Es mi pasado, no es asunto tuyo! ¿No confías en mí? ¡Después de treinta años de matrimonio!

Ana se levantó de un salto, temblándole la voz y el álbum en las manos.

—¡Basta ya de gritos! —exclamó—. ¡Mi boda está a la vuelta de la esquina y vosotros jugando a detectives! ¡Terminemos de desempacar y olvidemos la foto!

Aquella imagen no era solo un recuerdo, sino la chispa de un conflicto familiar donde cada uno proyectaba sus miedos y resentimientos.

Al anochecer, la discusión arreció. El salón, iluminado por una lámpara antigua, resonaba con voces airadas. Lucía ordenaba la vajilla con movimientos bruscos, haciendo sonar las tazas como una protesta. Víctor bebía té de una taza que decía *”Mejor papá”*, regalo de Ana, mientras su periódico yacía arrugado. Ana intentaba distraerse colocando fotos en el sofá, pero sus dedos temblaban.

—Lucía, no soy tonto —dijo Víctor, dejando la taza con un golpe—. ¡Nunca mencionaste a este hombre! ¿Qué ocultas?

Lucía se giró, roja de furia, y apretó un plato agrietado.

—¿Ocultar? ¡Tú inventas secretos! —gritó—. ¡Es solo una foto y me acusas! ¿O prefieres que hable de tus viajes a Madrid en los noventa?

Ana interrumpió, despeinada y suplicante:

—¡Por favor, parad! ¡No quiero que arruinéis mi boda!

Víctor bufó, empañándose las gafas.

—¿Arruinar? ¡Es tu madre la que esconde cosas! —protestó—. ¡Yo trabajo para esta familia!

Lucía estrelló el plato contra la mesa, haciéndolo añicos.

—¿Y yo qué hago? —vociferó, con los ojos enrojecidos—. ¡Crié a Ana, mantuve la casa, y ahora me siento vieja por tus quejas!

Ana agarró el álbum, desesperada.

—¡Ya basta! —chilló, tirando de él. Víctor forcejeó, y la página se rasgó con un crujido seco.

El silencio cayó como un manto. Lucía se llevó una mano al pecho, con lágrimas en los ojos.

—Ana… —murmuró—. Era nuestro álbum. El mío y el de Álex. Y ahora… lo hemos roto.

Víctor se desplomó en una silla, pálido.

—Mierda… —susurró, quitándose las gafas—. Perdón. No quería… Me dejé llevar.

Ana lloró, abrazando el álbum.

—Yo tengo la culpa —sollozó—. Solo quería que fuéramos una familia.

El álbum, ahora sobre la mesa, era símbolo de su fractura, y la foto rota, de su falta de confianza.

Al día siguiente, Lucía fue al parque donde se tomó la foto. Olía a lilas, hierba mojada y algodón de azúcar. Se sentó junto a la vieja fuente, recordando a su hermano Álex, muerto en un accidente a los veinte años. No sabía cómo contárselo a Víctor, temiendo revivir el dolor.

Mientras, Ana se encontró con su amiga Carla en una cafetería cercana, donde olía a café recién hecho y canela. Carla, que ayudaba con los preparativos de la boda, notó su angustia.

—¿Qué te pasa? —preguntó, tomando su capuchino—. ¡Deberías estar feliz!

Ana suspiró.

—Mis padres se pelean por una foto antigua —confesó—. Temo que se separen y arruinen todo.

Carla le aconsejó hablar con calma. Esa noche, Víctor encontró un viejo diario de Lucía pero no lo abrió. En el salón, ella intentaba reparar el álbum con cinta adhesiva.

—Lucía, perdón —dijo él, sentándose—. Exageré. Pero dime… ¿quién era?

Ella negó con la cabeza, emocionada.

—No es lo que piensas —murmuró—. Pero duele hablar. Dame tiempo.

Víctor asintió, reconfortándola.

—Te amo, aunque sea un viejo gruñón —dijo.

Lucía sonrió.

—Y yo a ti. Pero no rompas más el álbum. Era importante para Álex.

Víctor parpadeó.

—¿Álex? ¿Ese era él?

—Más tarde —susurró ella.

En la oficina, Ana estaba distraída. Su jefe, Javier, le preguntó:

—¿Todo bien? La boda está cerca.

—Mis padres discuten por una foto —explicó.

—Habla con tu madre —sugirió él—. Quizá tenga algo que decir.

Esa noche, Ana encontró un sobre escondido en el álbum. Dentro había una carta de Lucía: *”Si lees esto, es porque no me atreví a decirlo. El hombre de la foto es mi hermano Álex. Murió en un accidente en 1990. Era mi mejor amigo. Cuidad los unos de los otros. Lucía”*.

Corrió al salón, donde sus padres estaban en silencio.

Ana les mostró la carta, y mientras Lucía leía en voz alta, las lágrimas rodaron por sus mejillas, sellando al fin el perdón y la paz en la familia.

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Hermano, el secreto silenciado