**Casa al borde de la laguna**
Alicia estaba en medio del patio inundado de maleza, rodeada de cardos y ortigas, mirando la casita inclinada con la placa descascarada: “Pueblo de Musgo, Calle del Prado, 1”. El aire olía a humedad, a madera mojada y… a recuerdos.
De niña, pasaba aquí todos los veranos con su abuela Agripina, una mujer fuerte de trenzas plateadas y voz potente. Ella horneaba pasteles de moras, preparaba té de hierbas, leía los sueños y susurraba remedios para las verrugas. “Aquí viven los espíritus del bosque —decía—. Si vienes con bondad, no te harán daño”. Alicia le creía.
Ahora tenía treinta y un años. Y estaba de vuelta. Después de diez años con Gonzalo, que la dejó por una instructora de gimnasio, y un trabajo de oficina que la dejó seca como un limón, de pronto entendió: si no cambiaba ahora, sería tarde. Y giró. Directo hacia el camino rural.
La casa era herencia de su abuela. Su madre quiso venderla por cuatro perras a un cazador del pueblo, pero Alicia se negó. Dijo que ella se encargaría. “Siempre igual de rara”, refunfuñó su madre.
El primer día, Alicia se limitó a fregar los suelos. De las tablas manaba una mugre negruzca, como si décadas de cansancio se escurrieran al cubo. Luego limpió la chimenea, sacudió el polvo de los santos y ahuyentó a los ratones. Por la noche, se durmió envuelta en una manta vieja de su abuela. Soñó con la casa, cálida y viva. Como si Agripina la abrazara y le susurrara: “No temas. Aquí están tus raíces”.
A la tercera semana, llegó la comitiva: su madre, la tía Zoraida y su primo Iván.
—Hemos pensado —comenzó su madre, mirando el porcel con desdén—. Si la abuela era de todos, la casa también se divide.
—Claro —asintió Iván, rascándose la bota—. Aquí se puede montar un refugio de caza. Ya he cotizado.
Alicia se secó las manos en el delantal y salió al porche.
—Bienvenidos. Pero aquí no habrá refugios. La casa está a mi nombre. El testamento lo tiene el notario.
—¡Alicia, no seas egoísta! —alzó la voz la tía—. ¡Tú estás sola, e Iván tiene familia! ¡Lo necesita más!
—Iván tiene, si no me equivoco, tres préstamos y manutención. Eso es su problema. La casa es mía. Punto.
—¡Mírala! —estalló su madre—. ¡Vive como una bruja de los pantanos y encima se enfrenta a la familia!
—”Enfrentarse” fuisteis vosotras cuando me pegasteis por coger un pastel sin permiso —replicó Alicia—. Ahora, si no les importa, salgan de mi propiedad.
Se fueron haciendo ruido. Iván, al marcharse, golpeó la verja con el coche.
Esa noche, al acostarse, el suelo crujió. Luego otra vez. Como si alguien caminara bajo las tablas.
Bajó con una linterna. En el desván, entre las maderas, había algo brillante. Movió una tabla y encontró una caja envuelta en plástico.
Dentro, había cartas. De su abuela. Algunas dirigidas a ella.
“Si lees esto, es que has decidido quedarte. Sabía que volverías. Aquí está tu fuerza. Recuerda: esta casa es tu sangre, tu verdad. No temas. Ni a la gente, ni a los pantanos. La gente da más miedo”.
Las cartas eran un diario. Agripina hablaba de sus sueños, de los espíritus que la visitaban, de la familia que toleraba pero no quería. Y de una mujer llamada Paulina, con quien vivió en los años cuarenta. “Nos decíamos hermanas. Entonces no se podía ser otra cosa”. El corazón de Alicia latió fuerte. ¿Había amado su abuela…?
Una semana después, llegaron unos trabajadores: una mujer de mediana edad con el pelo azul, un hombre robusto y dos chicos.
—Hola, soy Kira —dijo la de pelo azul—. Restauradora. Publicaste que querías arreglar la fachada al modo antiguo. Nos especializamos en eso.
Alicia asintió. Le cayeron bien al instante. Acamparon tras la casa, rieron y cantaron junto al fuego. Una noche, Alicia leyó en voz alta las cartas. Todos escucharon en silencio.
—Es como si ella te hubiera dado su voz —dijo el hombre robusto—. Al leerla, la oigo. Como si estuviera aquí.
—Y lo está —respondió Kira—. Esto es Musgo. Aquí las fronteras son finas.
Al día siguiente, vino Iván. Solo. Con una botella.
—Quiero hablar —dijo—. ¿Puedo?
Alicia accedió. Se sentó junto a la chimenea, miró alrededor y suspiró.
—No guardes rencor. Fue cosa de mamá. Yo ni lo quería. La ciudad me ahoga. Todo va mal. Mi mujer se fue. ¿Tú eres feliz?
Alicia le sirvió té. Iván se llevó la taza a los labios y rompió a llorar.
—Pasaba los veranos aquí. La abuela hacía pasteles conmigo. Y yo creía que no me quería. Y ahora… ni me despedí.
Alicia sacó un álbum. En una foto, Iván, de seis años, con moras en las manos.
—Ella nos quería a todos. Solo debes decidir: ¿eres mi primo o mi ladrón?
Iván se fue. Sin la botella.
El otoño en Musgo trajo escarcha. La casa estaba casi lista. Alicia horneaba pasteles. Los vecinos la visitaban. A veces llegaban seguidores de su blog: “Cómo empezar de nuevo entre ortigas y chimeneas”. Hablaba de la casa, las cartas, su abuela. Un día, un comentario:
“Hola. Soy la nieta de Paulina. ¿Podemos visitarte?”
Vinieron. Una mujer de cincuenta años con pelo corto y su hija. Trajeron fotos: Agripina y Paulina, ante esta misma casa. Sonriendo.
—Mi abuela la recordaba —dijo la mujer—. Decía que era su verdadera familia. Quisieron huir juntas, pero no pudieron. Al final, Paulina nos pidió encontrar esta casa. “Dile que no la olvidé”.
Alicia apretó las cartas.
—Ella tampoco la olvidó.
Iván llamó en primavera. Ofreció ayuda.
—Ahora soy carpintero. Me quedé en Musgo. Aquí te respetan. No te vayas, ¿vale?
—No me iré. Mis raíces están aquí.
—Las mías también, creo.
Alicia despertó con el croar de las ranas. Salió al porche. El sol atravesaba la niebla. El aire era fresco y vivo. Una voz gritó dentro de ella: “Estoy viviendo. De verdad”.
La casa resistía. Sabía que ahora todo estaría bien.
La nieve cayó en octubre, antes de lo esperado. Alicia observaba desde la ventana cómo cubría el tejado y la verja. Dentro, olía a pastel de calabaza. Un gato blanco, que llegó flaco y maltrecho del pantano, dormía en un banco.
Llamaron a la puerta. Era Kira, la restauradora.
—Tu casa es especial —dijo, mostrando un informe—. Los cimientos tienen marcas raras. Lugares así eran sagrados. Tu abuela lo sabía.
Alicia recordó una carta: “El agua aquí tiene memoria. Si preguntas, responde”.
—¿Quieres que esto se llene de turistas y charlatanes? —pregEl viento susurró entre los juncos, y Alicia entendió que, al fin, había encontrado su lugar en el mundo.