**La hija incómoda**
—Elena, ¿otra vez traes a casa esos trapos inútiles? —preguntó la madre con fastidio al recibir a su hija en el portal.
—No son inútiles, mamá. Son retales de terciopelo. Los iban a tirar de todos modos…
—¡Pues que los tiren! ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? La costura no es una profesión, es un capricho. Mejor que cogieras un turno extra. A lo mejor así ahorramos para la lavadora.
Elena calló. Se quitó el abrigo y entró en la habitación. La madre siguió refunfuñando en la cocina, mientras sus hermanas gemelas, Lucía y María, reían entre dientes, absortas en sus móviles.
—¡Otra vez jugando con sus trapitos! —gritó María.
—¡La novia de Elena Saint-Laurent! —añadió Lucía, soltando una carcajada.
Elena se sentó junto a la ventana y sacó de su bolso un trozo de terciopelo azul y un fragmento de tul dorado. Lo acarició con los dedos: la tela era suave como el agua. Ya veía el vestido fluyendo, con los hombros al aire y un dobladillo asimétrico. Algo auténtico. Mágico.
De día, Elena trabajaba en una fábrica de muebles. Oficialmente, era ensambladora. Extraoficialmente, “la rarita de la fábrica”: siempre con alfileres en los bolsillos, lápices tras la oreja y un mono de trabajo adornado con un broche hecho por ella misma.
—Elena, ¿otro broche hecho a mano? —preguntó un día Carmen, la supervisora.
—Sí. Con una tapita de plástico y abalorios.
—Tienes manos de oro. Lástima que nadie lo valore.
—No importa. Yo sé lo que quiero.
Trabajaba rápido. Después del turno, iba a ver a su amiga Martina, quien trabajaba en un estudio fotográfico del centro comercial.
—¡Elena, llegas justo a tiempo! Ya estoy ajustando la luz.
—Y el vestido está listo.
Llevaba puesto aquel vestido de terciopelo azul. El dobladillo fluía, los hombros descubiertos, la cinta en la cintura bordada a mano. No solo estaba hermosa: parecía de otro mundo.
Martina tomó fotos y susurró: “Pareces un hada”. Luego las subió a su blog.
—¿Qué hashtag pongo?
—#PrincesaDeFábrica —bromeó Elena—. Al fin y al cabo, lo cosí en el taller.
Unos días después, Martina irrumpió en la fábrica.
—¡Elena! ¡No te lo vas a creer! Un diseñador de Madrid escribió. Le gustó tu vestido. ¡Quiere contactarte!
—¿Estás segura? ¿En serio?
—¡Mira! —Martina le mostró la pantalla—. Se llama Daniel Valente. Tiene un showroom y trabaja con famosos. Dice que tienes un estilo fresco, que quiere hablar contigo.
A Elena le dio vueltas la cabeza. El corazón le latía fuerte. ¿Era una broma? No, el mensaje era real.
—¿Te has vuelto loca? —Su madre estaba en la puerta cuando Elena habló de la oferta—. ¿A Madrid? ¡Allí te estafarán! Volverás con una maleta llena de deudas, eso es todo.
—Mamá, es una oportunidad real. Tengo talento, quiero intentarlo.
—¡Tienes obligaciones! No estás sola. ¿Quién nos ayudará aquí? ¡Eres la mayor!
—Tengo veintisiete años, mamá. Tengo derecho a vivir mi vida.
Sus hermanas soltaron risitas, su padre permaneció callado. Luego, gruñó:
—Los sueños no llenan la olla. Con ellos no se vive.
Elena se encerró en su habitación. El corazón le dolía. Quería llorar. Pero miró sus bocetos, la máquina de coser, los retales de tela. Y supo que iría.
Daniel Valente la esperaba en la estación, con un jersey de punto grueso y zapatillas.
—¿Elena? Encantado de conocerte. Vamos, tenemos mucho trabajo.
El showroom estaba en la última planta de un edificio antiguo. Espacio luminoso, maniquíes, telas, un espejo de cuerpo entero. Elena sintió que entraba en una película.
—Quiero que hagas una colección cápsula. Cinco o seis diseños. Tienes sensibilidad para la tela. Eso es raro. Y buen gusto. Lo demás lo puliremos.
—¿Estás seguro?
—Más que de mí mismo.
Elena asintió. Al día siguiente, empezó a coser. Vivía en una habitación junto al taller, comía bocadillos y casi no dormía. Las telas cobraban vida bajo sus manos. Los vestidos nacían, ligeros como el viento y audaces como un sueño.
Daniel la miraba, sonriendo:
—Sabes, no eres solo una diseñadora. Eres una poeta de la tela.
Un mes después, hubo una presentación privada. Acudieron editores, bloggers, algunas caras conocidas. Elena, tras el telón, temblaba como una hoja. Pero cuando salió el primer diseño, el público enmudeció.
Los vestidos estaban vivos. Nada recargado, ninguna falsedad estridente. Solo luz suave, líneas delicadas y el calor de las manos en cada puntada.
Tras el evento, una editora se acercó:
—Esto… es maravilloso. ¿Quién eres?
—¿Yo? Solo soy Elena, la de la fábrica.
—No. Eres un descubrimiento.
Volvió a casa dos meses después. Con un contrato para una pasantía en una casa de moda y varias publicaciones.
Su madre la recibió en silencio. Luego, dijo:
—Lucía y yo pensamos que quizá habría un puesto para ti en la fábrica de al lado. Al fin y al cabo, eso de Madrid no es un trabajo de verdad.
—Mamá, no me quedo. Vine por mi máquina de coser. Por mis bocetos. Y… para despedirme.
—¿Así que abandonas a tu familia?
—No os abandono. Solo sigo adelante. Quiero vivir, no sobrevivir.
Sus hermanas callaron. Su padre miró al suelo.
—Elena… —dijo de pronto—. Perdón. Solo teníamos miedo de que te perdieras. Y resulta que te encontraste.
Elena lo abrazó. Recogió su máquina, tomó el cuaderno de bocetos y salió. La puerta se cerró tras ella no con rabia, sino con el silencio del entendimiento.
Esa misma noche, estaba de vuelta en Madrid. Con una taza de té en las manos. Daniel, a su lado, reía al escuchar la historia de “la novia de Elena Saint-Laurent”.
—¡Deberían ver ahora tus diseños! —se rio.
—Quizá algún día…
—Por ahora, eres lo que siempre fuiste. Una princesa. Solo que ahora, de verdad.
Elena sonrió. Sabía que era solo el principio. Pero lo importante ya había sucedido.
Había salido del taller y brillado. Y esa luz no se apagaría.
Pasaron seis meses. Elena —ahora Elena Arroyo— daba un taller en una escuela de diseño madrileña. Frente a ella, veinte jóvenes, unas con ojos brillantes, otras con cansancio y desconfianza.
—Recuerden —decía—, la moda no es solo ropa. Es cómo le dices al mundo: “Así soy yo”. Y si les dicen que no encajas, encajas. Simplemente, no lo ven.
Al terminar, una chica con pelo azul se acercó.
—Elena, gracias. Antes creía que esto no era para mí. No tengo dinero ni contactos. Solo una máquina vieja y amor por la tela.
—Eso es suficiente —sonrió ElenaY mientras la nueva generación de diseñadoras tomaba vuelo, Elena supo que su verdadero legado no eran los vestidos, sino las puertas que había abierto para que otros soñaran sin miedo.