Una contra todos

*Diario Personal*

La primera vez que vi un faro fue en un libro cuando tenía cinco años. En la ilustración, se alzaba solitario e imponente, rodeado por un mar furioso, oscuro como la tinta. Apreté los dedos contra la página y susurré: «Viviré allí». Mis padres se rieron. Mi abuela dijo: «Tienes imaginación de artista». Y mi tía Alina solo resopló: «Tonterías. Serás ingeniera como debe ser».

Y lo fui. Estudié telecomunicaciones porque sonaba serio, aunque mi corazón siempre anhelaba el mar. Después de clase, dibujaba faros en mis cuadernos, releía a Salgari, escuchaba el sonido de las olas en YouTube y cada verano viajaba a la costa.

—¡Qué disparate! —decía mi madre—. Todos van a playas bonitas, ¡y tú te vas a Ribadesella!

—Me gusta el norte —respondía con una sonrisa.

—¡A tu edad deberías estar pensando en casarte, no en faros!

Al graduarme, entré en una empresa de equipos de navegación. El trabajo era lo esperado: esquemas, soldaduras, maquinaria. Pero un día, mi jefe dijo:

—Hay una vacante. En el norte. Un pueblo costero, una estación de radiofaro. ¿Te interesa?

Asentí en silencio. Era como si toda mi vida hubiera esperado esa oferta.

—Allí es duro. Turnos de tres meses. Solo el faro y el guardián. A veces te visitan los locales.

—Acepto.

Mi madre montó un escándalo:

—¿Quieres congelarte en mitad de la nada? ¿Estás loca? Te sacamos adelante para que acabes en un páramo con un viejo cualquiera.

—Mamá, es mi oportunidad.

—¡Oportunidad de acabar sola y pobre!

Mi padre miró por la ventana y finalmente dijo:

—Que vaya. Que lo intente.

El pueblo se llamaba Pescadores. Un puñado de casas, un muelle, una tienda y el faro en el acantilado. Al pisar la costa por primera vez, el viento casi me derriba. El mar rugía, las gaviotas gritaban, el cielo pesaba bajo como si fuera a desplomarse. Pero mi corazón cantaba.

—¿Eres Varvara? —Un hombre alto y canoso, envuelto en una chaqueta, se acercó—. Soy Severo. El guardián. El alma de este lugar.

Rió, cogió mi mochila y me guió hasta la casita junto al faro. Olía a queroseno, pan y miel. Una lámpara iluminaba la mesa, y en los estantes había libros y conchas.

—Aquí vivirás. El faro es tuyo. La estación es vieja, pero funciona. Ayúdame a mantenerlo.

—Lo haré.

—No lo dudo. Tienes cara de entenderse con el mar.

Los primeros meses fueron difíciles. Tormentas, silencio, noches largas. Reparé los equipos, hice amigos—sobre todo con Rosa, la frágil tendera del pueblo.

—Hablar contigo es como tomar té con miel. Reconforta—decía ella.

Por las noches, me sentaba en las escaleras del faro y escribía cartas. A mí misma. Al futuro. Mi pasado estaba lleno de expectativas ajenas. Ahora solo existía yo.

Un día llegó un paquete. De la ciudad. Una carta de mi madre:

«Eres rara, hija. Ni Alba ni yo entendemos qué buscas allí. Pero tu padre está orgulloso. Ven cuando quieras. O escribe, al menos.»

Suspiré. Sentí que algo dentro de mí se calentaba por primera vez en años.

Pasaron tres meses. Era hora de volver. El faro ya parecía parte de mí. Severo me abrazó fuerte:

—Vuelve. Sin ti, esto es más triste.

En la ciudad me recibieron con frialdad. Mi madre revisó mis cosas con mirada crítica, y mi tía Alina dijo:

—Fue un error. Vuelve a un trabajo de verdad.

Pero yo ya sabía: no lo haría. La decisión era mía.

Seis meses después, estaba de vuelta en el faro. La tormenta amainaba. Severo agitó la mano:

—¡Justo a tiempo! ¡Hice empanadas!

Ahora tenía mi rincón en la casa, una placa en la puerta: *Ingeniera de Navegación. Varvara del Mar*. Así me llamaban los locales.

—Eres como el clima—dijo Severo—. Primero ruges, luego das calor.

Sofía, una niña del pueblo, me traía dibujos de faros, como los que yo hacía de pequeña. Los pescadores me regalaban merluza fresca. Algunos hasta mencionaban matrimonio.

—Severo, ¿por qué nunca te casaste?—pregunté una tarde.

—Lo estuve. Ella se ahogó. Hace mucho. Desde entonces, el faro es mi compañía.

—Lo siento…

—No hace falta. Tú me has devuelto su voz.

Un día, el transmisor principal falló. Trabajé sin dormir, llamé al jefe, pedí ayuda. Llegaron técnicos. Uno de ellos, un hombre de unos treinta, Arturo.

—Así que tú eres la famosa Varvara del faro. Todo el mundo habla de ti.

—Exageras. Solo hago lo que me gusta.

Bebimos té, reímos, discutimos sobre circuitos. Arturo se quedó unos días. Al irse, dijo:

—Volveré. Si no te importa.

—Me importará si no lo haces.

Me quedé en el acantilado. Las olas golpeaban las rocas. A mis espaldas, el faro parpadeaba. *Mi* faro. El viento me enredaba el pelo. Abrí los brazos y grité:

—¡Eh, mundo! ¡Me encontré!

Y el mundo respondió—con el murmullo del mar, la luz del faro y una voz suave en mi corazón: *Estás en casa*.

Desde entonces, nunca dudé. Porque cada noche, cuando la luz del faro se encendía, sabía: alguien en el mar la vería y sabría hacia dónde ir.

Eso no tiene precio.

La primavera llegó de repente. La nieve no se derretía—desaparecía, como si se esfumara sin decir adiós. Estaba en la escalera del faro, mirando el mar gris, sintiendo en el pecho aquello por lo que vine: paz.

—¿Lista para la temporada, Del Mar?—Severo salió con una taza de café.

—Casi. Falta cambiar unos cables. El jefe prometió enviar equipos nuevos.

—¿Podrás?

—Yo sí. ¿Y tú?

—Esto ya es mi vida. Llevo aquí desde los setenta.

Señaló hacia la bahía, donde el agua brillaba bajo el sol.

—Pero la gente teme. Rumorean que cerrarán la estación. ¿Sabes lo que dicen?

Lo sabía. Hablaban de recortes, automatización, trabajos remotos. El faro dejaría de ser el corazón del pueblo.

Una semana después, llegaron: un técnico, un funcionario del gobierno y—inesperadamente—Arturo.

—Me insistí en venir—dijo, sentándose—. Oí que planeaban “optimizar” esto y pensé que no debías enfrentarlo sola.

—Podría. Pero contigo es mejor.

Sonrió mientras yo manipulaba los cables.

—Eres parte de esto. No solo lo mantienes… eres el faro.

Me ruboricé, pero asentí. Tras un silencio, él añadió:

—Si lo cierran… ¿qué harás?

—Encontraré otro faro. O lo construiré. Lo importante es que haya luz.

El funcionario, rechoncho y con una chaqueta nueva, fingía medir la humedad mientras olfateaba la sopa de pescado de Severo.

—Verán—dijo—, el sistema es caro. Lo lógico es convertirlo en atracción turística. VisitasAl anochecer, mientras el faro iluminaba el horizonte, supe que nunca más estaría sola, porque el mar y la luz siempre serían mi hogar.

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