EL PADRINO TÍO MIGUEL
El tío Miguel era gracioso. Torpe como un osito. Bajito, regordete y con el pelo rizado. Sus ojos pequeños, azules y transparentes como caramelos de menta. Llevaba gafas. Y tenía una expresión infantil, alegre y inocente.
Javier temía a los hombres. Se sobresaltaba con las voces o risas masculinas. Si alguien le tendía la mano en la calle, como a un adulto, a sus seis años se escondía tras su madre al instante.
—¡Lucía! ¡Mira qué protector más miedoso tienes! —se reían los mayores.
Javier no era cobarde. Una vez defendió a su vecina Carlota cuando unos chicos le arrebataron su pelota en la calle. Simplemente se puso delante de ella y dijo con firmeza:
—¡No la toquéis! Es una chica. Si queréis problemas, conmigo.
Y los chicos se marcharon.
—¡Vaya, el enano tiene valor! —fue todo lo que dijeron.
Carlota le cogió de la mano después y le dijo: —¡Vamos a ser amigos!
Otra vez, cuando un gatito se subió a un árbol, Javier trepó solo para rescatarlo. Por suerte, su madre lo vio desde la ventana y salió corriendo. Llamó a los vecinos, quienes bajaron al niño y al gatito. Se lo llevaron a casa y lo llamaron Lola.
En el colegio, Javier era el más valiente y destacado. Lo ponían como ejemplo. Pero seguía temiendo a los hombres.
Todo empezó a los dos años. Cuando su padre le gritaba y amenazaba a su madre. Alto, guapo, de pelo y ojos negros, fuerte. Por la calle, la gente se volvía a mirarlo. Adrián era el ideal. En apariencia, pero no en alma. Javier no recordaba que su padre lo hubiera cogido en brazos, abrazado o consolado ni una sola vez.
—¡Deja de lloriquear! No eres una nena. ¡Los niños no lloran! No voy a criar a un blandengue. Duerme solo en la oscuridad, nada de cuentos. Y quita ese peluche de la cama, eso es de niñas. ¿Rompiste el barco? Pues no tendrás más juguetes, manazas. Vete a jugar. No molestes. Cállate. —Esas palabras venían de la persona que más debería quererlo.
Mucho después supo que fue un hijo no deseado. Que su padre no quería casarse con su madre, pero sus abuelos insistieron.
—Te quiere, Javie. Quizá con el tiempo lo entiendas. Es así, como es —decía su madre acariciándole la cabeza.
Pero el tiempo pasó, y nada cambió.
—Deberías haber esperado a que yo quisiera un hijo. ¡Te lo dije! Y ahora tengo este llorica enclenque —gritaba su padre.
Nada de Javier le gustaba. Y el niño se acostumbró. Su padre casi nunca estaba en casa. Hasta que un día se fue para siempre. Dijo que mandaría dinero, pero no quería ver al niño. No era el hijo que esperaba. Quizá más adelante.
La madre de Javier era guapa. De pelo largo color miel y ojos grandes. A él le parecía una sirena. Trabajaba mucho.
Hasta que un día llegó a casa con el tío Miguel, su jefe. La había visto cargada con bolsas y le ofreció llevarla.
—Hola, pequeño. Soy el tío Miguel. Solo paso a saludar. Si es mal momento, me voy. Te traje pastelitos. Y este avioncito, es antiguo, me lo dio mi abuelo. Tu madre dijo que te gusta la tecnología. Y también este conejo de peluche. Mira qué suave, parece de verdad —dijo el tío Miguel con voz suave.
Se quedó en la puerta, incómodo. Javier callaba, asustado.
—No pasa nada, Lucía. Me voy. El niño quiere estar contigo —dijo el tío Miguel, dejando los paquetes.
Al irse, tambaleándose como un osito, Javier no pudo evitar esbozar una sonrisa y correr hacia él.
—¡No se vaya, tío!
El tío Miguel lo alzó en brazos. Olía a colonia, pan recién hecho y hogar.
—¡Qué niño más guapo eres! ¡Madre mía, qué hermoso! Cuando crezcas, las chicas caerán a tus pies. ¡Lucía, mira qué niño tan especial! —exclamó admirado.
Desde entonces, empezó a visitarlos. Se sentaba en el suelo, incluso de traje, para jugar con Javier. Le leía cuentos y le traía libros. Cuando su madre estaba cansada, cocinaba. Sabía hacer de todo: sopas, croquetas, empanadas. El padre de Javier ni siquiera servía su propio té. Decía que no eran cosas de hombres.
—¿Y por qué cocina usted, tío Miguel? —preguntó Javier tímidamente.
—Porque me gusta, Javi. Vengo de una familia numerosa, soy el mayor. Mis padres siempre estaban ocupados, y yo cuidaba a mis hermanos. Además, es bonito cocinar con cariño para los tuyos. Tu madre trabaja mucho, que descanse —respondió.
—Pero usted también trabaja.
—Yo soy fuerte, no me pasa nada. En verano iremos a mi casa en el campo. Hay una ranita en el pozo, te la enseñaré. Iremos a pescar. Recogeremos margaritas para tu madre —dijo abrazándolo.
Javier se aferró a él. Solo quería que el tío Miguel no desapareciera nunca.
Un mes después, se encontraron con su padre en la calle. Iba con una mujer y caminaba tambaleante.
—¿Quién es este? ¿Ya encontraste reemplazo, Lucía? ¿Tan rápido? ¿No había nadie mejor que este adefesio? —se rió su padre.
La mujer a su lado también se burló.
El tío Miguel calló.
—Papá, es el tío Miguel. ¡No lo insultes! —dijo Javier.
—¿Qué? ¿Ahora hablas, mocoso? ¿Qué tío ni qué nada? —Y agarró al tío Miguel del cuello.
—¡No! ¡Papá, por favor! —gritó Javier, aferrándose a su pierna.
Tras eso, los abuelos paternos lo llevaban más seguido a su casa. Criticaban a su madre. Al tío Miguel. Decían que solo hay un padre, y que el tío Miguel no era nadie.
Javier intentó hablar con él.
—Tienen razón, hijo. Él es tu padre, hay que respetarlo. Perdóname por estar aquí… quizá sin mí las cosas se arreglarían —murmuraba el tío Miguel.
—¡No! ¡No se arreglarían! ¡No se vaya, tío Miguel! —suplicaba Javier.
Creció en un hogar tranquilo y acogedor. El tío Miguel siempre estaba ocupado: trabajando, cultivando en el campo, cocinando, leyéndole libros. Le enseñó a tallar madera. Compró un coche y le dejaba “conducir” sentado en sus rodillas. Javier solía oírle decir a su madre:
—Descansa, Lucía. Yo me encargo.
Un día, unas vecinas murmuraron al verlos pasar:
—¡Qué niño tan guapo! ¿De quién lo habrá sacado? El padre es tan… ordinario.
—No es suyo. El padre biológico era un galán. Qué pena que Lucía terminara con este hombrecillo tan simple.
Que el tío Miguel fuera cariñoso, inteligente y trabajador no parecía importarles.
Javier creció. Un día, paseando con Carlota, le confesó:
—Quiero más a mi padrastro que a mi padre. A ese lo detesto. Pero mi familia no me perdona.
—Javi, perdónalos tú a ellos. Pero el tío Miguel me cae genial —dijo Carlota.
Al graduarse, Javier soñaba con ser capitán de navío. Que el tío Miguel y su madre se sintieran orgullosos.
Hasta que un día llegóRecibió un telegrama de su madre: el tío Miguel estaba enfermo, y Javier corrió hacia el hospital con el corazón en un puño, sabiendo que, aunque no volvería a escuchar su voz, su amor siempre sería el faro que guiara su vida.