—No mereces mis lágrimas.
“No lo olvides, Marina: si no fuera por mí, ni siquiera serías una persona decente”, dijo su madre, ajustándose la horquilla de ámbar en el pelo. “Te crié en mis brazos, te busqué un buen marido, te ayudo con la niña… ¿y así me pagas?”
Marina lavaba los platos en silencio. Sus manos mecánicas recorrían la vajilla, pero por dentro todo se enroscaba en un nudo tenso. Sabía lo que venía: la letanía de todo lo que hacía mal.
“Y ni hablemos de tu trabajo. ¿Quién estudia Filología para terminar de contable? Qué vergüenza. Podrías haber sido profesora, como Rocío, la hija de mi amiga Carmen. Pero tú…”
Marina no respondió. Había aprendido a callarse. El silencio era su único escudo. Si replicaba, se desataba la tormenta. Su madre sabía golpear con las palabras.
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La familia vivía en un piso modesto en las afueras de Madrid: Marina, su marido Alejandro, su hija Sofía de seis años y su madre, María Luisa. Cuando murió su padre, Marina insistió en que su madre se mudara con ellos. Al principio parecía buena idea: la abuela cerca, ayudaría con la niña, Marina podría trabajar tranquila.
Pero pronto María Luisa ocupó todo el espacio. Mandaba en la casa, comentaba cada paso y, según ella, hasta el té lo preparaba Marina “mal”.
Alejandro aguantaba. A veces bromeaba, otras se esfumaba horas en el garaje. Era un hombre sencillo, bueno, un poco cansado. No tenía pretensiones, solo calor. Marina lo quería, pero ese calor se alejaba cada año, como si algo frío se interpusiera. Y ese “algo” estaba en la cocina, en bata de flores, dictando cómo debían ser las cosas.
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Todo cambió con la llamada del médico de cabecera. A su madre le dolía la cabeza, se desorientaba, tenía náuseas. El diagnóstico confirmó lo peor: glioblastoma, inoperable. Los médicos hablaban de “meses”, con suerte un año.
Marina no lloró. Se quedó inmóvil. Luego se puso en marcha como un autómata: análisis, clínicas, consultas. Movió reuniones, pidió teletrabajo. Su jefe accedió. Alejandro también. Hasta Sofía pareció intuir que su madre cargaba sola.
María Luisa no cambiaba mucho. Se quejaba de la enfermera, le faltaba al respeto al médico, criticaba la sopa. Solo a veces, creyendo que nadie la oía, suspiraba por las noches en la almohada.
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Un día, Marina buscaba una manta vieja en el trastero. Entre cajas, encontró una de zapatos. Dentro, cartas. La mayoría para ella, pero escritas por otras manos.
La primera decía:
“Marina, te espero. Llamaré de nuevo, no creo que desaparecieras así. Tu Vero.”
Vero. Su amiga de la universidad. La más cercana. Con la que soñaron viajar a París, abrir una librería, escribir. No se pelearon—simplemente dejaron de hablarse. De golpe. Y Marina siempre creyó que Vero la había abandonado.
Otras cartas eran de Vero. Una de un empleador: la invitaban a hacer prácticas en Barcelona. Marina reconoció el sobre—uno igual le llegó años atrás, pero… vacío. Pensó que era un error.
Y otra carta, de Alejandro. Antigua, de antes de casarse. Soñaba con irse a Valencia, montar un negocio junto al mar. Marina nunca la recibió. Pensó que él había cambiado de idea.
Se sentó en el suelo con las cartas en las manos. El mundo se inclinó un poco.
No eran errores. Era sabotaje.
Su madre interceptaba el correo. Lo escondía, quizá falsificaba respuestas. Le venían frases a la cabeza:
“Esa Vero es una egoísta, te dejará tirada”
“¿Alejandro? ¡Te arrastrará! ¿Adónde iríais sin mí?”
“¿Prácticas? Es una estafa. ¿Quieres fregar platos en Barcelona?”
Y ella lo creyó.
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Marina pasó la tarde con las cartas. Luego fue a la cocina, se sentó frente a su madre. La verdad ya no podía esconderse.
“Encontré las cartas. De Vero. De Alejandro. Las de Barcelona.”
María Luisa ni se inmutó. Solo resopló:
“¿Y qué?”
“¿Las escondiste?”
“Claro. Veía que no tenías juicio para decidir. Vero es una trepa, Alejandro un inútil, y en Barcelona te habrían estafado. ¡Te protegía!”
“Eso no es protección. Es control”, dijo Marina en voz baja. “Me robaste mis decisiones.”
“¡Soy tu madre! ¡Yo sé lo mejor!”
“Querías que estuviera a tu lado. Siempre. Dependiente. No solo interceptabas cartas. También le decías a papá que no le importaba. Destruiste nuestra relación. Y mi vida.”
“¡Tonterías! ¡Sin mí estarías perdida!”
“¿Y no pensaste que contigo me perdí? Dejé atrás todo lo que pude ser.”
María Luisa calló un segundo. Sus ojos mostraron algo parecido al miedo—o al vacío. Luego se reclinó y susurró:
“Tenía miedo de quedarme sola.”
—
Una semana después, Marina empacó. Alquiló un piso cerca. Alejandro ayudó a mudar los muebles, Sofía empezó en otra guardería. La abrazó cuando ya no pudo más y lloró sobre una caja de libros.
“Lo reconstruiremos, ¿vale? Pero ahora bajo nuestras reglas.”
—
María Luisa murió cuatro meses después. Marina igual la visitaba—llevaba comida, supervisaba a la cuidadora. Pero por dentro era otra. No la niña que buscaba aprobación. Sino una mujer que, por fin, se permitía vivir.
En el funeral hubo poca gente. Unas vecinas, la enfermera a la que insultaba. Nadie dijo “era una buena mujer”. Solo: “Tenía carácter.”
Marina no lloró. Estuvo de la mano de Sofía bajo el cielo gris. Silencio—el primer regalo real que su madre le dio.
—
Un año después, llegó una carta de Vero. Un número y un mensaje:
“Siempre te esperé. Si estás lista, aquí estoy.”
Marina miró el móvil. Llamó.
“¿Vero?”
“¿Marina? ¡No lo creo! ¿Eres tú?”
“Soy yo. He vuelto. A mí misma.”
—
Esa noche, Marina estaba en el balcón. Alejandro jugaba con Sofía. Escuchaba sus risas, bebía té verde y vio una paloma desplegar las alas en el tejado, como recordando: se puede volar, aunque te tuvieran enjaulada.
Entró corriendo cuando sonó el teléfono.
“¿Y bien?”—la voz de Vero, igual de segura que antes, pero más suave.
“No me creo que seas tú.”
“Pues créetelo. Soy yo. La de verdad. La que volvió.”
HabY mientras la paloma levantaba el vuelo hacia el atardecer, Marina supo que, por primera vez en su vida, el aire que respiraba era completamente suyo.