La lámpara que casi descompone una familia

**La lámpara que casi rompe la familia**

—Lucía, Javier, ¿quién de los dos rompió mi lámpara? ¡Era el recuerdo de Antonio! —Carmen Álvarez golpeó la mesa de roble en el salón de la antigua casa de los Delgado, y el polvo se levantó del mantel gastado, bordado con margaritas. La casa, construida en los años treinta, olía a madera vieja, naftalina, cocido recién hecho y un leve moho del sótano. La lámpara antigua, con base de bronce en forma de vid y pantalla verde, que Carmen guardaba como memoria de su difunto marido Antonio, yacía en el parqué descolorido: la pantalla arrugada, la pata agrietada y los cables al descubierto. Su pelo canoso estaba recogido en un moño tirante, su bata floreada ondeaba y las gafas de carey se empañaron de rabia mientras sus manos temblaban, aferrándose al borde de la mesa.

Lucía, la nieta de quince años, saltó del sofá hundido. Su melena oscura estaba revuelta y la camiseta negra de gatitos se subió, dejando al descubierto el cinturón de sus vaqueros. Señaló a su hermano pequeño con un dedo acusador.

—¡Abuela, no fui yo! —gritó, sus zapatillas chirriando en el suelo—. ¡Fue Javier, siempre tira todo! ¡Ayer estuvo jugando aquí con el balón!

Javier, un chaval de doce años con una sudadera azul arrugada, dejó a un lado la tablet donde jugaba a carreras. Su pelo pelirrojo estaba alborotado y sus ojos se abrieron de indignación.

—¿Yo? ¡Lucía, estás mintiendo! —saltó de su sitio—. Abuela, lo juro, ¡ni toqué tu lámpara! ¡Fue Lucía, ayer estaba grabando sus tiktoks aquí, saltando como una cabra!

Carlos, el hijo de Carmen, entró en el salón. Su chaqueta de trabajo, impregnada de aceite de motor y metal, colgaba de sus hombros. Era mecánico en un taller, su barba brillaba de sudor y las ojeras delataban las largas noches de turnos.

—Mamá, basta de gritar, se escucha en toda la casa —dijo, colgando la chaqueta en un perchero chirriante—. Es solo una lámpara vieja, ¡un trasto! ¿Para qué montar un cirio por esto?

Marta, la nuera de Carmen y madre de los niños, colocaba los platos en la mesa. Su pelo rubio escapaba de una coleta descuidada, el delantal manchado de cocido y harina se movía con cada gesto, y su rostro estaba cansado de cocinar y limpiar.

—Carlos, no empieces —dijo con voz tensa—. No es un trasto, es la lámpara de tu madre, le importa porque la recuerda a Antonio. Lucía, Javier, ¿quién fue? ¡Decidlo y solucionamos esto!

La lámpara rota ya no era solo un objeto estropeado, sino un símbolo de la discordia familiar, donde cada uno veía reflejadas sus propias heridas, cansancio y falta de atención.

Al caer la tarde, la discusión estalló de nuevo. El salón, iluminado por una lámpara de techo con pintura descascarada, retumbaba con las voces. Carmen cosía un calcetín de lana en su sillón desgastado, la aguja brillaba bajo la luz mientras el ovillo rodaba por el brazo del sillón. Carlos bebía té de una taza agrietada con la leyenda *”Mejor Mecánico”*, y el periódico con el crucigrama estaba arrugado sobre la mesa. Marta fregaba los platos en la cocina, pero su voz llegaba por la puerta abierta, donde olía a cocido y perejil. Lucía hojeaba su libro de biología, los auriculares colgando de su cuello, mientras Javier construía una torre tambaleante con bloques que al instante se derrumbaban con un golpe sordo.

—Lucía, ¡yo te vi ayer grabando esos bailes aquí! —Carmen ajustó sus gafas en la nariz—. ¡La lámpara no se cayó sola!

Lucía arrojó el libro al sofá, sus mejillas enrojecieron y su voz tembló.

—Abuela, bailé, pero no toqué la lámpara —gritó, su coleta oscilando—. ¡Fue Javier, esta mañana iba dando patadas al balón contra la pared!

Javier saltó, los bloques se esparcieron por el parqué y su sudadera se subió.

—¿Yo con el balón? ¡Lucía, lo haces a propósito! —señaló a su hermana—. ¡Estaba en mi cuarto jugando! ¡Abuela, ella miente!

Carlos dejó la taza bruscamente, el té salpicó el mantel.

—Mamá, es una lámpara vieja, ¿por qué te pones así? —se frotó las sienes—. En casa hay lío, yo curro doce horas en el taller y vosotros armáis jaleo por un cacharro como si estuviéramos en el Rastro.

Marta salió de la cocina, secándose las manos en el delantal. Sus ojos brillaron y las cejas se fruncieron.

—Carlos, ¡no es un cacharro, es el recuerdo de Antonio! —su voz tembló—. Y no presiones a los niños, no tienen la culpa, solo son críos. Carmen, resolvamos esto sin gritos.

Carmen se levantó, su bata hizo un susurro al moverse y la aguja se le cayó, pinchándole un dedo.

—¿Recuerdo? Marta, ¡esta lámpara es todo lo que me queda de Antonio! —sus ojos brillaron de lágrimas—. Bajo ella leíamos cartas, planeamos nuestra boda… ¡Y vosotros… me tratáis como a una vieja inútil en mi propia casa!

Lucía se levantó de un salto, su mochila cayó del sofá y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Abuela, ¡no quise romper nada! —gritó—. Pero siempre nos gritas como si fuéramos tus enemigos. ¡No aguanto más, me voy! —Salió corriendo, la pesada puerta de madera se cerró de un portazo, sus zapatillas repiqueteando en el porche.

Javier dejó escapar un grito, su tablet se le cayó de las manos, rompiéndose la pantalla.

—¡Lucía! —corrió hacia la ventana—. Abuela, ¡no fui yo, pero la encontraré, te lo prometo!

Marta corrió hacia la puerta, el delantal enganchado en una silla.

—¡Lucía, vuelve ahora mismo! —pero la calle estaba en silencio, solo el ladrido lejano de un perro respondió.

Carlos se puso en pie, pálido, los puños apretados.

—Maldita sea —dijo, cogiendo la chaqueta—. Mamá, lo siento. No debí llamarla trasto. Iré a buscar a Lucía.

Carmen se dejó caer en el sillón, las gafas empañadas.

—Encuéntrala, Carlos —murmuró—. Y perdóname… me pasé.

La lámpara en el suelo era el símbolo de su ruptura, y la huida de Lucía, la señal de que la familia se resquebrajaba como la pantalla agrietada.

Al día siguiente, Marta buscó a Lucía por los patios vecinos, donde olía a hierba mojada, carbón de barbacoas y flor de azahar. Llamó a la puerta de la vecina, tía Rosario, que regaba los geranios en el porche con un pañuelo deslizado sobre la frente.

—Marta, ¿qué jaleo hubo anoche? —preguntó la tía Rosario, jugueteando con la regadera—. ¿Dónde está Lucía? La vi esta mañana, iba hacia el parque, llorando.

Marta asintió y caminó hacia el parque, donde encontró a Lucía sentada junto al estanque, abrazando sus rodillas, y al acercarse, la joven levantó la mirada y murmuró: “Lo siento, mamá, no quise irme”, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla y el sol de la tarde pintaba de oro el agua quieta.

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