Carmen limpiaba el polvo en el estudio de su marido cuando el trapo rozó una pila de papeles al borde de la mesa. Las hojas cayeron al suelo y, mascullando entre dientes, se agachó para recogerlas. Bajo el sillón brilló algo: un objeto negro y pequeño. Estiró el brazo y sacó un móvil con funda desgastada.
—Qué raro— murmuró, girando el teléfono en sus manos.
El último iPhone de Luis siempre estaba en el bolsillo de su chaqueta o en la mesilla de noche. Este, en cambio, era más barato, sencillo y… desconocido. Pulsó el botón: la pantalla se iluminó mostrando la hora y la fecha. Sin contraseña. El corazón de Carmen se encogió y un nudo subió a su garganta.
Se dejó caer en el sillón sin apartar la mirada del aparato. En veintitrés años de matrimonio habían pasado de todo: peleas, rencores, desconfianzas. Pero un segundo móvil… Carmen nunca se consideró una esposa celosa. Confiaba en Luis, estaba orgullosa de su matrimonio. Y ahora le daba miedo descubrir los secretos que podía esconder esa cajita negra.
“Veintitrés años juntos, dos hijas… ¿Todo para nada?” Los pensamientos giraban en su cabeza mientras sus dedos navegaban por el menú. No había fotos. Solo unos pocos contactos: números sin nombre, solo con iniciales. Y mensajes… Carmen se quedó quieta al ver un chat con “A.S.”.
“Hoy a las 19:00, como siempre?” escribió Luis tres días atrás.
“Sí, te espero” fue la respuesta breve.
Dos días después:
“Gracias por ayer. Todo perfecto como siempre” envió su marido.
“Me alegra que te gustara. ¿Mañana puedes?” respondió A.S.
“Intentaré, pero no prometo nada. Carmen sospecha algo” escribió Luis.
A Carmen se le nubló la vista. ¿Ella? ¿Sospechando? ¡Ni siquiera había pensado en eso hasta ese momento! Una mezcla de rabia, decepción y tristeza le quemó el pecho. ¿Veintitrés años de confianza destruidos así?
Abajo sonó la puerta de entrada. Luis había vuelto antes de lo habitual. Carmen, nerviosa, escondió el teléfono en el bolsillo de su bata y agarró el trapo, fingiendo seguir limpiando.
—Carmen, ¿dónde estás?— la voz de Luis resonó en el recibidor.
—En el estudio, ordenando— respondió, forzando naturalidad.
Luis apareció en la puerta: alto, delgado, con traje elegante. A sus cincuenta, parecía más joven que otros hombres de su edad y seguía atrayendo miradas. Antes, a Carmen le enorgullecía. Ahora, sintió un escalofrío.
—¿Cómo fue tu día?— preguntó, limpiando con ahínco un estante.
—Normal— se aflojó la corbata y se estiró—. Cansado. Un cliente exigente me quitó tres horas.
“¿Qué cliente? ¿A.S.?” quiso preguntar, pero se contuvo.
—¿Y tú por qué tan temprano?— se giró hacia él, buscando en su rostro señales de mentira.
—Te extrañé— se acercó y la abrazó por detrás, enterrando la nariz en su cuello. Olía a su colonia habitual y un poco a tabaco, aunque había dejado de fumar hacía cinco años. Ese aroma le pinchó desagradablemente.
—Voy a darme una ducha— Luis le dio un beso en la mejilla y salió.
Al quedarse sola, Carmen se sentó en el sofá. ¿Qué hacer? ¿Armar un escándalo? ¿Vigilarlo? ¿Preguntarle directamente? El teléfono ajeno pesaba en su bolsillo. Lo sacó y revisó los mensajes de nuevo. Nada explícito, ni confesiones de amor ni fotos íntimas. Pero el mero hecho de tener un móvil secreto decía mucho.
La cena transcurrió con tensión. Comieron juntos, vieron una serie, hablaron de sus hijas. La mayor, Sofía, vivía en otra ciudad con su marido y su hijo de dos años. La pequeña, Marta, terminaba la universidad. Luis actuaba con normalidad: hablaba del trabajo, bromeaba, se interesaba por sus cosas. Nada sospechoso si no supiera del móvil oculto.
A las diez, él se fue a duchar y Carmen decidió actuar. Revisó los bolsillos de su chaqueta y su maletín. Nada. Pero en un bolsillo lateral encontró una tarjeta: “Alba Sánchez” con un número de teléfono. ¿La A.S. de los mensajes?
El ruido del agua cesó. Carmen devolvió todo a su lugar y se metió en la cama, fingiendo dormir. El corazón le latía tan fuerte que temió que Luis lo oyera.
Por la mañana, lo observó mientras dormía. Su rostro, tan familiar y querido, ahora le parecía extraño. ¿Cómo pudo hacerle esto? ¿Qué le faltaba después de tantos años?
En el desayuno, no aguantó más:
—Luis, ¿eres feliz conmigo?— preguntó, removiendo el azúcar en su café.
Él alzó las cejas, sorprendido:
—¿Por qué preguntas eso?
—Solo responde— insistió.
—Claro que soy feliz— cubrió su mano con la suya—. Veintitrés años juntos, no son pocos.
Su contacto, antes cálido, ahora quemaba.
—¿Y no… deseas algo más? ¿A alguien más?
Luis frunció el ceño:
—Carmen, ¿qué pasa? Estás rara desde ayer.
—Solo dime.
—No necesito nada ni a nadie más— dijo con firmeza—. Eres mi esposa, la madre de mis hijas, mi apoyo. ¿Qué tonterías se te ocurren?
Sus palabras sonaban sinceras, pero Carmen ya no sabía en qué creer.
Cuando Luis salió, buscó a Alba Sánchez en internet. Era fisioterapeuta con consulta privada. En sus redes sociales, una mujer atractiva de unos cuarenta años con pelo rojo intenso y figura esbelta.
“Así que esa es A.S.” La amargura le subió a la garganta.
Esa tarde llamó a su amiga Elena.
—¿Sabes qué? Encontré un segundo móvil de Luis— dijo con voz temblorosa.
—¿Qué? ¿En serio?— exclamó Elena.
Carmen le contó todo: los mensajes, la tarjeta, la fisioterapeuta pelirroja.
—Ay, Carmen…— suspiró su amiga—. ¿Qué vas a hacer?
—No sé— su voz quebró—. Veintitrés años… Pensé que todo iba bien.
—Quizá no es lo que parece— sugirió Elena—. Habla con él.
—¿Y qué digo? “Te espié y encontré tu móvil secreto”?
—Mejor eso que vivir con dudas.
Después de la llamada, Carmen se sintió más confundida. Quería gritar y sacar su dolor, pero también temía destruir lo construido en años. ¿Habría una explicación? ¿Qué excusa podía haber para un móvil oculto?
Esa noche, Luis llegó con un ramo de sus flores favoritas, claveles rojos.
—¿Esto por qué?— se sorprendió Carmen. ¿Flores por culpa?
—Porque sí, quería alegrarte el día— sonrió y le dio un beso en la mejilla—. Estás triste estos días.
—¿En serio?— intentó sonreír.
Durante la cena, el móvil en su bata parecía palpitar. Finalmente, no pudo más:
—Luis, ¿qué dirías si yo… tuviera un móvil secreto?
Él atragantó con el vino.
—¿Cómo?
—Un teléfono oculto. Para hablar a escondidas.
Arrugó la frente:
—Pues te preguntaría qué escondes, pero de verdad, ¿a qué viene esto?— dejó el tenedor y la miró fijamente.