Demasiado cariño
Lucía se despertó por el olor a cebolla frita y un ruido extraño. La habitación estaba oscura, pero al otro lado de la pared retumbaban cacerolas y algo burbujeaba.
—¿A las seis de la mañana, en serio?— susurró, envolviéndose en la bata.
En la cocina, con un delantal rojo que decía “Reina de la cocina”, estaba su suegra, Carmen López. Movía hábilmente hamburguesas en una sartén enorme, tarareando “La Macarena” a todo volumen.
—¡Buenos días, Lucita!— dijo alegre, sin volverse—. He pensado en mimaros con hamburguesas. ¡Caseras! Sin pan, como le gusta a Javier.
—Javier duerme— intentó sonreír Lucía—. Y yo también. Es sábado.
—¡Ay, cielo! ¡A quien madruga, Dios le ayuda! Yo desde las cinco en pie, ducha, un paseo por el patio, ejercicio, ¿sabes? Luego pensé: ¡hay que alimentar a esta familia!
Lucía se sirvió café lentamente. Mientras tomaba el primer sorbo, irrumpió su madre, Isabel Martínez, en leggings y con una esterilla de yoga bajo el brazo.
—Lucía, ¡buenos días! ¿No lo habías olvidado? ¡Hoy tenemos pilates!
—Isabel— sonrió Carmen con un dejo de hiel—, ¿ya de vuelta?
—¡Claro!— respondió Isabel, animada—. He corrido por el barrio, buscado hierbas frescas y he encontrado un estudio de yoga. Por cierto, Carmen, hamburguesas a esta hora… exceso de grasa, ¿no?
—Prueba antes de criticar— avanzó un paso la suegra—. Son de pechuga, nada de grasa. Javier las ha comido desde niño.
—¡Lucía no come fritos!— replicó Isabel—. Tiene el estómago delicado, siempre le he cocinado al vapor.
Lucía hundió la cara en las manos.
Era el infierno. Un infierno doméstico.
Por la noche, escena número dos en el baño.
—¿Por qué mi esponja está en el suelo?— gritó Carmen desde el baño.
—Quizá porque la tuya empujó a las demás— respondió Isabel.
—¿Yo? ¡Yo soy ordenada! ¡Son tus tarros los que invaden todo! ¡No puedo abrir el váter!
—¡Son hierbas curativas!
—¡Son basura, Isabel! ¡Basura!
Lucía cerró el portátil. Era imposible trabajar.
—Javier— dijo en voz baja—. Necesitamos hablar.
—Ahora no— esquivó él—. Estoy en la final del torneo.
—Javier— se levantó—. O hablamos o me voy al cobertizo.
Pulsó pausa en el mando y suspiró:
—¿De qué?
—De que hay dos mujeres en esta casa y ambas creen que es su cocina, su baño y su hijo.
—Es temporal…
—Llevamos tres semanas— dijo entre dientes—. Ya no tomo café por las mañanas porque hay guerra en la cocina. No puedo usar el baño porque está tomado por cremas. Ayer tu madre reorganizó mis libros por altura. La mía canceló Netflix para ver “Famosos sobre hielo”.
—Quieren lo mejor…
—Sí— se levantó—. Mañana se quemarán en una hoguera hecha con mis novelas.
Al día siguiente, la gran batalla.
Carmen empezó su “sopa de cocido especial”. Isabel sacó su as bajo la manga: “crema depurativa sin sal”. Ambas empezaron a picar repollo en paralelo.
—¡A Javier le encanta mi cocido!— declaró Carmen.
—¡Porque lo acostumbraste mal!— replicó Isabel—. A los treinta hay que comer sano.
—¡El amor de madre es más importante que tu gimnasio!
—¡El gimnasio es salud! ¡Tu cocido es un infarto en plato!
Lucía estalló:
—¡Basta! ¡Yo tampoco como cocido ni sopa sin sal! ¿Dónde están mis cereales?
—Los tiré, tenían grasas— respondieron al unísono.
—¿Qué?
Lucía salió a la calle. Lloviznaba. Se puso la chaqueta, tropezó con el perro y caminó sin rumbo.
Una hora después, Javier la alcanzó en bicicleta, con paraguas y termo de café.
—Lo entiendo— dijo—. Esto es demasiado.
—¿Ahora?— no lo miró.
—Hablaré con ellas.
—No hables. Soluciona.
Esa noche, reunión familiar.
—Queridas madres— empezó Lucía—. Os queremos. Pero vivir con vosotras es como meter un león y una pantera en la misma jaula.
—¿Quién es la pantera?— protestó Carmen.
—Obvio, yo soy el león— dijo Isabel.
—¡Basta!— Javier alzó las manos—. Tenemos una solución. Hay un apartamento de invitados. Pero es uno. Así que rotaremos.
—¿Qué?— fruncieron el ceño.
—Cada una vivirá allí por semanas alternas.
—¡No puedo vivir sin cocina!— dijo Carmen.
—Tiene cocina— dijo Javier.
—Yo necesito bañera con sales— dijo Isabel.
—Hay ducha y difusor— dijo Lucía—. O se van las dos.
—¡Chantaje!— dijo Carmen.
—Libertad— respondió Lucía.
A la mañana siguiente, olía a café. Solo. Sin hamburguesas.
Lucía salió al patio. Las dos madres tomaban té en silencio.
—Hemos decidido rotar— dijo Carmen.
—Pero yo entro primero— dijo Isabel.
—¿Por qué tú?
—¡Porque soy mayor!
—¡Madres!— Lucía alzó la voz—. O rotáis o me voy con el perro y la esterilla.
Se miraron. Y rieron.
—Carmen, quizá merezcas entrar primero— dijo Isabel.
—Gracias. Lo… valoro.
—No como tu cocido. Pero huele bien.
—¿Te enseño mi versión ligera?
—¿Y tú me enseñas tu bizcocho sin harina?
Lucía cerró los ojos. Paz. Silencio. Y café.
Una semana después…
La paz duró hasta el sábado.
Lucía disfrutaba su primera noche tranquila. Sin fritos, sin aspiradora a las siete, sin lecciones sobre vitaminas o “cómo te casaste con un hombre que no sabe hacer sopa”. Javier roncaba abrazando la almohada. El perro no ladraba. Todo era perfecto.
Hasta que sonó el timbre.
En la puerta estaba… la abuela de Javier.
—¡Hola, Lucita! Vine a ver a la familia. A mi nieto, mis bisnietos… ya sabes.
—¿Bisnietos?— Lucía parpadeó—. No tenemos hijos.
—Ay, es por si acaso— entró con maleta—. ¿Dónde están mis niñas?
¿Niñas?— pensó Lucía—. Oh, no…
Carmen apareció radiante:
—¡Mamá! ¡Llegaste!
Isabel salió del apartamento:
—¿Quién grita tan temprano? ¡Ah, abuela Lola!
—¿Tú sigues aquí?— dijo Lola—. Pensé que estarías en la playa.
—Y yo que usted en el balneario— sonrió Isabel.
—Ahora somos tres— murmuró Lucía—. Tres mujeres, tres recetas, tres opiniones.
Lola era práctica: estricta, económica, con humor de “garbanzos secos son la mejor cena”. Organizó la nevera, desterró “ensaladas sospechosas” y se instaló frente al televisor viendo “Saber y ganar” con su cuaderno.
—Apunto palabras, ejercito la mente— dijo orgullosa.
—Podría usar el móvil— murmuró Isabel.
—El móvil no es compañía— cortó Lola—. YLucía tomó aire profundamente, miró al cielo mientras las risas y los gritos se mezclaban en la cocina, y supo que, al fin y al cabo, el amor de una familia —por caótico que fuera— era el único condimento que realmente hacía sabrosa la vida.