**Diario Personal**
Los copos de nieve caen suavemente. Después de veinte años juntos, es normal que haya momentos tensos en un matrimonio. A Lucía y a Alejandro no les ha pasado desapercibido.
—Veinte años junto a Alejandro, tantas cosas vividas, criando a nuestro hijo Álvaro, que ahora estudia en la universidad. Debería llamarle, ver cómo le va con su vida independiente en la residencia de estudiantes. Y nunca se queja— pensaba Lucía, arropada en su sillón con una manta.
Su hijo siempre ha sido tan testarudo como ella. Lo sabe, por eso conectan tan bien. Es como un reflejo de sí misma. No llegaron a tener un segundo hijo, aunque ella alguna vez lo deseó. Pero la vida es tan complicada que ahora cree que fue la decisión correcta.
Se conocieron en la universidad, se casaron en tercero, y en cuarto, nació Álvaro. Menos mal que su madre les ayudó, no tuvo que dejar los estudios. Junto a Alejandro, terminaron la carrera.
No fue fácil al principio. Los primeros años, apretados de dinero, pero con el tiempo, como dice el refrán: «Todo pasó, como nube de verano…».
Alejandro se esforzó, entró en una gran empresa, un puesto importante, ascendiendo poco a poco. Ahora es subdirector general. Lucía no tuvo tanta suerte en ese aspecto, aunque tampoco ambicionó tanto. Trabaja como administrativa en otra oficina.
—Podría meterte en mi empresa, pero no quiero que trabajemos juntos— le dijo Alejandro un día—. Luis metió a su mujer, y ahora solo tienen peleas en casa. La celosa hasta de la señora de la limpieza.
—No te preocupes, Ale. El trabajo es una cosa, la familia otra. Opino lo mismo— respondió ella, y él se sintió aliviado.
Alejandro es un hombre serio. No es de esos que andan detrás de otras mujeres. Bueno, nadie es perfecto, le gusta admirar la belleza, pero nunca ha sido infiel. Un poco de coqueteo inocente, quizá. ¿Qué hombre no? A veces, ellas mismas se insinúan.
Lucía sí que le celaba. A veces estallaba en discusiones, incapaz de contener su inseguridad. Ahora, sentada en el sillón, miraba la nieve caer mientras hipnotizaba la pantalla del móvil, donde la sonrisa de Alejandro, esa barba de dos días, le resultaba tan familiar y querida.
Silencio en el piso. Su rostro seguía sonriendo, pero a ella le dolía.
—Sonríe, y a mí me duele. Podría llamar, pero me ahogo en esta soledad— pensó—. Todo por no tragarse el orgullo y aceptar esa separación temporal. Ahora, quizá sea demasiado tarde…
Hace seis meses, Alejandro le contó:
—Hay una fiesta en la oficina, por el aniversario de la empresa. El jefe ha dicho que todos deben ir con sus parejas. Así que, mujer, prepárate…
—¡Ay, Ale! Necesito un vestido nuevo… Quiero estar guapa.
—Como quieras, ¿cuándo vamos?
—El sábado, a los centros comerciales— decidieron.
Eligió un vestido elegante, de esos que hacen parar a los hombres. Hasta Alejandro se quedó boquiabierto.
—Madre mía, Lucía, ¡qué belleza!
—¿Y qué esperabas?— rió ella, orgullosa.
Ahora, recordaba esa fiesta. La imagen que más le dolía: Alejandro bailando con las compañeras, sonriendo, sobre todo con Sandra, la contable, en ese vestido rojo ceñido, susurrándole al oído y riendo juntos.
A ella la dejó con Luis, divorciado, que no paraba de hablar de su viaje a Tailandia. Fingía interés, pero su corazón ardía. Alejandro la invitó a bailar, le preguntó si lo pasaba bien, pero ella solo asentía.
Esa noche, al volver, él notó su malestar.
—No me gustó cómo te comportaste— dijo ella, quitándose el maquillaje.
—¿Esperabas que me pegara a ti toda la noche? Ellas me invitaron, ¿no lo viste?
—Sí— contestó, sabiendo que exageraba—. Pero preferiría eso a verte con Sandra, riéndote como si…
—Lucía— suspiró él, cansado—. Estoy harto de tus celos. Ya no es la primera vez.
—Mejor paranoica que cornuda— replicó ella, seca.
—Pues quizá necesitemos un tiempo separados.
Ella contuvo las lágrimas, volviéndose hacia la ventana. Su orgullo le impidió retroceder, decirle que no quería eso. Que lo celaba porque lo amaba, porque tenía miedo de perderlo.
—Yo también lo creo— mintió.
Afuera, una tormenta estalló, truenos y relámpagos iluminando la habitación.
Al día siguiente, él se fue con una maleta.
Ahora, sola, reflexionaba:
—¿Debería haberle dicho más veces que lo amo? ¿Confiar más? Sé que nunca me engañaría. Y no debí aceptar esta separación. Ya no es una pausa… es el principio del fin.
Siempre lo supo demasiado tarde.
Ella nunca miró a otros hombres. Solo a él.
La nieve seguía cayendo, alfombrando la ciudad.
El móvil vibró. Era su madre.
—Lucía, cariño, ¿cómo estáis?
—Bien, mamá— mintió.
—Este año, como siempre, esperamos a toda la familia en Nochevieja. Que venga Álvaro también.
No tuvo valor para contarle la verdad.
—Vendremos— prometió.
Le encantaba celebrar en su pueblo, al pie de las montañas. Esquiar, el té caliente junto a la chimenea, las películas antiguas, los pasteles de su madre…
Colgó, sintiéndose peor.
—¿Ll*”Entonces, con el corazón latiéndole fuerte, marcó el número de Alejandro y, cuando él respondió con ese tono cálido que tanto extrañaba, supo que quizá, solo quizá, aún había tiempo para volver a empezar.”*