—¡No, no y mil veces no! ¡Carmen de los Ángeles, por favor, entérese de una vez que es imposible! ¡Tenemos un pisito minúsculo, casi un estudio con litera de IKEA! —Víctor recorría la cocina moviendo manos como aspas de un molino.
—Ay, por Dios, ¡qué exagerado eres, Victorito! ¡No es minúsculo, tiene dos habitaciones! La del niño es pequeñita, pero yo me apaño perfectamente. Lucía y tú necesitáis ayuda, ¡un bebé da más trabajo que una feria en agosto! —la suegra abrazaba su bolso como si fuese un escudo y miraba al yerno con el orgullo de quien les hace un favor al quedarse.
—Mamá, lo llevamos bien, ¡en serio! —Lucía intervino desde la puerta con el pequeño Javier en el pecho—. Víctor tiene razón, aquí no cabe ni un alfiler.
—Lucía, ¡no metas cuchara donde no te llaman! ¿Ahora me sales con eso de que “lo lleváis bien”? —la suegra agitó el dedo como batuta—. Pareces un espantapájaros, con esas ojeras que ni el culo de un vaso, ¡y flaca como un espárrago! ¿Sabes lo que pasa? ¡Que sin mí, el niño os va a dejar más secos que un lunes de resaca!
Víctor respiró hondo, contando hasta diez en alemán para no perder los nervios:
—Doña Carmen, Lucía y yo llevamos cinco años casados. Ni una pelea seria. El niño no va a cambiarnos.
—Ay, la juventud… ¡Todo sabeis más que nadie! —remató con un ojo al cielo—. ¿Y lo de que las mujeres después del parto están como cabras, lo has pensado? ¿Quién le va a preparar los calditos de alubias para la leche?
Lucía cerró los ojos. Cuando su madre mencionaba caldos y hierbas, era batalla perdida.
—Ya tengo las maletas listas y el billete de vuelta en dos meses. Os ayudo un poco y ya veremos.
—¿DOS MESES? —saltaron al unísono.
Carmen hizo caso omiso y se dirigió al recibidor, donde esperaban dos maletas tamaño elefante.
—Víctor, ¿me ayudas con esto? Ah, y la cuna del niño a vuestro cuarto, que yo duermo como una almendra en el sofá.
El yerno miró a su mujer en busca de refuerzo, pero ella solo encogió hombros. Contra el tsunami Carmen, no había resistencia posible.
—Vale —masculó Víctor—, pero solo un mes.
—Un mes, dos… ¡Bah! —la suegra agitó la mano como espantando un mosquito—. Ya se verá.
Lucia sonrió forzada y escapó a dar el pecho al niño. Víctor, resignado, cargó las maletas.
En cuestión de horas, la suegra reorganizó la casa como un general en campaña: horarios de lactancia, paseos, menús semanales e incluso decretó cuándo Víctor debía trabajar horas extra (“Para que no estorbes”).
—¡Víctor! ¿Qué es esto? ¡Ir arrugado a la oficina como un estropajo! —vociferó una mañana.
—Doña Carmen, anoche no pude planchar porque usted puso *Cuéntame* a full volume y Javier no dormía.
—¡Ahí lo tienes! —exclamó triunfal—. Sin mí, esto es el caos. Dame esa camisa. Y que quede claro: ¡la sobremesa sin tele es como un domingo sin sol!
Tras una semana, Víctor sentía que su sanidad mental pendía de un hilo más fino que el jamón ibérico. No podía ni comer sin que Carmen comentara cada bocado.
—Lucía, esto es insosten—Lucía, esto es insostenible —susurró Víctor mientras su suegra salía al Mercadona—; tu madre maneja este piso como si fuese su cortijo andaluz.