Claro, ya están llegando mis cuñados, ¿verdad que nunca dejan de viajar? – Antonia Reyes apuraba sus bizcochos de almendra con crema de almendras bañados en nata con gotas de limón, mientras que sus palabras salían como si diera órdenes. – ¿Té vamos a tomar o quieres probar mi licor casero?
Mamá, ¿licor a esta hora? – Lucía sonrió mientras negaba con la cabeza, aunque sus ojos brillaban. – Anda, una gota no mata, que sí que es un día especial.
¡Porque sí que lo es! – Antonia se puso las manos en la cara como si estuviera desesperada. – Dios, ¡cómo debo de haber extrañado a mi hija! Seis meses…
Vicente alzó un poco los ojos desde la ventana, pero afortunadamente Antonia y su mujer no lo vieron. Desde primera hora estaban en Guadalajara, a tres horas de Madrid, él se había ofrecido a venir por cariño y porque ella insistió con cara de cachorrito. Su suegra los recibía como si fueran hijos pródigos que regresaran al hogar. Abrazos, besos, jadeos…
Mamá, te traje recuerdos veraniegos – Lucía revisaba el bolso, nerviosa.
Déjate estar, mujer. A ver si miras algo más que tus recuerdos. ¡Vicky, come más! Estás muy delgada.
¡Gracias, mamá, pero sí maquetas! – Vicente forzó una sonrisa mientras los ojos se le llenaban de un dolor silencioso. – La comida no anda mal, aunque ya ni sordo ciego, con el reloj a la hora.
¡¡Eres un payaso!! – Antonia le apuntó con el dedo, pero ya estaba recogiendo la licorera. – ¡Y tú, triunfador, no te enjabones tanto! ¡Y si eres tu sobrino, pues que se junte!
Antonia fue a la cocina a por las copas, y Lucía se acercó a su marido con cuidado:
Vicentito, por favor, no empieces. Sólo será una semana, ya verás cómo pasa…
¿Una semana? – Vicente casi se atragantó. – Habíamos dicho dos días, fin de semana, y listo. No más, que ya es lunes.
Mamá lo espera hace tanto tiempo, tiene tantas cosas preparadas… – Lucía le apretó la mano y sus ojos brillaban. – Te lo agradecería tanto, y si te da por trabajar, ya sabes que puedes.
Vicente suspiró. Porque no tenía más remedio. Su Lucía era dulce y entregada, pero cuando estaba con su madre se volvía dura como una roca.
Lucía, perdona, pero nosotras tenemos planes – sonó la voz de Nicolás Sotillos desde el pasillo. ¡Sobrino, coge las cañas y vayamos a pescar!
Vicente se levantó como si le hubieran enchufado una bombilla. Por escapar de Antonia, por pasar un rato con Nicolás, que era otro mundo…
Con mucho gusto – le brillaban los ojos.
¡¿Y qué pesca?! – Antonia regresó con la licorera y las copas. – Estos chicos tienen que descansar después del viaje.
Mamá, el mejor descanso es cambiar de rutina – Nicolás se ajustó la gomilla de los calcetines. – Iré con él un par de horas, el mediodía comemos aquí y nos vamos. Tú se lo arreglas con Lucía, ya sabes cómo es.
Vicente casi le besaba la mano a su suegro por salvarlo. Pero no contaba con lo que seguía.
¡No, ni hablar! – Antonia ya había servido las copas y lo miraba con cara de no pasar ni en soñado. – Primero nos sentamos, bebemos, me cuento todo lo que vaya y punto.
Bueno, mamá, entonces me llevo también al papá junto con vosotros – Nicolás suspiró y le guiñó un ojo a Vicente. – No te preocupes, a medianoche me incrusto con ellos y listo.
Y allí estaban, sentados en una mesa redonda con una manta de lino vieja pero blancísima. Vicente trataba de sonreír, pero con cada palabra que salía de Antonia se le iba más la gracia.
¿Te acuerdas, hija, de cuando te aprendiste aquella copla en el colegio? – Antonia ya había extraído los recuerdos.
Claro, mamá – Lucía sonrió mientras recordaba. – Entre otras, gané segundo… lugar.
¡No, el primero! – Antonia la corrigió como si estuviera al pie del cañón. – El premio fue para Verónica, porque su madre era amiga de la directora.
Vaya, esto se presentaba interesante – Vicente dio un trago al licor, que era más delicioso de lo que esperaba. Su psiquiatra, amigo de la carrera, le había enseñado a contar hasta diez cuando las cosas se ponían feas.
Mientras, Antonia seguía con las anécdotas:
Y cuando ibas al instituto, ¿me acuerdas de aquel vestido en púrpura, con pliegues…
Sí, mamá – Lucía asentía con la cabeza. – Era precioso, aunque la camiseta que me hice era blanca con bordado…
¡¡No es blanca, es blanquilla!! – Antonia volvió a corregir, como si fuera una ofensa. – ¿Cómo se te va a olvidar que era blanquilla?
Vicente ya había contado hasta veinte, sin remedio. Notó que Nicolás, בלי ostentación, cogía un periódico y se tapó la cara, aunque lo tenía al revés.
Y, sin más, Antonia indagó directa como siempre:
¿Y cuándo vais a darme nietos, eh? – Vicente casi se atragantó otra vez.
Mamá, ya te lo dijimos… – Lucía se sonrojó. – Primero queremos estabilizarnos, ampliar el piso…
Vamos, en mi tiempo también se hacía primero las cuentas y luego los hijos – Antonia lo cortó con una risa socarrona. – De esta manera, no se espera.
Es que las cosas buenas se ganan con paciencia – Vicente, sin darse cuenta, intervenía.
Antonia lo miró con cara de: ¿pues tú qué sabrás?
¡A los hombres esto de dar hijos no les preocupa! ¡Pueden ser padres a los sesenta!
Pues a mí me presiona que tiene treinta y cinco años – Vicente, muy tranquilo.
¡Treinta y cinco y ya! – Antonia explotó. – Aquí, cuando tenía treinta y siete, ya era mamá de Lucía. ¡Tenía tres años!
Vicente iba a objetar, pero Nicolás con el periódico ya en la mano se levantó:
Bueno, sobrino, ya estamos de aquí. Que ellas hablan de cosas más complicadas. Chica, charla feminista, triunfador…
Sí, por eso, ya idos – Antonia ya lo empezaba a echar. – Tienen cosas serias que hablar.
Antonia no se equivocaba. Vicente captó la mirada de impotencia de su esposa y solo negó con la cabeza. No entendía cómo su suegra actuaba sin compasión, pero ya no tenía ni edad ni fuerzas para pelear.
Fuera estaba fresco, y un poco de vacío. Vicente entró al aire como si fuera un hálito de esperanza.
No te lo tomes personal – Nicolás, al verlo caminar, se adelantó. – Ella acaba con todo el mundo, no es solo tú.
Sí, ya lo sé – Vicente sonrió con miedo. – ¿Y cómo lo aguantas tú?
Pues no – Nicolás se encogió de hombros. – Delego. Vaya, me meto al garaje, al río, al bosque. Ella a lo suyo, yo a lo mío. Tengo treinta años…
Tres décadas enteras – Vicente quedó parado. – Y vosotros… ¿así?
Pues no hay más remedio – Nicolás sonrió como si fuera un vino de Those who win. – El burreano es bueno, el hogar limpio. ¿Y el carácter? Que se lo lleven los demás, ya sabes.
A la hora prometida regresaron con un par de carpas, más por miedo a ir vacíos que por otra cosa, y Antonia se quejó de que ni siquiera alcanzaban para un sofrito.
¡Y esto es todo?! – Antonia no ocultó su decepción. – Pensaba que iríais por patas, el mínimo, ¿para qué será?
Bueno, para hacer sofrito alcanza – Nicolás seguía tan calmado como siempre.
¿Suficiente? – Antonia fulminó al pescado como si le hubiera echado un sortilegio.
Vicente se acercó a la ventana para ver a Lucía, que había menguado durante la mañana. Se le veía como si hubiera perdido altura, con los hombros caídos, los ojos tristes. Es que no lo aguantaría si le tocara vivir tres décadas así.
Por la tarde, Antonia mostró orgullosa los detalles del nuevo salón, como si hubiera sido un esfuerzo inmenso cambiar unas cortinas o redistribuir un mueble. Nicolás, en el cobertizo, se escondía como si cada sonido le diese alarma.
En la cena, Antonia puso en la mesa el pescado, gazpacho, chorizos, y como guarnición, platos de calamares y croquetas. Vicente no quería comer, pero Antonia lo miró con cara de: ¿que te pasa?
¿En Madrid coméis porquerías, eh? – Antonia lo ataqué con una mención velada. – Allí no hacen más que comida rápida y delivery.
¡No, mamá, no es así! – Vicente trataba de ser amable. – Lucía cocina de maravilla.
¡Bueno, eso se lo aprendió a mí! – Antonia lo cortó con orgullo. – Aunque no sé cómo lo hace, entre trabajar y ir a Madrid…
Ahí tampoco era fácil – Vicente trataba de ayudar, pero Antonia volvió a cortar con dureza:
¡Y dos años que lleva trabajando desde casa! – replicó Antonia como si fuera un error de intención. – Yo en mi tiempo trabajaba de las ocho a las cinco, y todo lo demás lo hacía de paso.
Vicente notó la mirada desesperada de Lucía y se limitó a asentir. Ya entendía la sabiduría de Nicolás: no se pelea una guerra perdida.
Durante la noche, en la habitación con la cama exigua, murmuraron como jóvenes enamorados:
Perdóname – Lucía se lo rogaba sin gritar. – No sabía que sería tan… pesado.
No te preocupes – Vicente la abrazó. – Nicolas prometió llevarnos al Embalse del Tera, dice que hay peces buenos y el paisaje es espectacular.
Si mamá no nos deja – Lucía bromeó con tristeza.
Vamos a aprovechar y salir – Vicente le guiñó un ojo. – Sin preguntar permiso, ya verás.
El plan casi les salió bien. Ya estaban preparados para salir, cuando Antonia, en bata colorida, los interceptó:
¿Adónde pretendéis ir tan)…?! – preguntó con una cara de pánico que ya no era de vieja.
Pues que vamos a pescar – Nicolás respondió como si fuera el jurado.
¡Y yo qué hago sola! – Antonia se quejó con un dramatismo que hasta los pájaros se escondían. – Estoy sola, con mi hija que es más huyente que las palomas…
No soy huyente – Lucía bajó la mirada. – Será un par de horas…
“¡Un par de horas!” – Antonia lo repitió con sarcasmo. – Luego no vuelven hasta el amanecer. No. Aquí se queda. Tengo mucho que decir y que enseñar. Vosotros, por favor, id y no volváis. Vale, paciencia.
Un día en la presa voló como un sueño. Pescaron mucho mejor que la primera vez, el río era pescador y Nicolás resultó un conversador agradable. Fumaba puros, bromeaba con aire de campesino, y uno de sus refranes hasta hizo reír a Vicente.
¿Y no te piensas mudar con nosotros? – Vicente, ya confiando en él, le lanzó la pregunta.
¿Para qué? – Nicolás se sorprendió. – Aquí ya está bien. Tengo trabajo de concierto en el municipio y el pesque ya se me queda. Además, Tonia… es así. No le va la crítica, es solo que no sabe cómo no.
Vicente lo miró con desdén. No entendía cómo se aguantaba así. Cuando regresaron, encontraron el cuarto de Lucía con cara de llorona y Antonia en la cocina mascullando quejas.
¿Qué ha pasado? – Vicente fue directo.
Nada – Lucía se limpió un rastro. – Mamá… ya sabes.
¿Otra vez por los niños, no? – intuyó, y Lucía asintió.
Ya sabes – sugirió Vicente con dulzura. – Tal vez nos mejoráramos y dijéramos que tenemos que despegarnos en Madrid. Que hay una urgencia en el trabajo y ya.
No, de ninguna manera – Lucía lo detuvo. – Se enfadará para toda la vida y nunca me lo perdonará.
Vicente suspiró. Su妻 era sabia y ya no pensaba en pelear.
En la cena, el clima se volvió helado de nuevo. Antonia criticaba sin parar a la sociedad, al gobierno, a los vecinos… y a Lucía, por supuesto.
Y ya Vesicaria tiene dos hijos, ¡y no se queja! – Antonia lo dijo con cara de superioridad como si fuera un concurso. – ¡Y ahora me dices que tú no puedes?! ¿Es que te gustaba más tener un pedazo de coche?
¡Mamá, por favor… – Lucía se quebró en un sollozo.
¡¡Pero que no puedes!!. ¿O es que no te das ni tiempo? – Antonia la apuntó con el dedo. – ¿O ya lo has pensado y no tienes ganas?
Mamá, escúchame – Vicente se levantó con el pelo ardiendo. – Lucía y yo avons tratando de tener un bebé desde hace dos años. Somos a los médicos, nos examinamos, intentamos… pero no ha funcionado. Entiendes, no desde from the first blow.
Un silencio lo cubrió todo. Antonia se quedó paralizada, Nicola cesó su masticación, y Lucía se cubrió la cara con las manos.
¿Por qué… por qué no me lo dijiste? – Antonia se volvió hacia su hija con una voz inestable.
Porque me da miedo, mamá – Lucía se abrazó sola. – Porque cada vez que intentamos, fallamos y eso me duele. Y luego, ¡mamá, me haces más daño con tus preguntas!
¡Vicente…! – intentó callarlo, pero ya era tarde.
No, que lo sepa – Vicente no pudo aguantar más. – Cada vez que tienes otra conversación de estas, te haces más daño. Te dicen los médicos que relajes, que no lo pienses, porque el estrés no ayuda, ¿pero cómo te relajas cuando tu madre te lo recuerda a cada bocado?
El silencio fue incómodo. Antonia se sentó en una silla, como si cada palabra la hubiera arrancado de su mundo.
No lo sabía… – musitó. – ¿Por qué no me lo dijiste, Lucía?
Porque no quería que te sintieras mal – Lucía lloró en sus manos –. Pensé que quizá todo se normalizaría.
Seguro que sí – Nicolás, que hasta entonces había estado en la luna, se levantó. – Que vais a tener hijos, ya lo verás.
Nicolás se acercó a Antonia y le puso una mano en el hombro:
Tonia, basta. Déjalos. Vaya, que lo harán por sí solos.
Antonia no se opuso. Solo asintió y, murmurando algo como “ida de té”, se fue a la cocina.
Esa noche, el silencio lo pesó sobre todos. Antonia no preguntaba, no discutía, no correjía. Estaba callada y reflexiva.
Al día siguiente, Vicente ya estaba despierto con el ruido de voces en la cocina. Su esposa y Antonia estaban hablando.
Perdóname, hija – oía Vicente a Antonia. – De verdad que no lo sabía…
Ya está bien, mamá – Lucía le acariciaba la mano. – Solo… ya no preguntes más. Cuando algo suceda, te lo diré.
Antonia asintió. Vicente notó que le brillaban los ojos.
Los días siguientes pasaron con calma. Antonia no insinuó, no preguntó, y hasta parecía intentar ser más amable. Cocinaba, servía lo mejor, pero ya no era lo desagradable de sempre.
Cuando salieron para Madrid, Antonia lo abrazó. Fue la primera vez, en seis años, que lo hizo.
Adiós, cuñada – Vicente no pudo aguantar la broma.
¿Adiós? – Antonia sonrió. – O lo que es más, hasta pronto, sobrino. Y cuida de ella, ¿sí?
Sí – dijo Vicente con solemnidad, aunque le brillaban los ojos.
Durante el trayecto, Lucía estuvo en silencio, como hipnotizada por el paisaje. Luego se volvió hacia él.
Gracias – murmuró.
¿Por qué? – se sorprendió Vicente.
Por decirle la verdad – Lucía le apretó la mano. – Sé que por fin la comprendió.
Vicente la abrazó:
Yo casi la odiaba – admitió. – Pero ahora veo que solo no sabía cómo expresar cariño, así que la veo distinta.
Ojalá… – Lucía asintió. – No la perfección, claro, pero es mi madre.
Y mi cuñada – Vicente sonrió. – ¿Y… realmente cambió?
Sí – Lucía asintió con una sonrisa. – Me dijo esta mañana que ya entiende que ser madre no es solo estar al frente, sino saber soltar cuando el momento llega.
Vaya, le dijiste una clase de filosofía… – bromeó.
No todo – Lucía rió. – También me dijo que si todo sale bien, ya no vendrá sin invitación ni se quedará más de tres días.
¡Entonces ya te adelanto: ¡sí, creo en milagros!
El tren los llevaba a Madrid, a sus asuntos, su lucha, y sus sueños. Pero algo cambió, algo se aligeró. Vicente sonrió. Tal vez, ahora sí, todo se resolvería. Ojalá.
Y seis meses más tarde, Lucía marcó el teléfono de su madre y dijo, con voz tranquila:
Mamá… parece que tendremos un nieto.