La felicidad llega cuando se cree y se espera en ella.

La felicidad llega cuando la crees y la esperas

En octavo de primaria, Elvira se escapó del festival navideño del colegio con Román. Solo querían estar solos, y de repente empezó a nevar con copos enormes, como si alguien invisible hubiera desgarrado un edredón relleno de plumón de cisne… y la nieve no paraba de caer.

Román tomó las manos frías de Eli y las acercó a sus labios, calentándolas con su aliento. Eran amigos desde la infancia, pero ahora su relación había dado un giro; ambos sabían que la niñez se había esfumado, aunque no sabían muy bien adónde. Lo único que importaba era que seguían juntos. Soñaban con que fuera para siempre.

—Dios mío, hace tanto de eso— pensaba Elvira ahora —¿Y dónde estará Román?

A sus treinta y dos años, aún no se había casado ni había tenido pareja. Así se había escrito su destino, aunque en realidad todo había cambiado por culpa de su madre, Zenaida. Sin ella, la vida de su hija habría sido muy diferente.

Elvira fue una niña normal: le encantaba jugar, correr y saltar con sus fieles amigos, Román y Tania. Desde primero, Román le cargaba la mochila, la ayudaba con las mates, la defendía de los perros y de los chicos revoltosos. Él vivía en una casa donde su padre bebía, echando a su mujer y a su hijo de casa a menudo, así que dormían en casa de Elvira.

Zenaida siempre le decía a la madre de Román:

—Valentina, ¿por qué aguantas esto? Divorciate de él, esto no es vida…

—Vivo por mi hijo— respondía ella.

—¿Acaso es bueno que Román crezca viendo esto? ¿Qué va a aprender de su padre?— Pero Valentina se encogía de hombros.

A veces, después de esas conversaciones, su madre le decía:

—Eli, no deberías andar con Román.

—Mamá, Román es mi mejor amigo, es valiente y bueno— replicaba Elvira, siempre defendiéndolo.

—Ya verás cuando crezcas. Acabará igual que su padre: borracho y peleón. ¿Es que no hay otros chicos?

Pero Eli no le hacía caso y salía corriendo con Román. Él era su amigo más leal; juntos se volvieron más fuertes y valientes, nadando en el río (aunque él siempre la sostenía, porque ella no era muy buena) o parándose en lo alto de un barranco, donde una vez casi se caen.

Con los años, su amistad se hizo más fuerte. La vecina Tania también iba con ellos, formando un trío. Aunque, al crecer, a Tania le gustó un chico de otra clase, así que se distanció un poco, pero ellos lo entendieron.

En octavo, después de Año Nuevo, Elvira se cayó y se rompió la pierna. Fue una fractura tan complicada que pasó mucho tiempo en el hospital.

Zenaida lloraba:

—Hija mía, ¿cómo has podido? Vas a quedar coja para siempre.

Pero Elvira se esforzó, juró recuperarse rápido y quitarse el yeso. Hasta el médico le dijo a su madre que tenía una hija muy decidida y que lo lograría. Pronto dio sus primeros pasos, primero con muletas, luego con un bastón.

Sus compañeros y hasta el tutor la visitaban, pero Román y Tania no necesitaban “visitas”: Román iba todos los días, llevándole empanadas de col, mermelada de frambuesa y libros que ella adoraba.

Cuando la dieron de alta, seguía cojeando. El médico le recomendó a Zenaida cambiar de clima para ayudar a su hija, así que se mudaron.

—Nos vamos al sur, donde mi hermana pequeña, María. El clima marino te ayudará— anunció su madre.

—Mamá, no quiero. Allí no tendré amigos, aquí lo tengo todo— pero Zenaida no la escuchó.

Se marcharon a un pueblo costero donde vivía su tía. La despedida fue dura, sobre todo para Román y Elvira.

—Pase lo que pase, Elvira, no me olvides. Yo nunca lo haré— Román la abrazó y la besó en los labios por primera vez.

En el nuevo lugar, Elvira escribió cartas a Román y Tania, pero nunca las recibieron. Su madre se aseguró de que no llegaran, feliz de alejarla de Román. Elvira pensó que sus amigos la habían abandonado.

En la nueva escuela, la recibieron mal. Se burlaban de su cojera, llamándola “la renga”. Sin amigos, se refugió en los libros, recordando a Román con rabia. Escribió más cartas, pero nunca tuvo respuesta.

Al terminar el instituto, entró en la universidad. Durante sus exámenes, su madre volvió al pueblo, quizá eligiendo esa fecha para que su hija no la acompañara.

—Olvida a ese traidor de Román— le dijo al volver —Está casado y tiene un hijo. Nunca me gustó…

Elvira se hundió. Se centró en los estudios, se hizo profesora de inglés y vivió con timidez, alejando a los hombres.

—Nadie puede quererme así— se convencía, aunque era guapa —Hay mujeres perfectas, y luego estoy yo…

Por las noches, añoraba a Román.

—No puedo borrarlo de mi corazón— sufría —¿Y si él también me recuerda? Sueño que volamos juntos sobre el barranco… pero es imposible.

Pasaron años. Sus compañeras se casaron, pero ella seguía sola. Aunque algunos hombres se interesaban, ella se negaba. Quizá ya no creía en el amor.

Vivía con su madre en una casa que necesitaba arreglos. Puso un anuncio, y apareció Esteban, un hombre hábil de unos treinta años.

Desde el primer día, se vio que tenía “manitas”. Zenaida notó que le gustaba Elvira, pese a su cojera, aunque ella no correspondía.

—Hija, Esteban es buen hombre, te gusta. ¿Qué más quieres? ¿Sigues pensando en Román? Él ni se acuerda de ti— rezongaba su madre.

Elvira cedió. Empezaron a salir, él se mudó y siguió arreglando la casa.

—Elvira, ¿por qué no nos casamos?— propuso él —Vivo aquí como un pájaro sin nido…

Ella creyó en él. Se comprometieron, pero un día llamaron a la puerta. Era una mujer con un policía.

—¿Usted es Elvira?

—Sí, ¿qué pasa?

La mujer, agotada, le mostró su certificado de matrimonio y tres partidas de nacimiento.

—Esteban es mi marido. Tenemos tres hijos. Escapó hace meses.

Elvira se quedó helada. Cuando Esteban regresó, el policía le puso las esposas. Resultó que había abandonado a su familia, “perdiendo” el pasaporte para empezar de cero.

Tras eso, Elvira renunció al amor. Hasta que su madre enfermó.

—Hija, perdóname. Quizá Dios me castiga…

—¿Qué pasa, mamá?

—Intervine en el correo. No quería que te casaras con Román, no con ese padre… Te alejé de él. Perdóname.

Elvira se quedó tiesa.

—¿De verdad está casado?

—No sé. Cuando fui, ya no vivían allí. Valentina se divorció y se mudó.

—¿Y Tania?

—Sigue allí. Se divorció y creo que va a casarse otra vez…

Elvira escribió a Tania, dejando su teléfono. Pronto la llamó.

—¡Por fin te encuentro! Ven a mi boda, tengo una sorpresa.

La boda fue alegre y llena de gente. Elvira reconoció a muchos, pero echaba de menos a Román. Salió a tomar aire y vio a un hombre altoEl hombre se acercó, y al reconocer esa sonrisa cálida que nunca olvidó, supo que la espera había valido la pena y que, al fin, la felicidad había llegado.

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La felicidad llega cuando se cree y se espera en ella.