Mireya no dijo nada. Pero su suegra comentó todo.
– ¡Mireya, eres una auténtica maravilla! Tanta gracia, que todo lo haces tan bien y con tanta elegancia. Menudo afortunado tiene Daniel. – Antonia sonrió con fuerza, picando en el zarangollo. – A mi pobre marido, descansen sus restos, siempre decía que la mujer debe saber mantener la casa y que las apariciones son pasajeras.
Mireya sonrió y se levantó para ir a la cocina a traer más ensalada. Ya estaba acostumbrada a las lecciones de su suegra, que siempre venían seguidas de algún comentario inoportuno.
– A Daniel le conviene agradecer a dios haber encontrado una esposa como tú. Los jóvenes de hoy solo buscan diversión, bailar y salir… No les importa el hogar. Las mujeres de nuestra generación sabíamos lo que era una casa bien organizada. Y ser madres a tiempo.
Daniel le lanzó una mirada suplicante a su mujer, que acababa de regresar con el plato.
– Toni, prueba esta ensalada con camarones que preparó Mireya – sugirió Mireya, como si no hubiera notado el doble sentido.
– Muchas gracias, cariño. Aunque sabes que todo se resolverá – afirmó Antonia, mientras señalaba el reloj de la pared. – Cuando esperaba a Daniel, tenía veintidós años y no hubo problema alguno. Hoy en día, la mayoría solo piensa en conquistar una carrera, y luego lloran porque no pueden concebir.
Mireya guardó silencio, apretando con fuerza la boca. Tenía treinta y dos años y las continuas conversaciones de Antonia sobre la maternidad le producían un dolor insoportable. Tres intentos fallidos de ECOM habían hecho mella en ella. Mireya y Daniel no habían perdido la esperanza, pero las insistencias de Antonia, que siempre terminaban sus encuentros con alusiones a los nietos, eran verdaderamente exasperantes.
– Mamá, vamos a cambiar de tema – dijo Daniel cogiendo la mano de su esposa. – ¿Cómo va tu nuevo piso? ¿Ya has terminado las reformas?
– ¿Crees tú, Danielcito, que podría llamarlo así? Los trabajadores están hechos unos milongas. Los azulejos los colocaron chuecos, las paredes quedaron tan feas que me da lástima. Aunque yo a estas alturas ya no soy tan ágil para trepar por escaleras. Aunque sí, de vez en cuando, alguna vecina entra a ayudarme.
– Te ayudamos nosotros – recordó Daniel.
– ¡Ni hablar! Ustedes tienen sus cosas. El trabajo, el trabajo… ¿Ya no les queda más tiempo para visitar a una pobre vieja?
– Mamá.
– Está bien, está bien, lo entiendo. Ustedes son jóvenes y ocupados. Pero recuerda, Mirey, que en tu edad yo trabajaba, mantuve a Daniel solo y llevaba toda la carga. Solo fue cuestión de orgullo.
Se estableció un silencio incómodo. Daniel apretó más la mano de su esposa. Mireya permanecía callada, estudiosamente mirando las manchas en la servilleta. Ya sabía que discutir con Antonia era inútil. Ella siempre terminaba llevando la conversación a que los jóvenes estaban mimados, que el mundo ya no era como antes y que la vida actual no tenía sentido comparado con el pasado.
– Daniel, recuerdas a Lucía, la hija de mi amiga Clara – preguntó de repente Antonia con entusiasmo –. Ya tiene un tercer hijo y encima es la directora de una empresa. Esa sí que es una mujer. Solo tiene veintinueve años.
– Fantástico – respondió Daniel con indiferencia –. Mamá, ¿tú quieres pastel? Mirey lo preparó con fresas, como a ti te gustan.
– ¡Ay, gracias, soli! – exclamó Antonia con una sonrisa radiante –. Mirey, no sé cómo has llegado a ser tan buena ama de casa. Cuando Daniel y tú os conocisteis, me preocupé mucho. Aunque fueras solo cuatro años mayor, me daba miedo…
– Exactamente cuatro años, mamá – la interrumpió Daniel –. No es una gran diferencia.
– Claro, claro – se rió Antonia –. Pero creía que… Tonterías, lo importante es que estéis felices. Solo me preocupa si algún día…
– Mamá!
– No digo nada. Solo me preocupo. El tiempo pasa. ¿Tú sabes cuántas son las probabilidades de que los niños nacidos de madres mayores tengan síndromes?
Mireya se levantó bruscamente.
– Perdonen, pero debo atender una llamada – dijo en voz baja, saliendo de la habitación.
Daniel la miró con preocupación y se volvió a su madre:
– ¿Por qué lo haces, mamá?
– ¿Qué hago? – preguntó Antonia con asombro.
– Porque te empeñas en mencionar constantemente los hijos. Sabes que tenemos problemas.
– ¡Es solo que me preocupo por vosotros! – se defendió Antonia, colocándose la mano en el pecho –. Y además, ¿qué si vais equivocados? Conozco a una partera en Villaverde que habría ido rezando por vosotros…
– Mamá, basta – insistió Daniel con tono inflexible –. Mirey y yo buscamos a los mejores médicos. Y vamos superarlo. Pero tus insinuaciones constantes y los comentarios sobre otros no nos ayudan.
– Solo quiero nietos, hijito – anteojearon sus ojos –. Mientras aún me dure…
– Mamá, tienes cincuenta y ocho años.
– En mi familia todo termina joven – exclamó Antonia dramáticamente –. Mi madre salió a los sesenta y tres, mi abuela incluso antes. Es un maldición de sangre.
Daniel se frotó la frente, cansado. Esta situación se repetía una y otra vez, terminando siempre con la madre ofendida, Mireya entristecida y él entre dos fuegos.
Mireya regresó con calma, aunque sus ojos brillaban un poco más de lo habitual.
– ¿Tú también, Antonia, quieres un café? – preguntó como si nada hubiera pasado.
– Gracias, angelito, pero no puedo. Tengo tensión – suspiró Antonia –. Pero como a mí me gusta más, un té con pastel.
La velada continuó con el mismo tinte. Antonia hablaba de su trabajo, de la dificultad para vivir sola, de las amistades que, según contaba, llamaban todos los fines de semana o las visitaban. Daniel intentaba mantener una conversación agradable y Mireya hacía muecas, ofreciendo más platos.
Finalmente, Antonia se preparó para marcharse.
– Danielcito, ¿me acompañas? – pidió, poniéndose el abrigo –. Ya está oscuro y me dan miedo las calles solitarias.
– Por supuesto, mamá – Daniel se despidió a Mireya como si fuera por siempre –. Volveré pronto, no me esperes.
Cuando se cerró la puerta detrás de su madre y marido, Mireya se dejó caer en el sofá con desgana. Esa noche había sido muy difícil, y lo había soportado como siempre. Callaba, sonreía, soportaba. A veces creía que ya no aguantaría nada más, y estallaría con el peso de tres años de matrimonio. Pero no podía. Daniel quería a su madre, a pesar de sus defectos, y un enfrentamiento claro le haría infeliz.
Mireya comenzaba a recoger el comedor cuando el teléfono sonó. En la pantalla apareció el nombre de su suegra.
– Antonia – respondió, sorprendida –, ¿has olvidado algo?
– No, no, niña – repuso Antonia, con voz sorprendentemente blanda –. Solo quería decir… Daniel se fue por el taxi, y pensé que quizás… deberíamos hablar. Mujer con mujer.
– ¿De qué? – preguntó Mireya, con cautela.
– De los niños, cariño. Sé que vosotros lo intentáis. Y sé que te duele.
Mireya sintió un nudo en la garganta.
– Antonia…
– No, no me interrumpas – insistió Antonia –. Yo también pasé por esto. Tres abortos, y siempre soñé con tener una niña. Pero no se pudo.
Mireya se quedó inmóvil, con un plato en la mano.
– Nunca lo supe – murmuró.
– Daniel no lo sabe – suspiró Antonia –. Nunca se lo dije a nadie. En aquella época, se consideraba que si una mujer tenía problemas era porque tenía algo mal.
– El mundo no ha cambiado tanto – se carcajeó Mireya con amargura.
– Y yo lo pensaba – admitió sin preámbulos Antonia –. Cuando vinimos por primera vez a vuestra casa, vi cuán magnífica, cuán exitosa eras. Aunque seas cuatro años mayor, sé que estás contenta. Y luego te vi mirando a los niños en el parque… y me di cuenta.
Mireya se esforzaba por contener las lágrimas.
– ¿Por qué siempre insistes en los niños? – preguntó, en un susurro –. Es… doloroso.
– Perdóname, imbécil – añadió Antonia con un temblor –. Pensé que si insistía demasiado, os tomaríais las cosas más en serio. No sabía que ya todo lo habíais intentado. Daniel solo me comentó ayer algo de esas pruebas, de ECOM.
Mireya cubrió sus ojos con la mano.
– Lo sé, Antonia – dijo con suavidad –. Solo quieres nietos. Es normal.
– Lo quiero, pero no a costa de vuestro bienestar – su voz tembló –. Vosotros sois mi alegría. Soy testigo de cómo te quiere Daniel. De cómo tú le das felicidad. Lo demás lo resolveremos. Si no tenemos hijos nuestros, adoptarán. Hay muchos niños sin familia. O quizás… Dios nos dé otro milagro. Todo tiene su camino.
Mireya se mantuvo en silencio, sin saber qué decir. Esta confesión inesperada de su suegra la había descolocado por completo.
– Y además, un poco envidio tu fuerza – confesó de repente Antonia –. Tienes a Daniel. Y yo estoy sola. Daniel creció sin padre. Yo no recuerdo cuándo fue la última vez que me sentí mujer, no madre.
– Fuiste maravillosa – respondió Mireya –. Criaste a un gran hijo.
– Lo hice, pero ¿a qué precio? – ironizó Antonia –. Daniel creció sin padre, y yo viví lo que me quedaba como madre o trabajadora. No tuve otra opción.
Mireya permaneció callada, impactada por la autenticidad de una suegra que siempre había sido tan crítica y recelosa.
– Bien, me he extendido – se interrumpió Antonia de repente –. Daniel regresará pronto. Solo… no me guardes rencor, ¿vale? De verdad deseo que seas feliz. Y haré lo posible por apoyaros.
– Gracias – consiguió decir Mireya.
– Hasta pronto, cariño – se despidió Antonia –. Y no te preocupes, todo irá bien.
Mireya continuó sentada con el teléfono en la mano, intentando asimilar todo. En tres años con Antonia, jamás había tenido un vínculo tan real como ahora.
Cuando regresó Daniel, encontró a su esposa llorando, pero extrañamente serena.
– ¿Qué ocurrió? – preguntó con preocupación –. ¿Mamá dijo algo más?
– Sí – asintió Mireya –. Muchas cosas.
Y relató a Daniel la conversación por teléfono, omitiendo los momentos más íntimos de la confesión de su suegra. Daniel escuchaba, impresionado.
– No sabía de los abortos – murmuró Daniel.
– Ella no quería angustiarte – respondió Mireya, cogiendo su mano –. Creo que, en el fondo, tu madre solo está sola. Y toda esta crítica, estas insinuaciones constantes de los nietos… es su forma de acercarse a nosotros.
Daniel asintió pensativo.
– ¿Crees que deberíamos visitarla más a menudo?
– Pienso que deberíamos invitarla a vivir con nosotros mientras termina la mudanza – propuso Mireya, sorprendida por su propio instinto –. Así no tendrá que estar constantemente revisando los trabajos, y nos podremos conocer mejor.
Daniel miró a Mireya con escepticismo.
– ¿Estás segura? Mamá a veces puede ser… difícil.
– Todos somos difíciles – sonrió Mireya –. He callado demasiado tiempo, pero creo que es hora de hablar. Quizás todos podamos empezar a ser más sinceros.
Al día siguiente, Mireya llamó a su suegra.
– Antonia, buenos días – saludó Mireya, al descolgar Antonia –. Daniel y yo pensamos… ¿por qué no vienes a vivir con nosotros, mientras haces la mudanza? La habitación libre la tenemos vacía, y no tendrías que andar revisando cada pared cada día.
Hubo un silencio. Mireya comenzaba a arrepentirse, pero escuchó la voz quebrada de Antonia:
– Gracias, Mirey. Me encantaría.
– Perfecto – sonrió Mireya –. Quizás también me ayudes con la ropa; no soy muy hábil con la máquina de coser yet.
– Claro que sí – respondió Antonia con entusiasmo –. Te enseñaré a coser, a taladrar, a organizarlo todo. En una semana, Mirey, tendrás a todas tus amigas con envidia.
Después de colgar, Mireya experimentó un extraño alivio. Quizás Antonia no se convertiría nunca en una amiga perfecta, pero ahora había entre ellas algo que antes faltaba.
Tres meses más tarde, Antonia notó los primeros síntomas en Mireya, incluso antes de que ésta hiciera la prueba de embarazo. La intuición de la madre.
– Como siempre dije, todo va a salir bien – susurró, abrazando cariñosamente a su nuera –. A veces solo se necesita un poco de paciencia.
Mireya no respondió, solo devolvió el abrazo con más fuerza. A veces el silencio era oro. Pero aún más valioso era un diálogo corazón a corazón, aunque empezara en la medianoche, por teléfono, con alguien que creías ajena.
Antonia se mantuvo con ellos incluso tras finalizar las obras. Cinco meses antes del nacimiento de su nieta, conoció al vecino viudo y pronto su casa tuvo otro habitante. Resultó que Valerio entendía mucho de jardinería, cocinaba riquísimos platos y amaba mantener la casa limpia.
– ¡Qué bien tener a alguien en casa! – exclamaba Antonia mientras ayudaba a decorar el cuarto del bebé –. Como ya te dije, hija, antes hay que ser eficiente. La belleza se atrae sola. Pero lo principal es tener alguien que te entienda y te quiera.
Mireya miró a Antonia, más viva, más joven, diciendo menos sobre sus males y menos sobre los niños de las vecinas. Sonrió, diciendo en voz baja:
– El principal es tener con quien callar, y con quien hablar.
Antonia asintió con comprensión. Desde aquella charla, había pasado más de un año. Mucho había cambiado. Pero lo más importante era que entre ellas ya no existía la muralla. Porque una noche, cuando Mireya callaba, Antonia se atrevió a decirlo todo.