—¿Cómo se entiende esto? — Ignacio agitaba el testamento frente a la notaria, la voz cargada de indignación—. El piso para el yerno, la casa de campo para el yerno, ¡el coche para el yerno! ¿Y a mí qué? ¡Soy su hijo, su propio hijo!
—Ignacio Ramírez, cálmese, por favor —la notaria ajustó las gafas con un gesto firme—. Su padre tenía todo el derecho de disponer de sus bienes como considerase oportuno.
—¡Pero esto no está bien! —el grito de Ignacio rozó el desespero—. ¡Sergio solo lleva cinco años casado con mi hermana y recibe más que yo! ¿Dónde está la justicia?
Sergio, sentado en una silla al fondo de la oficina, apretaba los puños. Su rostro estaba pálido, los ojos enrojecidos por las noches sin dormir. No hablaba, pero su expresión dejaba claro que la situación le dolía tanto como a Ignacio.
—Ignacio, deja de gritar —intervino Natalia, hermana de Ignacio y esposa de Sergio, con voz calmada pero firme—. Papá sabía lo que hacía.
—¡Tú también cállate! —replicó su hermano—. Seguro que tu marido te convenció para influir en papá mientras estaba enfermo.
Sergio se levantó de golpe.
—Repítelo —su tono contenía una advertencia.
—¡Lo repito! —Ignacio se giró hacia él—. ¡Te aprovechaste de un anciano enfermo! Te hiciste el buenecito, fingiste cariño, ¡pero solo querías su herencia!
—¡Ignacio! —Natalia se puso en pie—. ¡No tienes derecho! Sergio cuidó de papá día y noche cuando estuvo ingresado. ¿Y tú? ¿Dónde estabas, hijo ejemplar?
—¡Trabajando! Tengo una familia, hijos. No podía dejarlo todo para hacer de enfermero.
—¿Y Sergio sí? —Natalia se acercó a su hermano—. ¿Él no tiene familia? ¿No tiene trabajo? Gastó sus vacaciones en papá, cogió bajas, ¡pasó noches sin dormir!
La notaria suspiró, cansada, y golpeó ligeramente el bolígrafo sobre la mesa.
—Señores herederos, les ruego que resuelvan sus diferencias fuera de mi despacho. El testamento se redactó conforme a la ley y está debidamente certificado. Don Ramón estaba en plenas facultades al firmarlo. Hay informes médicos que lo corroboran.
Ignacio agarró su copia del testamento y volvió a leer los detalles con rabia:
—Piso de tres habitaciones en la calle Gran Vía: para Sergio Martín López. Casa en la sierra: para Sergio Martín López. Coche Audi: para Sergio Martín López. —Su voz temblaba—. ¡Y a Ignacio Ramírez Sánchez le toca un trastero y herramientas de jardín! ¡Herramientas de jardín! ¡Unas tijeras y una pala!
—Y cincuenta mil euros —añadió la notaria—. No lo olvide.
—¡Cincuenta mil euros! —Ignacio soltó una risa amarga—. El piso vale ochocientos mil, la casa de campo medio millón como mínimo, y el coche está nuevo. ¡Y a mí me dan limosna!
Sergio no pudo callarse más.
—Ignacio, yo nunca le pedí nada a tu padre. De hecho, cuando me dijo que quería cambiar el testamento, intenté disuadirlo. Le dije que todo debía ir a sus hijos.
—¡Sí, claro! ¡Como si me lo creyera!
—¿Y qué te respondió papá? —preguntó Natalia a su marido.
Sergio respiró hondo.
—Me dijo: «Sergio, Ignacio es mi sangre, pero tú te has portado como un hijo. Él solo aparece cuando necesita dinero, y tú vienes sin pedir nada». Fueron sus palabras, no las mías.
Ignacio palideció.
—Él no dijo eso.
—Sí lo dijo —afirmó Natalia—. Yo lo oí. Papá se quejaba de que casi nunca ibas a verlo.
—¡Tengo obligaciones! ¡No todos podemos pasarnos el día pendientes de ancianos!
—Nadie obligó a Sergio a cuidarlo —Natalia se sentó de nuevo—. Lo hizo porque lo quería.
Un silencio incómodo llenó la habitación. La notaria recogía papeles, deseando terminar con aquel desagradable trámite.
—Voy a impugnar el testamento —declaró Ignacio al fin—. Encontraré la manera de demostrar que papá no estaba en sus cabales.
—Como quieras —Sergio se encogió de hombros—. Es tu derecho.
—Ignacio, reflexiona —suplicó Natalia—. ¿Por qué arruinar la familia? Papá ya no está, pero nosotros seguimos aquí. ¿De verdad quieres pelearte por dinero?
—¡Fácil para ti decirlo! —estalló su hermano—. ¡Tu marido se queda con todo y yo con migajas! ¡Toda mi vida conté con esa herencia! Quería vender el piso para comprar uno más grande, pagar los estudios de mis hijos…
—¿Y nosotros no tenemos planes? —Sergio se acercó a la ventana—. ¿Crees que esto me gusta? ¿Que disfruto viendo cómo nos distanciamos?
—Pues renuncia a la herencia —retó Ignacio—. Si tanto te molesta.
—No lo haré —respondió Sergio con firmeza—. Porque era la última voluntad de tu padre. Y la respeto.
Natalia tomó la mano de su marido.
—Sergio tiene razón. Papá era inteligente. Sabía lo que hacía.
—¡Claro que lo sabía! —Ignacio volvió a explotar—. Sabía que podía despreciar a su hijo, pero no al yerno. Sabía que yo lo aguantaría todo, ¡porque soy su sangre!
—O quizá sabía algo más —murmuró Natalia.
—¿Qué quieres decir?
Su hermana lo miró fijamente antes de responder:
—Quizá recordaba cuando le pediste dinero prestado hace tres años para comprarte el coche.
—¿Y qué? ¿Un hijo no puede pedirle ayuda a su padre?
—Puede. Pero prometiste devolverlo en seis meses. Llevas tres años sin hacerlo.
Ignacio enrojeció.
—¡Iba a hacerlo! Es que las cosas se complicaron…
—¿O quizá recordaba lo de reformar su baño? Te dio dinero para los materiales y desapareciste un mes.
—¡Al final lo hice!
—¡Seis meses después! ¡Y solo porque amenazó con denunciarte!
Sergio callaba, incómodo ante la discusión.
—Natalia, basta —rogó—. No remuevas el pasado.
—¡Es necesario! —las lágrimas brillaban en sus ojos—. ¿Recuerdas cuando papá te llamó antes de la operación y le dijiste que estabas ocupado? ¡Nunca le devolviste la llamada!
—¡Se me olvidó! ¡Cosas que pasan!
—¿Y faltar a su cumpleaños? ¿O a su santo? ¿Cuándo fuiste a verlo por última vez sin que te pidiera algo?
Ignacio abrió la boca, pero no supo qué responder.
—Sergio iba todas las semanas. Le ayudaba en casa, le traía comida, lo acompañaba al médico. ¡Porque quería, no por obligación!
—¡Vale, vale! —Ignacio hizo un gesto de desprecio—. Yo soy el mal hijo y él el yerno perfecto. Entendido. ¡Pero igual impugno el testamento!
Agarró sus papeles y salió dando un portazo. Natalia rompió a llorar.
—Ya no tenemos hermano —sollozó.
Sergio la abrazó.
—Quizá recapacite.
—No lo hará. Nunca olvida un resentimiento.
Al salir de la notaría, la noche era fría y una llovizna finAl final, comprendieron que el verdadero legado de su padre no estaba en lo material, sino en el amor y la lealtad que nunca se compran ni se heredan, solo se ganan.






