La niebla se deslizaba sobre el río con la delicadeza de una enagua vieja, como si el tiempo mismo estuviera tejiéndose a sí mismo. En Cercedilla, al pie de los montes de Madrid, Juana de la Vega se instaló en el umbral de su casa de campo y contempló el amanecer. Ese instante, con el sol envuelto en un manto de incertidumbre y el aroma del carbón encendido en la chimenea de un vecino, siempre había sido el himno de sus veranos. Pero esa mañana, con las manos cerradas sobre el maderón del porche, llevaba contadas más de cien estaciones. Y este era el último.
— ¿Y tú, abuela, por qué no duermes? — preguntó Catalina, su nieta, frotándose los ojos como si la luna hubiera tejido su sueño con algodón. Arrastrando líquido de sueño, se sentó a su lado en la escalera, apoyando la mejilla en el hombro de la anciana. Quince años tenía, edad suficiente para odiar despertar temprano, sobre todo cuando no estaba obligada. Pero desde que supo que la casa serían remates, cada hierba de la finca y cada ruido de los pájaros se habían convertido en rastros de algo que no volvería.
— Porque esto — susurró Juana, abarcando el mundo con un gesto que hacía crujir el aire—. ¿No vez cómo todo esto brilla?
— Abuela, ¿no puedes dejarlo ya? — preguntó Catalina con la voz quebrada como un cristal.
— Catalina, mi niña, esas manos no son más que polvo. La espalda ya no aguanta, y el dinero para los obreros… Vamos, que incluso el jardín protesta por el abandono.
— Podríamos ayudar papá y mamá, sabes. Tienen tiempo, están…
— ¿Vacaciones con el móvil apuntando al horizonte? Hace dos veranos, tu padre pintó el vallado. Tras tres días, andaba doblado por el dolor y juró no tocar un pincel más. Y tu madre, aunque logre ir dos fines de semana, de regreso se encuentra con reclamos en la clínica.
— Pero…
— Nada de peros — la cortó Juana con una voz que sonaba a retazos de seda—. Es mi última verano aquí. Y también el tuyo. No nos vayamos a lamentar por algo que ya es. Mejor vivamos este rato como si fuera un cuento, para que quede grabado como una estrella en la memoria.
Juana acarició la pelusa de la niña y se levantó, la figura envuelta en el viento como un vestido invisible. — Voy a encender el hornillo. Hoy llegan los primos, y prepararemos una comida que pueda calentar el alma.
Catalina se levantó también, como si hubiera olvidado algo importante. Mientras las palabras de la abuela se desvanecían, los ecos de la vida en la finca se entrelazaban con recuerdos: el manzano que le marcó el brazo cuando cayó, la pequeña arboleda de fresnos donde escondieron el regalo antes de Santa Lucía, las canoas rotas en el río donde nunca pudieron nadar. Todo eso, y más, se había entrelazado con su vida como los hilos de una reja de forja.
— ¡Catalina! — llamó la tía Sara, apareciendo con una canasta de uvas de palo púrpura—. Ayúdame a cortar las patatas antes de que se salga el sol.
El mediodía llegó como un susurro en la hierba. La casa se llenó con voces que se entretejían: los primos, el tío Paco, los viejos regaños y los cumplidos. Allí estaba el tío Paco, esparciendo tomateros en bolsas como si fueran monedas de oro. La tía Sara hablaba de dietas con tal rigor, que parecía que el pan se fuera a vender por cuánto. Y Juana, sonriente, acunaba los recuerdos como un bebé dormido: cómo con su difunto marido había soñado con construir ese jardín, con pavimentar sus caminos y con colocar una pérgola para el té vespertino, plan que nunca llegaron a cumplir.
— Lo mejor del verano — comentó Paco, vertiendo el té en vasos que tintineaban como campanas— sigue siendo esto: el jardín, la comida, y… el mismísimo ay. Pero ya no tendremos este rincón.
— Lo sé, Paco — susurró Juana, con los ojos como lagos en una tormenta—. A veces me parece que el tiempo jugó una broma con nosotros. Pensábamos que siempre habría un “más tarde”, y ahora ya no hay más “más tarde”. Y pronto, ni siquiera habrá esta casa.
Callan. Solo los pájaros ronronean, y las moscas se posan en los platos. Pero las palabras fluye, como un río que se niega a morir, y ríen y lloran por cosas que quizá ya no serán.
— Y el comprador, abuela — preguntó Catalina, con los ojos clavados en las migajas de pan—, ¿realmente lo serán?
— Sí — respondió Juana como si el acertijo ya tuviera solución—. Una pareja joven con un hijo pequeño. El hombre trabaja en tecnologías, vive con el teletrabajo. Ellos quieren criar al niño aquí, al aire libre, lejos de los ruidos de Madrid.
— Y si… si cambian de opinión.
— No lo harán. — Juana sonrió con tristeza—. Ya han dejado el primer pago. Han venido con planos y sueños que apenas me atrevo a mirar. Esta casa será suya, pero primero será… nuestra.
Al atardecer, el jardín se llenó de humo del asador. Vino tinto y sidra fluían como la melancolía misma. Cada palabra se mezclaba con el aroma de la carne que se doraba. Cuentan historias, bromean sobre el vecino que cayó en el pozo, y otros ríen con los chistes del tío Paco, que con cada copa se volvía más teatral.
— Hubo algo antes de nosotros — dijo Juana de repente, mirando allá donde el jardín se funde con el horizonte—. Cuando todo era maleza. Un antiguo dueño, un guardabosques. Tuvo tres hijos. Pero… la guerra se lo llevó. Y después, desaparecieron. Ahora, sin embargo, vengo a contaros esto.
— ¿No nos lo habías contado antes? — preguntó Paco con asombro.
— No, porque pensaba que las historias deben guardarse como reliquias, no contarse. Pero ya es hora de que se sepa.
De repente, el cielo se llenó de estrellas, como si alguien hubiera roto un puñado de copos de plata. Catalina soñaba con el astro que haría un deseo, pidiendo que nuevos dueños se llenaran de amor por la casa. Juana le apretó la mano, y en ese gesto sostenían décadas.
Al día siguiente, con la niebla evaporándose, Catalina seguía buscando recuerdos en las cajas viejas. Fotos amarilleadas, cuentos sobre el primer beso de sus padres, y más secretos escondidos en las trampas de hierro que Juana había tejido en su juventud.
— Esto me hacen gracia — rió Catalina, señalando a un niño en una foto con bigotes de leche y una boina torcida—. ¿Es papá?
— Como se nota — respondió Juana, riendo también—. Esa era su tienda de feria: la boina, esa cara de sorpresa, y el amor por tu madre. Llegasteis juntos, al menos en eso.
— Cosas tan bonitas… — murmuró Catalina—. Nunca tendré mis propios recuerdos aquí.
— No digas eso — le dijo Juana con suavidad—. Veremos otras cosas, soñaremos bajo otros cielos. Tienes que aprender a sentir, no a poseer.
— Pero, abuela…
— Escucha, niña mía. Una casa no es más que piedras. El hogar es el calor de quien lo comparte. Y eso… eso no se marcha nunca.
Y así, entre los misterios de la historia vieja, entre el jardín y los recuerdos, el verano llegó a su final. La casa, con sus puertas abiertas a un futuro que no conocían, esperaba.