La Cosecha Final

– No voy a permitir que lo hagas, Marcos. Sólo por encima de mi cadáver, exclamó Isabel Lorenzo, bloqueando con rabia el acceso al huerto.
– Hazte a un lado, madre. Ya está decidido. Mañana llega la máquina y lo demolerán todo. Los papeles ya están firmados, dijo Marcos, suspirando con cansancio al tiempo que evitaba mirarla a los ojos.
– ¿Qué papeles? ¿Quién te dio el derecho de disponer de esta tierra que tu padre labró con sus propias manos durante cuarenta años? ¿Sobre las que yo escribí cada primavera con el esfuerzo de mi espalda? La anciana apretó con fuerza sus manos arrugadas, y el viento revolvió sus cabellos blancos.
– No te dramatizes. Ya no estás en edad de revolver tierra. Además, ¿quién necesita tus pepinos y tomates? En el supermercado hay de todo, señaló Marcos, extendiendo la mano hacia la verja, pero su madre se interpuso otra vez.
– ¿En el supermercado? ¡Eso no es comida, es solo química! Tu padre se giraría en la tumba por tus palabras, bufó Isabel con desdén.
La disputa bajo el manzano viejo, coronado de frutos maduros, se convirtió en una verdadera discusión. A su alrededor se extendían plantaciones exuberantes con tomates en flor, calabazas tiernas y zarzamoras altas. El aire olía a hierbas y manzanas maduras. El cielo sobre el pueblo de San Roque brillaba con un intenso azul, y escasas nubes se deslizaban lentamente sobre las casas silenciosas.
Marcos, alto y con primeras canas en las sienes, sintió cómo crecía en su interior la ira. Había venido desde Madrid con un plan claro: vender el terreno a un constructor y llevar a su madre a una vivienda urbana. La casa en la que creció estaba deteriorada, la techumbre filtraba, y cada año era más difícil para su madre cuidar del hogar. Pero la anciana no quería ni oír hablar de mudarse.
– Mamá, actúa con seso. Tienes setenta y dos años. Estás arando este huerto como si tu vida dependiera de ello.
– Efectivamente, respondió Isabel suavizando el tono, con resignación. – Esta es mi vida. ¿Qué haría yo en tu apartamento de ciudad? ¿Sentada delante del televisor? Allí me ahogo.
– Nadie se ahogará, respondió Marcos retirando sus gafas y frotándose la frente. – Estarás con nosotros. Carmen ya ha preparado una habitación para ti, y Lucía te pregunta cada día cuándo vendrás.
– Lucía, mi tesoro, sonrió Isabel, iluminando su rostro un momento. – Pero no puedo dejar esta casa. Aquí está todo mi, todo lo conocido. Cada rincón recuerda a tu padre.
Marcos suspiró. Su madre era tozuda como siempre. Discutir con ella era inútil, y sin embargo, tampoco podía dejarla sola en una vivienda deteriorada. Un centro de ancianos no era opción – la madre lo viviría como una traición. El apartamento no le encajaba. Pero la vida en el pueblo, con su edad, cada vez era más ardua.
– Ayúdame, al menos, a recoger la última cosecha, rogó ella, cambiando de tema con inesperada suavidad. – Este año las manzanas están fenomenales. No es poco lo que daremos.
Marcos aceptó ayudarla, esperando que con el trabajo pudiera insistir una vez más en el traslado. Juntos se dirigieron al cobertizo a por cestas y una escalera.
– ¿Recuerdas cómo tu padre te obligaba a regar estos manzanos por las mañanas? preguntó Isabel al acercarse a los árboles. – Te enfadabas con él. Ahora mira cómo da frutos. ¿Recuerdas el reineta, tu favorito?
– Lo recuerdo, respondió Marcos con reticencia, notando cómo la garganta se le contraía. – Pero eso fue hace mucho, mamá. Los tiempos cambian.
– Sí, los tiempos cambian, pero los hombres seguimos siendo los mismos, observó la anciana dándole la cesta. – No olvides de dónde vienes, hijo mío. Recuerda tus raíces.
El sol se ponía lentamente, teñiendo el cielo de tonos rojizos. Trabajaron manu militari, recogiendo frutos rebosantes. Cada tanto, Marcos observaba a su madre, notando cómo se habían endurecido sus manos y profudizado las arrugas en su rostro. Pero en sus ojos brillaba la misma llama que de joven: tozuda, incandescente.
– Tu padre solía decir que la tierra vive, interrumpió el silencio Isabel, yendo con la cesta. – Siente y recuerda. Si se le trata con cariño, también ti trảta.
– Mamá, dijo Marcos dejando la cestas en el suelo y mirando a su madre con seriedad, – no lo hice por dinero. Estoy preocupado por ti. Aquí estás sola, sin ayuda, sin servicios médicos adecuados. ¿Y si algo sucede?
– Nada sucederá, respondió ella dando un golpe con la mano. – Aurora, la vecina del otro lado, pasa por aquí cada día. Y el vecino Delgado vive al otro lado de la calle. ¡Nosotros los viejos aún somos dignos!
– Aurora tiene setenta años, y Delgado apenas puede caminar. ¿Cómo ayudan?
– No des por sentado a las viejas, le reprendió Isabel. – Somos resistentes. Ayer, Aurora vino con una cesta entera de zarzamoras, recién recolectadas. Y los bollos de Delgado son para chuparse los dedos.
Marcos negó con la cabeza. Su madre vivía en un mundo donde las vecinas eran eternamente jóvenes y dinámicas, donde el huerto daba más que cualquier supermercado, y donde el pasado pesaba más que el futuro. ¿Cómo explicarle que solo deseaba protegerla? Que cada vez que se iba a Madrid, no dormía pensando en cómo se resbalaría en un escalón helado o caería mientras husmeaba en el huerto?
– Sabes, hoy me llamó tu esposa, comentó Isabel con cuidado, colocando las manzanas en la cesta.
– Carmen, ¿para qué? preguntó con sorpresa.
– Me pidió influirte, dijo que estás trabajando como un poseso, que te tiene inquieto. Se preocupa por ti.
Marcos sonrió. Carmen siempre estuvo del lado de su madre, incluso en las discusiones.
– Te propuso que ustedes y Lucía vinieran a pasar el verano aquí, continuó Isabel. – Dice que a la niña le hace bien el aire fresco y que es hora de dejar esos dispositivos. Y pensándolo bien, perhaps podría ser mejor: ustedes vienen a verano, y yo a invierno, antes de que la casa se hunda.
– Acabas de inventarlo, lo miró con desconfianza Marcos.
– ¡No! – se enfadó Isabel. – Pregúntale a tu esposa si no me crees.
Terminaron la recogida cuando ya caía la noche. Las cestas estaban llenas, y Marcos tuvo que trasladarlas con dificultad a casa. Isabel se movía ajetreada junto a la cocina, colocando sobre la mesa empanadas doradas y vertiendo café en tazas de porcelana vieja.
– Siéntate, hijo. Háblenos con normalidad, invitó ella.
El café era fuerte y aromático, con hojas de canela y menta. Las empanadas se derretían en la boca, recordando a Marcos su infancia, cuando regresaba de la escuela y sabía que su madre estaría esperando con algo dulce.
– Entiendo que actúas con las mejores intenciones, dijo Isabel, mirándolo con fijeza. – Pero, Marcos, entiéndeme tú también. He pasado toda mi vida aquí. Tu padre, en gloria y descanso, construyó esta casa con sus propias manos. Cada tabla, cada clavo, guardan sus recuerdos. ¿Cómo podría todo eso desaparecer?
– Mamá, nadie te exige vender la casa. Puedes vivir aquí en verano, y en Madrid en invierno. Sería mejor para ti, intentó convencerla Marcos.
– ¿Y el huerto? ¿Y los manzanos? ¿Quién se encargará de ellos?
– Mamá, apretó la mano de ella, el huerto no es tu vida entera. Tú misma dijiste que es la última cosecha. Quizá es hora de descansar.
Isabel guardó silencio, mirando por la ventana, donde ya era de noche. Lejos, un perro ladró; otro le respondió. Los sonidos de la noche campestre eran tan familiares como queridos.
– Recuerdas cómo tenías miedo de dormir solo de niño, preguntó de repente.
– ¿Qué tiene que ver eso ahora? frunció el ceño Marcos.
– Tu padre decía: “Deja que el niño se acostumbre a la autonomía. No le mimes”. Pero yo siempre iba a tu habitación после que te dormías y me quedaba a tu lado. Isabel sonrió. – ¿Crees que no noto cómo te has cambiado? Cómo la ciudad te ha tragado. Incluso tu risa es distinta, forzada.
– ¿Qué intentas decirme? no comprendió Marcos.
– Te veo tenso, como si estuvieras siempre de trabajo, incluso cuando sonríes.
Marcos guardó silencio. No había previsto algo así, aunque había cierta verdad en las palabras de su madre. La vida en Madrid era una sucesión de plazos, reuniones, informes. Incluso en casa solía estar pegado al portátil mientras Carmen dormía a Lucía. cuándo fue la última vez que simplemente paseó con Lucía por el parque, sin pensar en el trabajo?
– Mañana iré a Madrid y anularé el contrato, anunció de repente Marcos. – Pero con una condición: pasarás este invierno con nosotros. Carmen lo agradecerá, y Lucía será feliz.
– ¿Y el huerto? preguntó Isabel con preocupación.
– En primavera volverás y te ayudaré a plantarlo todo de nuevo.
La anciana lo miró con desconfianza.
– Y tu trabajo, ¿siempre estás ocupado?
– Tomaré vacaciones. Hacía tiempo que lo necesitaba, afirmó con firmeza Marcos.
En la mañana lo despertó el aroma de empanadas recién hechas. Isabel se movía en la cocina, tarareando una canción vieja. Cuando entró, le ofrecía café recién hecho.
– ¿Por qué te levantaste tan temprano? bostezó.
– ¿Acaso no recuerdas? Aún tienes que recoger las zarzamoras y cavar patatas. Si deseas terminarlo todo antes de irte, hay que moverse. Isabel brillaba con energía.
Dejaron el desayuno y salieron al jardín, donde los saludó el sol matutino. Las zarzamoras esperaban, grandes y carnosas, colgando de las zarzas como gemas.
– Mira, qué fruto, dijo Isabel con orgullo. – Las rejuvenecí el año pasado, y este año, ¡qué belleza!, observó con satisfacción.
Trabajaron juntos, y Marcos se sorprendió notando cómo le gustaba esta vida campestre pausada. No había que mirar el reloj, contestar llamadas, apurarse con reuniones. La vida fluía diferente, al ritmo de la naturaleza, con el amanecer y la puesta del sol.
– Prueba, le ofreció Isabel un puñado de zarzamoras recién recogidas. – No son como las de la tienda. Son auténticas.
Marcos cogió una fruta y se la metió en la boca. El sabor dulce con un toque ácido le recordó su infancia, cuando recogían zarzamoras con su padre, y su madre entonces hacía mermelada. De repente, se le nublaron los ojos.
– ¿Qué sucede? se preocupó Isabel.
– Nada, mamá. Solo recuerdo cómo trabajábamos con papá aquí.
– Te quería, Marcos. Aunque fuera severo, lo hizo por ti. Te envió a la universidad, te ayudó a comprar un piso en Madrid.
– Lo sé, mamá.
Para la hora del almuerzo habían recogido varios cubos de zarzamoras, y Isabel decidió preparar mermelada con parte, y dejar el resto para compota.
– Mañana empezaremos a cavar patatas, determinó. – Podría cambiar la climatología de repente.
Por la noche, sentado en el balcón, Marcos llamó a Carmen y le contó su decisión de anular el trato.
– Estoy encantada, dijo su esposa con sinceridad. – Es una decisión acertada, Marcos. Isabel no podría vivir en la ciudad. Se marchitaría allí.
– Pero pasado el invierno vendrás con nosotras, le recordó.
– ¡Por supuesto! Carmen y Lucía ya han preparado una habitación para ti. Incluso compré plantas para la ventana, las violetas que tanto te gustan.
Tras colgar, Marcos miró a su madre. Ella se movía en su silla vieja, desgranando zarzamoras con calma, tranquila y contenta.
– Sabes, dijo, wohl, tomaré vacaciones no solo en primavera, sino también en agosto. Llegaremos con Lucía y Carmen a ayudarte con la cosecha.
– Esto es lo mejor, asintió Isabel. – A Lucía le hará bien aprender de dónde proviene la comida. Sólo piensa que, tal vez, cree que sale directa de la tienda.
Marcos rió y la abrazó por los hombros.
– Tienes razón, mamá. Como siempre.
Los días siguientes los pasaron trabajando en el huerto. Cavar patatas, recoger los últimos productos, preparar compotas y mermeladas. Marcos sentía cómo la vorágine de la ciudad retrocedía, cómo algo olvidado pero fundamental regresaba.
– Mira, señaló Isabel mostrando las botellas llenas, – todo esto proviene del huerto, hecho con nuestras manos. ¿Cómo iba a dejarlo?
– No puedes, mamá. Tienes razón.
El día del viaje, Isabel se levantó especialmente temprano. Preparó un desayuno y organizó para Marcos un regalo – cazuelas de mermelada, pepinos encurtidos, salchichón que el vecino Delgado le había dado.
– Dáselos a Carmen y Lucía, le aconsejó, metiendo las botellas en una caja. – Decidle que se cuiden. Traeré más en invierno.
– De acuerdo, mamá.
Antes de partir, su madre le abrazó, como lo hacía en su infancia.
– Gracias, hijo. Por escucharme, por ayudarme. De otra manera no hubiera podido hacerlo sola.
– Mamá, respondió Marcos, abrazándola con fuerza, – tú eres la que me agradece. Por estar ahí, por ser cómo eres.
– ¿Cómo soy?, se rió Isabel.
– Auténtica. Como tus zarzamoras.
El autobús lo llevó de vuelta a Madrid, y él no dejaba de pensar en su madre, en su huerto, en la última cosecha que no fue la última. La vida continuaba, como continuaba frutear el viejo manzano, como continuaba alegrarla la zarzamora, como la tierra seguía entregando sus frutos a quienes se la querían y respetaban.
En Madrid lo esperaban Carmen y Lucía, y dentro de unos meses vendría su madre, cansada del aislamiento invernal, pero llena de proyectos para la siembra de primavera. Y Marcos ya lo sabía: tomaría su tiempo para ayudarla en esa siembra. Porque olvidar las raíces es como olvidar la propia tierra en la que uno creció.
La última cosecha del año fue recogida, pero las futuras cosechas estaban por llegar. Y Marcos sabía que ahora tendría que ver con cada una de ellas.

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La Cosecha Final