– ¿Y ya se fue nuestro cuñado otra vez? – Marta Delgado movía apresurada los empanadillas rellenas de atún y aceitunas negras sobre la servilleta de hilo. – ¿Quiere un café o quiere probar nuestro aguardiente casero, que ya lo tenemos preparado desde hace días?
– Mamá, ¿aguardiente a estas horas? – protestó Carmencita con la sonrisa tímida. – Aunque… un chorrito no es para tanto, es un caso especial.
– ¡Claro que es especial! – Marta se llevó las manos a la cabeza. ¿Creen que hace dos años que no veo a mi única hija?
Juán, desde el rincón más oscuro del salón, cruzó brazos con resignación. A primera hora de la mañana había salido Madrid con la esperanza de que estos dos días fuesen breve, pero Marta lo trataba como si fuera un extranjero perdido. Mientras Carmencita se emocionaba con los abrazos y los suspiros, él solo podía pensar en cómo explicarle otra vez a la abuela lo que significaba “trabajo remoto”.
– Mamá, le trajimos regalitos – dijo Carmencita frotando el fondo de una bolsa de tela.
– Que te dejen mirar antes – replicó Marta, – ¿es que no come nada en Madrid? Tan delgada ha quedado lo más guapo del mundo…
– Come, claro — intervino Juán secándose los ojos con el dorso de la mano –, tres veces al día, como una mártir.
– ¡Ja! Solo piensas en divertirte tú. Y dime, ¿vas a acabar con tantos cuñadismos si nos vamos a pesar?
– Mamá, eres muy amable – murmuró Juán.
– Anda, ve a buscar el vaso. Y si quieres, le pregunto a tu cuñado si quiere un segundo trago…
Mientras Marta regresaba a la cocina, Carmencita se inclinó hacia Juán:
– Juán, por favor, solo dos días. No empecemos.
– Dos días es demasiado – se exasperó. – Habíamos quedado en dos días, ¿recuerdas? El jueves cena, el viernes por la tarde a casa.
– Pero papá te quiere llevar pasear al campo, algo que lo hace completamente feliz. Piensa en lo que vaya a menguar si se lo niego – respondió Carmencita con lágrimas perladas en los ojos.
Juán suspiró. Sacar la excusa del trabajo remoto era arriesgado: en la mente de Marta, el teletrabajo iba directamente a la misma categoría que el ocio inútil. Pero el resto del día le daba pereza enfrentar a su jefa, que lo veía siempre con cara de ciruelo seco.
– Carmencita, tienes que ver que mi jefa me hará un interrogatorio del tamaño de la Sierra de Guadarrama – advirtió. – Si no respondo como le gusta, me mandará cartas de su abuela y telegramas de las tías.
– No digas eso – rezongó ella. – Papá me ayudará. Además, fue él quien me dijo que tuviera fe.
Al ver la expresión de desinterés de Juán, Marta regresó con un vaso largo de cristal y una botella de licor oscuro:
– ¡Ahí os va! Seguro que con esto la lengua se os pone un poco más suave.
– ¿Y qué crees que me importa? – preguntó Juán con voz ronca, mientras miraba al suelo.
– El mejor descanso es cambiar de actividad – respondió sin perder el hilo. – Vamos, papá y tú, ya es hora de que os deleiten con la sierra de Guadarrama.
Carmencita sonrió como si acabaran de ganar el Euromillón. Marta, por su parte, gruñó algo sobre “casetas de caminantes” y “obras de la carretera”, pero al final se calló. Juán no sabía si agradecerle a José Antonio por la invitación al campo o a Marta por no forzar una conversación sobre el supuesto obstáculo de la vivienda en Madrid.
A media hora de allí, al lado de un río que pescaban lucios, Juán descubrió que Marta tenía el afán de espantar hasta las aves más tranquilas. José Antonio, en cambio, era un hombre sencillo: le gustaba contarlo todo con un tono indiferente, como si fueran anécdotas de un vecino imaginario.
– ¿No crees que vamos a poner por tierra los planes de tu nuera? – preguntó Juán.
– No me importa – respondió José Antonio. – Me encantará verla sonreír, hasta que salga el jueves a los más de cien ronroneos de la sierra.
– ¿Y si Marta se cabrea?
– No se cabreará – dijo rotundo. – Solo se meterá un clavo en la rodilla y se lo callará. Mi experiencia me dice que los cabreos de Marta duran lo que la duración de un paseo por el parque.
El tiempo se les fue fugaz. Juán pescó dos lucios, José Antonio se sorprendió de la eficacia de sus cebo de cevadas, y al final volvieron con las manos de tierra, la espalda cansada pero el pecho satisfecho. Lo mejor era el grupo de cara al mundo que se formó entre los tres: una versión más civilizada de lo que era normal en la familia.
Cuando regresaron, Marta les esperaba con ojos de lince. La primera postal que puso sobre la mesa no era de su viaje a Málaga, sino de un collar de cuentas que Carmencita aseguraba que le había regalado ella misma. La conversación fluyó fácil: sobre la última mudanza de abuela, el estado del estado, la precariedad del clima, y cómo Marta no entendía por qué nadie más cuidaba a su única hija como un hilo de cariño con tanta intensidad.
– ¿Y qué piensan por fin sobre… ya sabes qué? – preguntó Marta de repente, forzando un tono casual.
Juán se atragantó con un sorbo de vino.
– Mamá, ya lo hemos hablado – murmuró Carmencita.
– Lo supuse. Porque no hay nadie más que piense en el bien de su retoño que no se le ocurra esa pregunta – replicó Marta.
– Y me consta que con frecuencia – añadió Juán –, aunque se me hace raro oír un parecido a “obstáculos familiares” en boca de una madre…
– ¿Oh? – la mirada de Marta se endureció. – Anda ya, que en mi tiempo yo…
– En tu tiempo – interrumpió José Antonio al ver la cara que ponía Juán –, las hijas no tenían que preocuparse de eso.
Se armó un silencio denso. Carmencita miraba fijamente el mantel, Marta entrecerraba los ojos como si estuviera viendo algo en la lejanía, y Juán no sabía si sudar más del calor que entraba por las ventanas, o por el peso de una situación que no sabía cómo arreglar.
– Yo lo digo por bien – continuó Marta, bajando el tono. – Si no lo hace ya, no habrá remedio.
– Acabamos de hacer una pruebita – dijo Carmencita de repente. – No fue favorable.
Silencio. De nuevo. Esta vez, más prolongado. Marta lo miró a Juán con ojos de ónice y voz trémula:
– ¿Y… cuánto tiempo hace que…?
Juán tragó saliva. Miró a Carmencita, que parecía ya en trance. Miró a Marta, que no sabía cómo aliviar la tensión. Y optó por lo inevitable:
– Hace un año.
Se oyó caer un vaso de vino en el suelo. José Antonio se acercó a recogerlo, y se hizo un murmullo de ruegos y aguardientes caseros.
El resto del viaje fue un cúmulo de intercambios fríos, donde el único que se manifestaba con calma era José Antonio (aunque tampoco podía esconderse por siempre). Carmencita seguía con esa expresión de perro de presa, Marta no dejaba de sondear con preguntas tímidas, y Juán se preguntaba si su suerte sería más cruel mientras estuviera en tierras de su jefa.
El jueves y el viernes pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Marta lo miraba con miedo, como si temiera que él también llevara una tristeza equivalente a la de Carmencita. Carmencita se puso blanca con su ropa especial de Madrid, y Juán, quien siempre se creyó inmune al drama familiar, terminó comprobando que los días con su suegra también podían erosionar.
El sábado por la noche, al final de la cena de despedida, Marta le dio un abrazo largo, con un hilo de palabras ininteligibles. Juán se sorprendió: a veces, en medio de un pescado, uno descubre que hay cosas que solo se entienden cuando ya no puedes cambiarlas.
Regresaron a Madrid con el corazón más tranquilo. La conversación de despedida salió automáticamente:
– Mamá, nos vemos pronto – dijo Carmencita.
– Por si acaso – respondió Marta con un hilo de voz –, si se cumplen los milagros, mejor no nos espero a mis hijos. Pero si no…, ya sabes dónde está mi número.
Juán rió por dentro. A veces, el amor se mostraba de formas inesperadas, incluso en los planes más bienintencionados y circunstancias absurdas.