Amor Prohibido entre Amigas.

Clara Núñez miraba por la ventana, con las palmas de las manos frías y el corazón acelerado. El cuartucho de la pensión olía a humedad, pero en casa, en el pueblo de **Villa del Rosal**, ahora mismo se celebraba **Los Toros de la Vega**, un festival que había empezado a llover con fuerza aquella noche. Acababa de leer el último mensaje de su amiga **Estela Fernández** en el teléfono: «Clara, por favor, ven. Necesito que estés aquí. Laura está muy grave».

Treinta y tres años compartiendo secretos, cenas simples con chuletillas y vino tinto, y ahora una noticia que parecía atragantarle la vida. Pero entre todos aquellos recuerdos, uno permanecía: aquel verano en la **Plaza del Altozano**, en Almería, cuando ambas aún eran obreras en la fábrica de tejidos **Salazar Hermanos**, y compartían una habitación de pared delgada en el casco viejo.

Era verano de 1988. Clara tenía veintisiete años, Estela veintidós. Por las noches, después de cerrar la fábrica, se sentaban en el escusado del taller para fumar de escondidas mientras hablaban de Hollywood y amor imposible.

Fue entonces cuando entró **Álvaro**, el nuevo supervisor. Alto, de pelo castaño y mirada melancólica, con un aire de tragedia griega que hacía suspirar a las chicas. Las trenzas, las sonrisas coquetas… todos los trucos funcionaban, excepto con Clara.

—¿Crees que él también me ve? —susurró Estela una noche, oliendo a tabaco y canela.
Clara apuró su cigarro contra la loseta fría del suelo.
—Álvaro es como el sol, Estela. Ilumina a donde quiera que vaya, pero siempre sigue su rumbo. —Mentira. Ella lo conocía. Lo conocía porque el destello de sus ojos ya no era para nadie más.

Pero eso no se contaba. No en voz alta. En el mundo de Clara, las confesiones eran como el oro en una mina abandonada: mejor no remover, o se desplomaría todo.

Álvaro cortejó a Estela con flores de campo y poemas franceses. Clara los acompañaba a cafés, sonreía, fingía entusiasmo con cada mirada que él le lanzaba a su amiga. Mientras tanto, su propio corazón se hundía como un anzuelo que se hundiera sin peces.

—Ay, Clarita, ¿cómo será el amor verdadero? —preguntaba Estela, melancólica, cuando Álvaro no las veía—. A veces me parece que no existe.
Clara le ponía una mano en el pelo, como si así pudiera taparle los pensamientos. «Y sin embargo, tú tienes la llave de mi alma», quería decir, pero en lugar de eso, respondió:
—El amor es un barco que tiene que pagar impuestos a la suerte.

Cuando se casaron, Clara fue la dama de honor. Llevó un vestido de tela repasada, como era tradición en Almería. En la recepción, Álvaro le susurró algo al oído:
—Tú siempre serás la primera.
Clara no supo si era una promesa o un adiós.

El hijo de Estela y Álvaro, Sergio, nació en 1992. Clara fue padrino del bebé. La niña **Laura**, la mayor de las tres, llegó en 1998. Cuando el niño cumplió tres años, recibieron una oferta: trabajo en Madrid.

—Clara, ¿irás con nosotros? —preguntó Álvaro, con ese tono de responsabilidad que solo usaba cuando algo lo abrumaba.
Clara miró el pajar en ruinas que quedaba en el fondo del patio. La abuela aún vivía allí, dando recetas de **tortas de aceite** y miradas suspicaces.
—Tengo asuntos pendientes aquí. —Calló. Nunca supo explicar qué le habría ocurrido al corazón si hubiera seguido a su amiga a la ciudad.

Años después, durante una videollamada desde Madrid, Estela le mostró una foto del ático nuevo. Clara sostuvo la mirada en Álvaro unos segundos demasiado largos.
—¿Y vosotros? —preguntó, procurando que la voz no se quebrara.
—Álvaro está ocupado con los proyectos, pero… ¿sabes?
—¿Sí?
—A veces llega tarde a casa. —Estela sonrió de lado, como si ella tuviera la clave del misterio.

La vida de Clara continuó en Villa del Rosal, entre los campos de almendros y las cartas de amigos imaginados. Pero cuando Laura cumplió dieciocho años, Estela volvió con la noticia:asma. Luego, fibrosis pulmonar. Y finalmente, en el año 2019, el **cáncer de pulmón**.

Por eso ahora Clara bajaba la escalera de hierro del autobús que la había llevado desde Granada. El pueblo había crecido, con luces modernas y wifi gratis, pero la casita de Estela mantenía el mismo techo de pizarra y el mismo jardín de lavanda.

—¡Clara, guapa! —la abrazó Estela con esa fuerza característica—. Ven, te prepararé **áticas con aceite**. La receta mejorada, claro. Álvaro me tocó la guitarra una noche de sobra.

Las dos se sentaron en el cuarto de estar, con el humo de un cigarro paraguayo flotando entre ellas. Clara notó que su amiga lloraba en silencio.
—Laura regresa el lunes de Madrid. Quiere ver… a todos.
—¿A todos?
—Álvaro regresó a casa. —Estela torció el vaso de vino—. Dice que quiere… cuidar de Laura hasta el final.

Clara sintió una opresión en el pecho. Veintiséis años sin tocar su pelo, sin sentir su brazo rodear su hombro… ¿Y nocheros, si la vida se lo permitía?

—Necesito saber una cosa —dijo con voz pausada—. ¿Álvaro… te ama aún?
—No entiendo.
—Déjame adivinar. Álvaro ha regresado no por Laura. Ni por ti. Regresó por algo más… antiguo.
Estela se quedó muda. La llama de la vela titubeó.

El sol se puso, y Clara suspiró. No había vuelto al pueblo para resolver viejos misterios. Pero de alguna manera, Village del Rosal parecía esperarla. Con sus calles olorosas a geografía interminable, con el río que aún no se había secado. Con Álvaro, que quizá ya no fuera el viento que vino sin avisar, pero era una brisa que seguía siendo añorada.

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