Clara no contestaba. Pero su suegra decía todo.
– ¡Clari, estás fenomenal! Tan guapa como una reina y con esas manos de oro poniendo la mesa. Menudo suerte tuvo Pablito al encontrarte – Marta Fernández le daba sorbos al gazpacho mientras hojeaba el menú –. Siempre dije, si la mujer no tiene buen corazón, ni media naranja habla de ella. Y la belleza, como el sol de julio, llega y se va.
Clara sonrió y se levantó a reponer el ceviche de salmón. Había aprendido a soportar los cumplidos forzados de Marta que siempre venían seguidos de un tirón de oreja.
– Pablito debería dar gracias de haber pillado a una mujer así. Yo ya veía en las tertulias de las casadas con esos mocetones que solo sacan monedas para el parking. – Marta reía mientras pescaba una aceituna de su vaso –. En nuestra época éramos más vinagras. Y de madre a hijo no pasaba ni el coche…
Pablo lanzó una mirada de aviso a Clara, que acababa de llegar con la bandeja.
– Marta, prueba este ceviche, está riquísimo – Clara habló serena como si no hubiera captado la indirecta –. Anda, no te quedes con esas caras.
– Gracias, niña buena. Y tú, no te preocupes que todo se arreglará – Marta dio una palmadita en la mano de Clara –. Cuando esperaba a Pablito, tenía veintidós y ni siquiera sabía barrer. Hoy en día, primero hacen la tesina y después lloran sin hijitos.
Clara mordisqueó su labio inferior. A los treinta y dos años, cada conversación sobre maternidad le dejaba un sabor amargo. Los tres tratamientos de FIV habían mordido sus ahorros y la autoestima. Pablo y ella aún luchaban, pero la presión de Marta sobre los nietos en cada visita se había convertido en un caldo de cultivo de sus miedos.
– Mamá, cuéntanos de tu nueva casa. ¿Ya colocaste esas lámparas que tanto te gustaban? – Pablo cogió su cerveza con nerviosismo.
– ¡Cómo!, si esos carpinteros ni saben distinguir una tapa de aceite de una cenicienta – suspiró Marta –. A mi edad no es fácil trepar por las escaleras. Aunque Lorena de enfrente me echa una mano, lo cual es un milagro.
– Te ofrecimos ayuda – recordó Pablo.
– Anda ya, con lo que os cuesta eso de hacer el Impuesto de Sucesiones – Marta se encogió de hombros –. ¿Vienes a visitarnos o nos echas un cable con la gripe de mi vecina?
– Mamá!
– ¡Bueno, bueno! Solo digo que en mi juventud me bastaba con el café de la siesta para cuidar a un menor, trabajar en el taller de bordados y aún ir al cine.
Silencio. Pablo apretó la mano de Clara. Ella recontaba con los dedos los platos que había servido hojeando el mantel. Ya sabía que discutir con Marta era como intentar pescar aire con una escopeta de feria: solo se conseguían heridas de rebote.
– ¿Y qué hay de Nacho, el palomo de tu amiga Tere? – preguntó de pronto Marta –. Ese ya está para el cuarto nieto y aún es director de orquesta. Ay, como fuera por él, ya tendría conciertos en cada barrio.
– Increíble – Pablo cortó un trozo de tortilla con indiferencia –. Mamá, ¿quieres otro trozo de flan como gusta a ti, Clara lo preparó con canela?
– ¡Ay sí, guapetona! – Marta sonrió –. Clari, cuando os conocisteis, hasta lloraba de nervios. No solo por la diferencia de edad, si bien es cierto que tu eres mayor…
– Solo dos añitos es todo – corrigió Pablo.
– ¡Por supuesto! Como si fueran imaginados – Marta agitó las manos –. Pero siempre tuve mis dudas. Anda, ¿y los famosos análisis de vuestra casita de Salamanca?
– Mamá!
– ¿Qué, si no hablamos de eso, qué quedará para el café? – Marta se encogió de hombros –. Yo no sé, pero a tu edad yo ya tenía tres y aún compartía la cama con mamá. Y sin medicamentos.
Clara se levantó de golpe.
– Necesito un poco de aire – murmuró y salió al balcón.
Pablo la observó con la preocupación de un herido en la retina.
– ¿Por qué lo haces, mamá? – preguntó con voz quebrada.
– ¿Yo qué? – Marta fingió sorpresa –. Solo asegurarme de que no hay planes de criar pájaros. Anda, prueba estos churros que me habla mi vecino de un herbolario que…
– Mamá, ya estamos con los remedios milagrosos. – Pablo ya no ocultaba el enfado –. Clara se mastica pastillas en Montserat y casi pierde la esperanza todos los meses. Tú también una vez…
Marta calló. De repente, el cuarto se quedó más pequeño. El reloj marcaba las once y media y Clara aún no regresaba.
Cuando entró, llevaba una bandeja de pastelitos recién hechos.
– ¿Le doy más te, mamá? – preguntó con una sonrisa que rozaba el dolor.
– No, niña, ya me debo al médico con mi presión – Marta jugueteó con su servilleta –. Deberías ver los cuadros que pinta mi hijo, en la planta baja. A los setenta y tres aún piensa que ser marqués.
La cena continuó con las mismas tretas. Marta lanzaba anécdotas de su niñez en el Alentejo, sus dolores del reuma, y el desfile de nietos de sus amigas. Pablo sonreía con la boca y sufría en silencio. Clara, mientras tanto, secaba platos con el cuerpo agarrotado por la tensión.
Cuando Marta se fue, Pablo puso la mano en el humo de cigarros que se le acurrucaba en la mejilla.
– Mañana paso a ver si necesita ayuda – mintió –. Volveré antes de que se te acabe la paciencia.
La puerta se cerró. Clara se hundió en el sofá. Las lágrimas ya no llegaban. Solo el eco del “aún es posible, aún es posible” que repetía como un mantra de combate.
Su móvil vibró.
– Clari, perdóname – la voz de Marta sonaba extraña, con ese temblor de la madrugada –. Pablito acaba de decirme que ya no hay más FIV.
Clara se quedó sin aliento.
– No sabía… nunca me lo dijo… – Marta se abrazó al auricular –. Yo también luché, Clari. Sí, tres veces me fue el niño en el canal de la duvera. Pero era la época de callar, de esconder la sangre en la servilleta. Decían que si no había hijos, era porque no merecías ser mujer.
Clara se quedó con la jarra de agua en la mano.
– Entonces, ¿todo lo que dije en la cena…?
– Era mi forma de decir “soy una imbécil” – Marta sollozaba –. Pensé que si ponía el anzuelo del vaticano, os haría reaccionar. Pablito me contó los estudios, la situación… Yo solo… tenía miedo.
La noche se quedó sin palabras. Solo el ruido de las olas en el marjo de la playa.
Más tarde, cuando Pablo regresó, encontró a Clara con ojos hinchados pero con una sonrisa nueva.
– Hablé con mamá – dijo mientras apagaba las luces. A primera hora de la mañana, le haremos una visita.
A partir de ese verano, la casa de Salamanca recibió a Marta como a un hijo más. Entre los trapos de coser y los remedios caseros, la suegra y la nuera construyeron un nuevo tipo de amor: el que nace cuando dos mujeres dejan de jugar a las damas de espadas y empiezan a contar soles de tejas rotas.
Esa Navidad, Marta hizo dos cosas insólitas: se pintó el pelo de un rubio varonil y aceptó un viaje a Mongar para visitar a su amigo Amador, un carpintero jubilado que toca el acordeón.
– A veces, Clara – le dijo mientras cogían el tren –, la vida que ocultamos es la mejor revista.