Todo iba de maravilla hasta que volvió.
—¿Qué haces tú aquí?— casi suelta la taza de café María al ver en el umbral de su puerta a su hermana, que la miraba con esa sonrisa de siempre.
—¡Sisita!— dijo Ana empujando el flequillo rebelde con despiste—. ¿No me echabas de menos?
—Pensaba que estabas en Nueva York…— su voz temblaba—. Hace ocho años que te fuiste, dijiste que no volverías…
—Los planes cambian— encogió los hombros Ana, metiéndose adentro en plan de quién pregunta—. ¿O prefieres que me quede cuadrando con el buzón?
María se apartó. Ocho años de vida controlada, comodín trascendental. Ana miró la casa, que una vez compartieron.
—Guay lo tienes— señaló la nueva estantería—. ¿Recuerdas cómo se empeñábamos en pegar esos horrorosos papelones de flores en el baño?
—Recuerdo— susurró María.
—¿Estás casada?— la miró Ana al notar el anillo.
—Sí, con Óscar. Lo conoces. Mi antiguo compañero del instituto.
—¿Óscar Morales?— arqueó las cejas—. El que te escribía esos poemas en las libretas de clase, ¿no?
—El mismo.
—Típico. ¿Y tienes hijos?
—Una hija, Alicia. Tiene seis años.
—Guay— la voz de Ana cambió, de repente ves debería de conflicto.
—¿Dónde está?
—En la guardería. Óscar la recoge ahora. Van a ir a la feria del parque.
—Qué pasa, ¿se esconde de mí?
—Ana…— María se acercó—. ¿Por qué regresaste?
—La vida en Norteamérica se me atragantó, la visa caducó— encogió los hombros—. Me vine a lo que es.
—¿Definitivo?
—Veremos.
Esa tarde, Óscar trajo a Alicia. María le había contado, pero vio cómo tensaba al ver a Ana.
—Hola, Óscar— Ana hojeaba el periódico sentada en el sofá—. A ver, ¿cómo estás, el abogado de los casos amorosos?
—Ana— saludó frío—. ¿Cómo vais por el otro lado del charco?
—Bajo cero— rió Ana—. Tú, en cambio, sigues igual. El serio de siempre.
Alicia se agarró a su padre.
—¿Quién es esta?— preguntó mirando a Ana.
—Es tu tía Ana, la hermana de mamá— explicó María, sentándose al lado.
—¿Tienes una hermana y nunca la he visto?
—Tía Ana vivía en Norteamérica— dijo María—. Ahora viene a visitarnos.
Ana se acuclilló frente a la niña.
—Hola, preciosa. ¿Qué guapa con esos ojos de tú?
—¡Gracias!— dijo Alicia tímidamente.
—¿Vais a ir a la feria de noche?— preguntó Ana—. Si os dejan, podría enseñarte unos trucos con monedas.
La cena fue cargada. Óscar respondía a lo que preguntaban, pero se notaba que no se sentía cómodo.
—¿Papá, iremos a la feria de hojalata?— preguntó Alicia.
—Sí, cielito— respondió Óscar con ese tono que lo hacía ver más tierno.
—¿Y la tía Ana con nosotras?
—Si quiere— confirmó María, mirando a Ana—. Será divertido, ¿no?
—Me encantaría— asintió Ana.
Después de cenar, Óscar ayudó con los platos.
—¿Cuánto dura su visita?— preguntó en voz baja.
—Dice que unos días— María se le acercó—. Pero es mi hermana. No puedo echarla.
—Piensa en Alicia. Los niños sienten estas cosas— insistió Óscar.
Desde la cocina escucharon a Alicia riendo. Ana le mostraba trucos con monedas.
—¡Fíjate, desapareció la moneda!— decía Ana—. Ahora está detrás de tus orejas.
—¡Otra, otra!
María se tranquilizó un poco. Quizá Ana había cambiado.
Esa noche, mientras dormía Alicia, Óscar se echó a la ducha. Ana y María quedaron solas.
—No estás mal montada, ¿eh?— Ana hojeaba fotos de familia en la estantería—. Tranquila, predecible.
—¿Y eso es malo?
—Aburrido, sí— suspiró Ana—. ¿Recuerdas cómo soñábamos ir a París o a Nueva York? Tú querías ver la Torre Eiffel, y yo… ser la reina de los bares de allí.
—Tus sueños nunca cambiaron— María sonrió.
—Algunos no— Ana se sentó al lado—. ¿Tú te sientes feliz, hermana?
—Sí. Tengo a mi familia, a Alicia…
—Pero ¿nunca piensas en cómo podría ser tu vida si no hubieras tenido un bebé con quince años y te hubieras escapado conmigo?
—No digas eso.
—No lo digo por mal. Solo curo la curiosidad.
Ese tono de Ana, Marie sabía interpretar.
—Tú y la seducción— murmuró—. Siempre jugando a algo peligroso.
—¿Yo?— se echó a reír Ana—. No seas cliché.
Los días siguientes, Ana se integró en su rutina. Jugueteaba con Alicia, ayudaba en el hogar, incluso preparaba desayunos. Óscar se fue relajando poco a poco.
Pero María notaba. Demasiado interés en la vida de ellos. Demasiadas preguntas sobre el trabajo de Óscar o su sueldo.
—¿Óscar gana bien?— preguntó un día en la cocina—. ¿Cómo es el jefe?
—Suficiente para todos— respondió María—. ¿Por?
—No, nada. Solo curiosa— Ana hojeaba el menú—. Pues si te andas ahorrando, ya sé qué hacer.
Esa noche, Óscar llegó tarde.
—Perdón, cielito— besó a María—. Se alargó la reunión.
—No es nada— le sonrió.
Ana se mostró charmosa. Forma de Óscar del trabajo, risas, preguntas. María observaba y le horaba dentro.
—¿Y mañana te voy con el banco?— preguntó Ana—. Tengo unos papeles que traer.
—Por mí, no hay problema. ¿A qué hora?
—A la una, si te va bien.
—Perfecto— Óscar sonrió—. Me alegra ayudarte, caramelo.
María se mordió la lengua. Ese tonito… ya lo había oído antes.
La noche siguiente, no pudo dormir. Óscar roncaba y en la cabeza le resonaba. ¿Sería posible que Ana…? ¿Años de lecciones no la habían dejado marcar?
Al día siguiente muy temprano, Ana ya desayunaba.
—No sueñas— observó—. ¿A qué se debe la ausencia de sueño?
—A la forma de despertar— respondió María.
—Pues sí que te ha pillado— Ana cambió la cara—. ¿Te porto o te molesto?
—No seas ridícula.
—A mí me parece lo otro. Como si estuvieras molesta por mi inoportuna entrada.
—No.
—Entonces ¿por qué me miras con cara de que no te trae flores?
—¿A mí?— María la miró—. Será porque me cuesta ver cómo te ves de nuevo en mi casa.
—Bueno— Ana se acercó—. No fue mi intención hacer el caos. Pero si quieres saber…
—No necesito saber— cortó María.
—Pero te preocupa.
—Ana…— se acercó—. No necesito que vengas con tu plan eterno. No tengo tiempo para eso.
—Ni tú ni nadie— Ana se encogió de hombros—. Pero lo hago porque ya no puedo correr. Tengo cuarenta y dos años, María. No soy una niña del barrio que busca el amor en un hombre.
—Entonces ¿qué buscas?
—Pertenecer— susurró—. En algún lugar, con alguien. Pero no aquí.
—Entonces vete— exigió María—. No tengo miedo de decir quién eres.
—¿Y si no quieres lo que habrá con Óscar?— Ana la miró fijo—. ¿Aunque su vida no sea la mejor?
—Eso no es cierto.
—Sí. Lo es. Y tú lo sabes. ¿Cuánto llevas viendo que él no quiere nada más que bajarse de la rutina?
—No digas eso.
—Sí. Digo— Ana se encogió de hombros—. Mañana, ya vereis cuál es la canción.
Al día siguiente, Óscar salió con Ana al banco. María los esperaba con ansia, aunque algo le decía que no volvería la misma.
Cuando volvieron, Óscar era más risueño. Ana lo elogió de tanto en tanto, le agradeció por todo. Por la compra, por sus consejos.
—Gracias, cariño— le dijo Ana—. Eres muy majo, por si no te habías dado cuenta.
María tragó saliva. El mismo tono. La misma seducción.
—¿Y qué vamos a hacer ahora, cariño?— preguntó Ana—. ¿Pruebas con las magdalenas caseras de María?
—La verdad es que…— Óscar miró a María—. Me apetece verla otra vez.
—¿Otra vez?— Ana sonrió—. ¿Qué llevamos? Dos veces, ¿no?
—A veces— María suspiró—. Tienes que ser menos… ansiosa.
Ana la miró con cara de haber entendido.
—Vale— se rió—. Miau.
Esa noche, mientras dormían los dos, María no podía pegar ojo. Óscar respiraba tranquilo, pero ella sabía que algo había cambiado.
—¿Te noto más alegre?— preguntó en la noche.
—La verdad es que sí— susurró él—. Me hace bien tener un poco de diversión.
—No exageres— suspiró María.
—No, en serio. Me encantaría tener más esta vida— Óscar se movió—. Nadie me anima a divertirme como ella.
—No te gusta lo que ves, ¿eh?— Ana ya dormía pero la frase era inevitable.
Al día siguiente, María echó a la puerta. No soportaba más.
—Basta— le dijo a Ana—. No juegues. Si te sientes sola, hay otras vidas. Otra gente. No necesitas esta.
—¿Y se supone que entendré?— Ana la miró—. ¿Cómo le explicas a alguien que ya no quiere reunirse contigo que tiene que desaparecer?
—Pues como la única forma— susurró María—. Dile la verdad.
—No lo harás, ¿verdad?— Ana cerró los ojos—. Porque sabes que, si Óscar da un paso, no serás la dueña de nada.
—No me amenaces— exigió María.
—No lo hago. Solo tengo mis planes. Y no los tengo contigo.
En ese momento entró Óscar.
—Bueno, ¿a qué viene tanto teatrito?— saludó Ana con su sonrisa—. ¿Última función, cielo?
—¿Planeamos algo?— preguntó Óscar.
—Pues sí— sonrió Ana—. Me la paso contigo, ¿vale?
María miró a su hermana y supo que había empezado otra vez. Una guerra. Una guerra donde no hay paz.