El suegro llegó con una maleta.

La luz de primavera se filtraba por la ventana, jugueteando con los destellos en la pared recién pintada. Encarna se encontraba junto al fogón, removiendo con cuidado el cocido madrileño mientras miraba el reloj. Se había levantado temprano para sorprender a su marido con su plato favorito. Álvaro llevaba todo el día anterior de mal humor, y ella había decidido alegrarle el ánimo.

—Encarna, ¿has visto mi corbata azul? —preguntó Álvaro desde el dormitorio, con la camisa a medio abrochar.
—Mira en el armario, en la sección derecha. La planché ayer —respondió Encarna sin dejar de atender el fuego.

El desayuno transcurrió en silencio habitual. Álvaro hurgaba en el móvil, murmurando de vez en cuando, y Encarna le observaba comer, preguntándose qué le preocupaba. Aunque quería indagar, decidió dejarlo hasta que él lo considerara oportuno.

—Delicioso, gracias —bebió el café y dejó la taza—. Escucha, quería comentarte algo… Pues… Mi padre viene hoy. Vendrá a pasar un tiempo con nosotros.

Encarna se quedó inmóvil con la taza en el aire. José Ignacio. El mismísimo que en la boda les había montado un escándalo por considerar que ella era “insuficiente” para su hijo. Ese que no solo se distanciaba durante años, sino que ni siquiera les felicitaba en navidades.

—¿Cuándo llega? —logró articular.
—Por la tarde. Iré a buscarle a la oficina —Álvaro evitaba mirarla—. Dice que con su exmujer hay tensiones y quiere quedarse aquí un par de semanas.

—¿Un par de semanas? —dejó la taza y se levantó—. Álvaro, ¿acaso no recuerdas cómo se porta contigo?

—Ha cambiado. —titubeó—. Después del infarto, redescubrió el sentido de la vida. No podía negarle este favor. Es mi padre.

—Deberías haber consultado conmigo primero —empezó a recoger los platos con gesto decidido—. Ahora debo reorganizar todo el mes.

—Lo siento —se acercó y la abrazó—. Sabía que reaccionarías así.

—Y con razón —se soltó con delicadeza—. Anda, no te atrasas. Esta noche hablamos.

El día pasó entre distracciones y suspiros. Encarna intentaba concentrarse en el trabajo, pero cada pensamiento iba hacia el inminente encuentro. José Ignacio, retirado del ejército, había caído rendido al encanto de una muchacha veinte años más joven que él. Y, por lo que sabían, esa relación se deshacía ahora por asuntos de dinero y egos.

Antes de la noche, la casa brillaba, los platos estaban listos, y Encarna se repetía mentalmente: “Lo que venga, vendrá”.

Tocaron el timbre a las siete. Respiró hondo y abrió.

—¡Encarna! —Álvaro apareció con un anciano de porte gallardo, sosteniendo un viejo maletín marrón—. Él es mi padre, José Ignacio.

—Buenas noches —intentó sonreír, aunque apenas su boca respondió—. Pase, por favor. La cena casi está lista.

Durante la comida, Álvaro se encargó del relato: su trabajo, el nuevo coche, los planes vacacionales. José Ignacio asentía con venia, mientras Encarna distribuía platos sin cesar.

—Te ha honrado con la comida —comentó José Ignacio, dirigiéndose a Encarna—. ¿Siempre te sales con la tuya en la cocina?

—Aprendí con los años —respondió sorprendida por el cumplido.

—Mi esposa fallecida, descansara en paz, siempre dominó el fogón… —exhaló con melancolía—. Y Clara…, ella solo aprecia lo impensable: calentadores y comodines. “Esa no es tarea de mujer”, dice. ¿Qué remedio esperar de alguien contemporáneo?

Encarna intercambió miradas con Álvaro, que no hizo más que encoger los hombros.

Cuando terminaron, le enseñó la habitación de invitados.

—Excelente lugar —palmeó el respaldo de una silla—. Acogedor. Tiene el olor de un hogar.

—Si necesita algo, por favor dígamelo —se despidió con una sonrisa cautelosa.

Al día siguiente, Encarna despertó al ruido de la cocina, las seis y media. Álvaro aún dormía. Al mirar, sorprendida, el fogón encendido. José Ignacio, vestido con un pantalón deportivo y camiseta, cortaba pan con precisión.

—Buenos días —musitó, dándose cuenta de su presencia—. Perdón por las mañanas tempranas, es un hábito de mi tiempo militar.

—No pasa nada —dijo mientras abría el frigorífico—. Haré el desayuno.

—No hace falta, ya me atendí —cortó con prontitud—. Será mejor que sigan durmiendo, aún es pronto.

Encarna observó con asombro cómo le devolvía la limpieza al rincón con gestos elegantes, antes de salir por la puerta a correr por el parque.

Llamó a su amiga Carmen, y se echaron una buena risotada.

—No me lo puedo creer. El mismísimo José Ignacio, ayudando con la cocina. ¿Te imaginas?

—Es cierto que ha cambiado. Aunque, según esté el tema, todo puede ser capricho…

A la noche, con Álvaro de出差, José Ignacio ayudó a Encarna con la cena, sorprendiéndolos a ambos con un gesto de seriedad.

—Puedo ayudarte si quieres —dijo de repente.

—Corta esas verduras —le indicó, y se puso a trabajar a su lado.

Mientras, el viejo José Ignacio fue desembuchando:

—Vengo a pedirte disculpas. Por la boda, por mis rudezas, por no apoyaros. He estado muy equivocado.

—¿Y qué hay de Clara? —quiso saber Encarna—. ¿Por qué se ha derrumbado todo de repente?

—Un infarto me hizo cuestionarlo todo —dijo con tono amargo—. ¿Sabes? Cuando uno se ve en camilla y no sabe si llegará a vencer el día, muchas cosas se ven en otro espejo. Comprendí que el único que me queda era mi hijo. La Clara… No somos pareja. Y sí, me jugaba con esperanzas de nietos, si no hubiera sido un tonto de mi edad.

—Ya somos todos —suspiró Encarna—. Pero al menos os reconciliáis.

—Así es. Y Clara… le puso mala cara al verso. Pensaba que con su larga juventud y mi capital, sería como un tesoro. Resulta que no. Quizá solo era un juguete efímero.

Al llegar Álvaro, encontró a las dos figuras en la cocina, con un pacto silencioso.

—Parece que todo está arreglado —comentó Álvaro.

—Así es, sobrino. —José Ignacio le golpeó levemente en el hombro—. Encarna me ha enseñado la ternura de una hija. La tienes de oro.

Los días que siguieron, José Ignacio se mostró como parte de la familia. Se despertaba al amanecer, hacia su rutina de ejercicios, ayudaba con los quehaceres domésticos y cenaban juntos viendo la televisión o hablando sobre música flamenco.

Un día, Encarna escuchó en la otra habitación una conversación entre ellos:

—Papá, ¿por qué antes te comportabas así con Encarna? —quiso saber Álvaro.

—Por miedo, hijo. Miedo a perderla. A perder tu cariño… Solo ahora, al estar solo, comprendí que aquello fue egoísmo. A veces, creamos muros sin entender que solo nos aislan del resto.

Encarna se emocionó con aquella reflexión. Recordó las palabras de su abuela: “La mejor medicina contra el rencor, nieto, es la comparación del corazón”.

El fin de semana, Carmen llegó a la casa con cara de sorpresa al ver a José Ignacio ayudando a su amiga.

—Y te creías que no era auténtico —susurró Encarna, mientras llevaban la comida a la mesa.

La alternativa pesó sobre la nuca de Carmen, presentando dudas. ¿Qué si estaba jugando a ser una figura paterna?

—Vamos a ver si tiene planes ocultos —susurró Carmen—. ¿Querrá la casita en la sierra o algo más?

—No lo creo. Tiene su propia vivienda y una pensión digna. Además, llevaría a la familia al lugar más oscuro por igual.

El día que todo cambió, la puerta se abrió con un golpe seguro. Encarna abrió y vio a una mujer de unos cuarenta años, vestida con clase.

—¿Dónde está mi marido? —preguntó directa.

—Debe ser Clara —dedujo Encarna—. Adelante.

Clara entró a grandes zancadas.

—¡Joselito! —lo llamó con excesiva efusividad—. ¡Por fin te encuentro! Pensé que te habías tragado la tierra.

—¿De dónde vienes, Clara? —respondió con tono seco—. ¿De ganar ganas comprando mi inmovilidad?

—¡Cómo te atreves! —se escandalizó—. Sólo me preocupaba por ti. ¡Ni siquiera sé si sigue viva tu hipoteca!

—Mejor vaya explicando. —José Ignacio respiró hondo—. Sé sobre tus llamadas a los bufetes, sobre los testamentos, sobre cómo intentaste vender mi casa. La envidia es una linda zancadilla, pero no acaba bien.

Clara palideció.

—Lo escuchaste todo, ¿verdad? A mis espaldas, mis tonterías de daß ist unfreundlich.

—Exactamente, y se acabó. —José Ignacio se enderezó con orgullo—. Le doy por terminado el periodo. Toma tus joyas, tus afectos y vete. Lo demás, es mío.

Clara se giró con violencia, dando un portazo tan fuerte que estremeció el suelo.

—Menudos días —murmuró José Ignacio—. Espero no hayar que soportar más estas representaciones.

—No te preocupes. El café ya está listo, ¿verdad? —dijo Encarna con una sonrisa.

Una semana después, al volver Álvaro, se enteró de la cuestión.

— ¿Entonces, finalmente pondrás una demanda? —preguntó a su padre.

—Sí. ¿Para qué seguir jugando? Debo disfrutar mis últimos años en paz.

—Puedes quedarte con nosotros cuánto quieras —ofreció Encarna con repentina ternura—. No necesitas ir a ninguna parte.

—Gracias, preciosa —contestó emocionado—. Pero no quiero ser para vosotros un peso. Me volveré a mi casa. Pero, por supuesto, seguiré visitando.

Y así, con lágrimas en los ojos y un puño estrechado, José Ignacio se marchó con su viejo maletín, prometiendo visitas futuras.

—Al final —dijo Encarna más tarde, abrazada a su marido—, todos vimos cosas que nunca imaginamos.

—Eso es el poder de la vida —respondió Álvaro, acariciándole el abdomen—. Un bebé en camino no conoce odios ni rencor. Solo amor.

En la noche, sonó el teléfono. Era José Ignacio.

—Escucha, Encarna. —su voz sonaba feliz—. Quería decirte… Me siento maravillado de que mi nieto nazca con una madre tan increíble.

—En realidad, Álvaro y yo vamos a contarte algo —respondió ella, sonriendo—. ¡Probablemente… dentro de sete meses, serás abuelo.

Se oyó un grito de alegría al otro extremo, acompañado por un fuerte abrazo en la distancia.

—¿Niño o niña? —preguntó.

—No lo sabemos aún —se rió Encarna—. Pero cuando lo sepamos, serás el primero en saberlo.

Álvaro la apretó contra sí.

—Tu padre me trae buenos cambios —susurró—. Un héroe a los setenta años, después de todo.

En casa, aunque llovía afuera, el calor fue inigualable. El viejo maletín ya no pesaba. Solo recordaba que, a veces, la vida ofrece segunda oportunidades. Lo que importa es no rechazar la puerta que se abre.

Rate article
MagistrUm
El suegro llegó con una maleta.