La esposa guardó silencio, pero la suegra lo reveló todo.

Mónica guardó silencio. Margarita, en cambio, ya había pronunciado todo lo que callaban los ojos de su nuera.

—Mónica, hija, qué bonita estás, cómo te queda ese traje. Te cuidas mucho, ¿no? Y encima preparas comidas de reyes. El pobre Pablo, qué suerte tiene…

Margarita rio con estruendo mientras picoteaba la tortilla de patatas, remojando el cucharón en el gazpacho recién hecho. Hablaba con la voz engolada que usaba cuando pensaba que el tema era agradable, aunque las palabras que decidiera añadir después no lo fueran tanto.

Mónica, consciente de que la felicitación era el preámbulo de una indirecta, se levantó y se dirigió a la cocina, donde el refrigerador vibraba con la llama encendida de la estufa. Era su rutina: sonreír, asentir, servir.

—…Antes, con la Virgen, las mujeres como tú no existían. Las de mi generación arrastraban el cubo del carbón y les bastaba con un buen flame en el fogón para sentirse amadas. La belleza, como dice siempre Salvador, es solo un farolillo. Hasta que se apaga.

Pablo, rubio y hosco, lanzó una mirada de advertencia a su madre, que ni siquiera parpadeó. Margarita pasó por alto la mirada y continuó con su perorata, disfrutando de la incomodidad:

—Hoy en día… ¡Dios santo! Las chavalas de ahora andan con minifaldas y tatuajes, y si no les viene un hijo ya a los veinte, lloran a lágrima viva. Pero antes… Solo que te aseguro, Mónica, que los vástagos no se esperan. Llegan solos, como el calor en Castilla.

Cuando Mónica regresó con una ensaladilla rusa rebosante de gambas, Pablo le apretó la mano bajo la mesa. Margarita dio un mordisco, sus labios rozando el vaso de vino tinto:

—¡Qué delicia, Mónica! Claro que no hablemos de los gastos, ¿eh? Con la reforma de la casa nueva, me ha salido medio salón para euros. Que no es poco, en Madrid. Aunque la constructora me engañó: prometía un sistema de iluminación moderno, y ni siquiera me pusieron un espejo del tamaño de una sobaquera.

—Papá lleva semanas ofreciéndote ayuda.

—¡Hombre, Pablo! Tú apenas tienes tiempo para cenar. En fin… Aunque si volviera el tejado a caerme, ya sabré sacar provecho. De eso a ti no te preocupes. Por cierto, ¿has oído hablar de la señora en el piso de abajo? Dice que con hierbas, rezos y un ritual de la limpieza, a las treinta y dos como tú…

—Mamá.

—Bueno, una puede soñar, ¿no? —dijo mientras paseaba la cuchara por el plato vacío, como si el merengue se hubiera esfumado con la conversación.

Mónica apretó los labios hasta que el sabor a vino en la lengua se tornó amargo. Tres intentos fallidos. Tres reuniones con médicos en clínicas caras, tres noches sumergida en el mundo inmóvil de las cápsulas y las prescripciones. Tres veces el cuarto solitario de Pablo en Madrid.

—Papá, ¿me ayuda con esto, por favor? —intervino Mónica en voz baja, ofreciendo una servilleta a su suegra.

—Claro, claro —dijo Pablo con brusquedad, sus ojos aún clavados en su madre—. Mamá, no deberías comer tantos cacahuetes.

—¿Crees que no sé que el corazón me va una tanda por delante? Pero tampoco me quieren ni las gachas de avena: último paso que me quedan.

Mónica no respondió. Margarita, al fin, se quedó callada. Pero las palabras que no pronunció parecían retumbar en el salón, entre las pinturas de Pablo colgadas sin colgar del perchero y el olor a incienso todavía en el aire.

—Sé que sois jóvenes —dijo Margarita, tan de repente como si hubiera escuchado un eco en la pared—, pero no hay más que ver a Verónica, la hija de mi amiga Mª del Carmen. La semana pasada celebró la comunión de su tercer hijo y todavía lleva tacones. Casi la misma edad que tú.

—Sí, parece una mujer admirable —dijo Pablo, su voz tensa como un cable de acero.

—¿Y qué? No tiene por qué ser ejemplo.

—Mamá, ¿me das el postre? —cambió de tema Mónica con un tono suave, como si fuera un niño quemado con el calor de la tarta.

—¿No es esta tarta de manzana? —Margarita miró a Pablo con ojos infantiles.

—Sí, mamá. Mónica la hizo especialmente para ti.

—¡Ay, qué buena eres, niña! Pero ya sabes… Cada día me duele más la espalda. No se me puede ni pedir que suba al balcón a ver las luces. Aunque, gracias a Dios, aún me quedan fuerzas para el molino en la tarde.

Mónica asintió con tanta gravedad que Margarita, que nunca le había considerado tanta gracia natural, se sintió como si la hubieran atrapado en un discurso de su propia edad.

—Deberíais venir a ver mi nuevo armario —dijo por fin, cambiando el rumbo del silencio—. Ahora que Aranjuez tiene tantos artesanos… Un pico de plata bien limpio, y se cuelga cualquier traje.

—Mamá, ¿podríamos dejar la alta costura por unos minutos? —le interrumpió Pablo—. Estás llevando a Mónica a otro terreno.

—¿¡Yo?! —exclamó Margarita, ofendida—. ¿A qué vienen estas tonterías? Solo digo. Precisamente…

—Mamá. —Pablo frunció el ceño—. Sé que sientes lo que dices, pero estás tejiendo una sombra. Y no nos hace bien.

—¿Yo? —Margarita se levantó, pero se sentó de nuevo al sentir el aire fresco entrar por la puerta.

—Vamos, mamá. Cada conversación que empezamos con… con salud, termina en algo que no ayuda.

—¿Y qué sugieres, que me vaya a las islas?

—Unas vacaciones te harían bien. Dales un respiro a tus huesos.

—¿Yo? ¿Vacaciones? Lloraría el dinero.

—Entonces, por favor, habla de algo más.

—Bueno… Mónica, ¿tienes ya pensado lo que vas a comprar para la boda de tu prima Marta? Tiene menos de veinte y ya se ha comprometido. Y también…

Mónica salió de la habitación. No cerró la puerta. Pablo se quedó mirando la chimenea, el carbón aún apagado. Margarita jugueteó con el reloj de la pared, marcando el tiempo con gestos sigilosos.

—Mamá —dijo Pablo finalmente—, ¿por qué haces esto?

—¿Hacer qué? —La voz de Margarita sonó como un latigazo en el silencio.

—Dejar que el paso de los años nos queme. ¿No ves que Mónica… que a ella le duele?

Margarita hizo una pausa. Luego, con una pizca de lágrimas, murmuró:

—Hija, has de comprenderme. Estamos en Castilla. El tiempo es oro para nosotros. Y el tejido lo deja todo atrás.

Cuando Mónica regresó, llevaba una taza de té de manzanilla. No preguntó qué había hablado en su ausencia. Solo se sentó y sonrió, como si el problema estuviera resuelto.

—Mamá, ¿un poco de té, por favor? —preguntó, sirviendo con manos firmes.

—No, no. Me pone nerviosa. Mejor un almibar frío.

Poco a poco, las historias se encajaron. Margarita volvió a hablar de los vecinos, de las reformas que aún no terminaban, de la comida con su amiga Rosa, que no dejaba de repetir: “El amor encuentra sus riscos”. Pablo intentó hacerse cargo, hasta que el silencio volvió a instalar entre ellos como una sombra.

—¿Quieres que te acompañe a casa, mamá? —dijo Pablo después de un rato.

—Vaya, con lo que pones las campanadas de millones…

—Mamá, por favor. Te acompañaré.

—¿Y tú, Mónica?

—No te preocupes. Ya quedará otro día.

Al cerrar la puerta, Pablo respiró hondo. Margarita, en la calle, se ajustó el abrigo. Mónica se sentó en el sofá, observando el cruce de la luz entre los marcos. Ya era de noche. El reloj de la pared marcaba las once.

Sonó el teléfono.

—¿Sí? —dijo Mónica, aún con la taza en la mano.

—Mónica… —La voz de Margarita sonó rara; como si hubiera perdido su dureza habitual—. Perdona… Creo que… No. Quería decir, que quería preguntar por…

—Por Pablo, ¿no?

—No, no. Por ti. Me doy cuenta… Me doy cuenta de que no sé nada de ti. De lo que pasas.

Mónica se secó los ojos con la manga.

—¿Y por qué me lo preguntas ahora?

—Porque esta noche… Porque no pareces la misma. Porque no eres la misma. Porque no soy la misma. Porque… Tengo la culpa.

—Estarías equivocada —dijo Mónica con voz baja, pero firme—. No eres culpa de nadie.

—Fui orgullosa. Ciega. Me dije que si decía lo suficiente, si sabía lo suficiente, si… no te abandonaba.

—A veces… a veces parece que me abandones.

—Lo sé. Pero no es así. Pablo no lo sabe, pero… Tuve tres embarazos también, Mónica. Tres. Y cada uno fue como una puñalada.

Mónica rompió el contacto visual.

—No sabía —dijo.

—No me lo contaste. Ni a él. Pensé que era mejor así. Que… no era digno de entender.

—Margarita, ¿por qué lo dices ahora?

—Porque me dije que era tarde. Que ya no podía cambiar nada. Pero te miro, y me doy cuenta de que hay mucho por cambiar. De que… no me apegaré a nada. Solo quiero que seas feliz. Con Pablo. Con vosotros. No hay nada en el mundo que pueda pesar contra eso.

—Gracias —dijo Mónica, su voz volviendo a su ritmo.

—No. Gracias a ti. Por comprenderme. Por saber escuchar. Por… por darme una oportunidad.

—Yo… solo quería ser buena. Por Pablo. Por ti. Por todos.

—Y lo eres. Y lo serás.

Mónica colgó. Entonces, en el silencio, se permitió llorar.

Pablo regresó. La encontró sentada en la cocina con las luces apagadas.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Ahora sí —dijo Mónica.

Y eso fue suficiente.

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La esposa guardó silencio, pero la suegra lo reveló todo.