Inés no era precisamente del tipo de chica que se mostraba amable con su padrastro. ¿Padrastro, sí, pero cómo? Fernando era un tipo callado que, de Draco Modric, tenía lo de la nariz. Ni sachas se parecía a un padre, pero Inés, para no disgustar a su madre, guardaba su antipatía como quien esconde una mierda debajo del sofá: con el ajo se tapa el olor, pero igual huele. Con once años y una madurez de veinticinco, entendía que mamá necesitaba que alguien le trajera flores, chocolates, y hasta soportar sus tacos de cumpleaños. Fernando, aunque más callado que un periquito al que hayan limpiado con amonio, no era mal tipo. Solo que no hacía ojos como papá, que había sido un alcohólico tan feroz que Zaida, la amiga de Inés (de todas formas su prima lejana por parte de tía abuela en el otro extremo de la península), soñaba con echarle a él el café del día. Fernando, en cambio, no bebía. Ni siquiera el vermú de las siete.
Para Fernando, Inés era solo… un apéndice. La existencia de su hijastra le parecía tan natural como el jarabe de arce en Canadá. Sus planes de vida incluían que su adorada Mónica (su ex mujer, ahora difunta) le diera un hijo. O mejor, dos. Pero la vida le jugó una mala pasada. En vez de un hijo, Mónica le dejó un tumor cerebral. Y a Inés, huérfana a los once años.
El trasfondo del drama lo contaron las vecinas desde la terraza del portal. “La pobre Zaida”, decían, “después de las exequias, casi le cortan el pelo a la que ahora”. Inés, pegada a la puerta del horno con una olla de sopa, escuchó cómo su tía de Zaida (la prima de Mónica) se disculpaba con Fernando: “¿Cómo iba a acogerla? Ya con la Zaida, ¿sabe? Cada semana corre de casa como si el mismísimo Picasso le hubiera pintado con carbón la cara. Y encima tendría que criarla. Rubor, perdonar”. Inés no volvería a pensar en comida caliente en horas.
Fernando, con un aire de héroe Dan Brown, le propuso ser su tutor oficial. “Inés, ya sabes, el tema del centro de menores… Podemos evitarlo si nos ponemos las pilas”. Ella asintió, tragándose el desánimo. “Claro”, le respondió, “usted no se preocupe, soy más eficiente que un wifi gratis”.
El problema fue que Fernando lloró. No un sollozo plácido, sino un lamento digno de un bucle de publicidad de pildoras bajativas. Inés, más por reflejo que por cariño, lo abrazó. Como un adulto consolando a un niño, aunque se preguntaba por qué alguien que parecía más frío que una mochila en invierno lloraba más que un bicho en un charco.
La convivencia no fue un viaje en autocar a Granada. Al principio, Inés preparaba paellas y Fernando no sabía si era para el menú o para enterrarlos a los dos. Pero con el tiempo, aprendieron a cocinar soletilla y a entenderse sin palabras. Incluso Fernando, que hablaba con expresividad de un micrófono en silencio, terminó siendo el padrastro más tierno que uno puede imaginar, aunque sin llegar a ser papá. Inés, por su parte, le tenía respeto, pero seguía llamándoles como los otros: Fernando y Mónica, nunca “papá” y “mamá”.
La llegada de Lola, la nueva novia de Fernando, fue como introducir una persa en un acuario. Se creía la dueña del piso y lo demostraba mirando a Inés como si fuera un pez que hubiera mordido las galletas de los invitados. Cada gesto de Lola tenía un mensaje: “Este baño es mi espejo. Este sofá, mi corona de laurel. Y tú, chiquilla… un zapatillas de sobra”.
Pero Inés tenía un plan. Se escondía tanto que Fernando terminó creyendo que había hecho magia y se había transformado en una sombra. Hasta que nació el bebé de Lola, un pequeño llamado Esteban, y el padrastro empezó a caer en la cuenta de que algo no iba bien.
“No sé tú, Fernando”, le decía Lola con un tono que más bien sonaba a “sí te enteras, te corto el enchufe”, “pero Inés es como un gato en la cama: se mete y no quiere salir”. Fernando, más terco que un plátano, se lo tomaba con risa francesa.
Inés, mientras tanto, vivía de magdalenas y fuerza de voluntad. Llegaba a la escuela con un jersey que le llegaba al ombligo y una mochila inflada de libros. Y Fernando, por fin, entendió que si la vida le había dado un plato de lentejas, se lo comía con pan y vino, aunque el sabor fuera agridulce.
Cuando Inés cumplió catorce años, Fernando le anunció algo: “Voy a volver a casarme. Si no te importa”. Inés asintió con la sonrisa de quien acaba de entender que el sistema es una ruleta rusa.
Con el tiempo, la convivencia fue una mesa precaria: Lola como mantel, Fernando como la vela y Inés como el primer plato. Pero Inés, más lista que un gato con el rgpd de la Fundación Affinity, lo llevó todo en paz. Hasta que Lola, un día, le dejó claro que no quería una “chiquilla freírse una patata en el horno”.
Entonces Fernando, con la valentía de un mendrugo contra un molino, le dijo a Lola: “Basta. No quiero oír más tonterías”. Y así, Inés y Fernando se reconciliaron.
Pero el final feliz no llegó sin esfuerzo. Fernando, al ver a Inés con ojos de quien ha olvidado cómo se llaman las frutas, le ofreció una habitación en la universidad. Toda una hazaña para un padrastro que aún no sabía si la universidad era un palacio o una enfermedad.
Y en la ceremonia de graduación, mientras el padrastro y la hija bailaban como si fueran el dúo más tierno de Telecinco, Fernando murmuró: “Nunca te voy a abandonar, Inés. Ni aunque me digas algo tan raro como que el jamón es mejor crudo que cocido”.
Inés, con el vestido de la mejor y una sonrisa de recompensa, le respondió: “Pues ya verás, papá. No solo será por el vestido”.







