*El Pastel y Otras Desilusiones*
Isabel batía la crema para el bizcocho con movimientos precisos, como los de un relojero. El pastel para su hija Lucía tenía que ser una obra maestra: tres pisos, mousse de vainilla, frambuesas frescas y delicados rizos de chocolate. Hoy Lucía cumplía dieciocho años, e Isabel esperaba que este pastel —el mejor de sus veinte años como pastelera— derritiera el muro que había crecido entre ellas en el último año.
—Mamá, ¿aún no has terminado? —Lucía irrumpió en la cocina, sus zapatillas chirriando sobre el linóleo—. ¡Claudia ya viene de camino y aquí sigue todo patas arriba!
—Casi listo —sonrió Isabel, secándose las manos en el delantal—. ¿Qué te parece?
Lucía echó un vistazo al pastel, su rostro permaneció impasible.
—Bueno… está bien. Solo que, ya sabes, Claudia dice que estos pasteles ya no están de moda. Ahora llevan lo minimalista, sin tantos… adornitos.
Isabel sintió cómo la cuchara en su mano pesaba el doble.
—No son adornitos, cariño. Son tus dibujos favoritos, como los del pastel de tus diez años. ¿Te acuerdas?
—Mamá, tenía diez años —Lucía puso los ojos en blanco—. Vale, voy a ordenar el salón. Papá ha vuelto a llenarlo todo con sus papeles.
Se fue, dejando tras de sí un rastro de perfume y la sensación de que Isabel hablaba con la nada.
—
A las seis, el salón se había transformado: globos, guirnaldas, una mesa con tapas. Isabel colocó el pastel en el centro, las frambuesas brillaban bajo la luz de la lámpara como pequeños rubíes. Recordó cómo el año pasado Lucía había rechazado la celebración familiar, escapándose con sus amigos a una cafetería. *”Soy mayor, mamá”*, le espetó entonces. Isabel había ahorrado seis meses para este pastel, renunciando a zapatos nuevos y a cursos de repostería, solo para que hoy todo fuera perfecto.
El timbre cortó sus pensamientos. Lucía corrió a abrir, y Claudia entró como una ráfaga —alta, con uñas rosas neón y una mirada que escaneaba todo como un dispositivo.
—Vaya, ¿esto es un pastel? —Claudia se detuvo ante la creación de Isabel, inclinando la cabeza—. Lúcica, ¿en serio? ¡Esto es para niños!
—Bueno, es la especialidad de mi madre —Lucía soltó una risita, pero sus mejillas se sonrojaron—. Le gustan estas cosas… retro.
—¿Retro? —Claudia soltó una carcajada, su voz sonó como cristal roto—. ¡Parece de los noventa! Ahora se llevan los *naked cakes*, con frutas y sin tanto crema. ¿Verdad, Lucía?
Isabel apretó el borde del delantal, sintiendo cómo la cocina se encogía.
—Hola, Claudia —forzó una sonrisa—. Es un pastel al gusto de Lucía. Siempre le ha encantado la vainilla y la frambuesa.
—*Le encantaba* —remarcó Claudia, mirando a Lucía—. Pero los gustos cambian, ¿no? Ahora Lucía va más por lo *veggie*, ¿eh?
Lucía dudó, jugueteando con su pulsera.
—Bueno, no del todo… pero Claudia tiene razón, mamá. Quizá el año que viene puedes hacer algo más moderno.
Isabel sintió un nudo en el pecho, pero asintió.
—Vale, cariño. Por ahora, recibamos a los invitados.
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Los invitados —amigos de Lucía del instituto y la universidad— llenaron el salón de risas y música. Isabel repartía canapés, evitando ver cómo Claudia susurraba a Lucía señalando el pastel. Su marido, Jorge, estaba en un rincón, clavado en el portátil. Su *”proyecto urgente”* siempre era más importante.
—Isa, ¿todo bien? —Jorge levantó la vista un instante—. El pastel está increíble, como siempre.
—Gracias —contestó ella con una sonrisa tensa—. ¿Me ayudas con las bebidas?
—Ahora, solo termino un correo —volvió a hundirse en la pantalla.
Isabel regresó a la mesa, donde Claudia pontificaba sobre *”fiestas trendy”*.
—En Barcelona hubo una fiesta la semana pasada —anunció—. El pastel era sin gluten, sin azúcar, con *matcha*. ¡Eso es nivel! Pero esto… —señaló el pastel de Isabel— parece cosa de abuela.
Risas. Lucía enrojeció, pero calló, arrugando el mantel.
—Claudia, es el pastel de mi madre —murmuró—. Se ha esforzado.
—¿Esforzarse? —Claudia arqueó las cejas—. Lúcica, esforzarse está bien, pero estar a la moda es otra cosa. ¿Quieres que tus dieciocho parezcan una fiesta infantil?
Isabel sintió arder sus mejillas. Quiso protestar, pero su mirada se cruzó con la de Lucía, que bajó los ojos, como asintiendo.
—
El momento culminante llegó al apagar las velas. Isabel llevó el pastel en una bandeja, sus manos temblaban. Los invitados callaron, los móviles apuntando a Lucía. Las velas se encendieron, su fulgor reflejado en los ojos de su hija, como en la infancia.
—Cariño, pide un deseo —Isabel sonrió, con un nudo en la garganta.
—Espera —Claudia interrumpió, su voz cortó el silencio—. ¿Son velas normales? Lucía quería bengalas. ¡Para esto es su día!
—¿Bengalas? —Isabel se quedó helada—. Lucía, no me dijiste…
—¡Porque siempre haces lo que quieres! —estalló Lucía, su voz quebrada—. Mamá, pedí algo simple, moderno, ¡y tú con tus pasteles de boda! Tengo dieciocho, ¡no soy una niña!
Murmullos. Isabel sintió que el suelo cedía.
—Lucía, solo quería que te gustara —su voz era un hilo—. Es tu sabor favorito…
—¿Favorito? —Lucía rio, pero sus ojos brillaban—. ¡Hace un año que no como frambuesas! Claudia tiene razón, vives en tu mundo.
—Lúcica, tranquila —Claudia le puso una mano en el hombro, como una directora de orquesta—. Apaguemos las velas y olvidémoslo. Total, nadie se lo comerá.
Isabel miró a Jorge, buscando apoyo, pero él solo encogió los hombros.
—Isa, déjalo. Que las chicas se diviertan.
—¿Divertirse? —Isabel se acercó a la bandeja, temblando—. Tres meses planeando este día. Ahorrando, aprendiendo técnicas nuevas para verla sonreír. Y tú, Claudia, ¿quién eres para decidir qué pasa aquí?
Claudia alzó la barbilla, su sonrisa fue gélida.
—Soy la amiga de Lucía. Tú, Isabel, solo eres una madre que no entiende que su época pasó.
Silencio. Lucía miraba al suelo, retorciendo su pulsera.
—Lucía —Isabel se giró hacia ella—. Di algo. Es tu día. ¿Qué quieres?
Lucía calló, sus labios temblaban. Claudia carraspeó, como empujándola.
—Mamá —por fin habló Lucía—, quiero que sea como yo digo. Sin tus pasteles. Sin tus… expectativas.
Isabel sintió algo romperse por dentro. Recordó cómo, cinco años atrás, tras una pelea con Jorge, Lucía enfermó e Isabel horneó un pastel para verla sonreír. EntoncesIsabel dejó el pastel sobre la mesa de la cocina, las velas derretidas como lágrimas sobre la crema, y al salir del apartamento bajo la noche madrileña, supo que, aunque el amor por su hija seguía intacto, algo entre ellas se había agrietado para siempre.







