– ¡No permitiré que lo hagas, Gregorio! ¡Nada ni nadie me va a echar de los campos! – gritó Juana, plantándose frente al portal del huerto como si fuese una muralla de Hierro.
Gregorio, con los puños apretados y la barba incipiente marcada por el no dormir, suspiró hondo antes de clavar los ojos en el suelo rojizo. La sierra de Extremadura se alzaba tras los campos de alubias, y el sol del otoño teñía de cobre los cabellos canos de su madre.
– Mamá, ya te expliqué que las máquinas vienen el jueves. Hemos firmado el traspaso del solar, tenemos que pens… – Su voz se apagó al ver el rostro de Juana contraído por el dolor.
La anciana, con el cinturón de lona delantal aún manchado de tierra, dio un paso adelante. Su voz, arrugada por los años, sonó como el viento que rasga las hojas secas:
– ¿Firmaste por qué, dicen? ¿En nombre de quién? ¿De mi marido que regaba el viñedo de viñas inmaculadas con sus manos sin llevar más que un pañuelo en la cintura? ¿De mí, que te preparaba las espinacas como las de tu abuela, rogando que te gustasen las raíces antes que las tuercas de los rascacielos?
Gregorio dio un paso atrás, como si el eco de los gritos de su madre arrasara con el suelo. En la mesa de la cocina, el portátil seguía encendido, con las fotografías truncadas de oficinas grises y edificios que no había sentido aún como hogar.
– Estás viva, mamá. Pero el lugar ya no está – se defendió, señalando la estructura informe del tejado del granero.
– ¡Y eso qué! El tejado es mi vida, y si falta un tejo, ya lo vuelvo a sujetar con cuerdas. Llevo años acurruCándome al sol en el porche por la mañana, a la sombra del almendro que planté en el nacimiento de mi primera niet… – La voz de Juana se quebró al recordar a Lucía, su hija que ahora vivía entre taxis y emails.
Se hizo un silencio denso, roto solo por los grillos de la vega y el murmullo del olivo bajo el viento. Gregorio se acarició la nuca, donde la barba punzaba como las uvas duros.
– Iré contigo al ayuntamiento – dijo al fin, su voz seca como las almendras tostadas –. Pero solo para ver si hay una solución que no pase por arrasar las raíces.
Juana, con el rostro aún húmedo, señaló las frascas de enebro en la encimera:
– Pero antes, ayúdame a recoger las últimas ramas de tomillo. El hervidero empieza a rugir, y en Pelepeñas nadie se olvida del agua para curar la gripe de esta temporada.
Mientras caminaban hacia el huerto, el teléfono de Gregorio vibró con la llamada de Lucía, que preguntaba por su abuela. Él lo ignoró, prefiriendo observar los rastros de su madre: los guantes de jardinería desgastados, las huellas de las sandalias en el sendero, las ramas de espinos que ella aún no permitía arrancar.
– Mira – dijo Juana, señalando los olivos –. El año que viene ya no serán tuyos. Pero verás cómo tardan menos que los años que esperábamos en ramonear entre las viñas. Eso es vida, Gregorio. Lo que crece en la tierra siempre vuelve, pero lo que se hiende en el hormigón queda ahí como el polvo.
Gregorio se detuvo, consciente de que algo de su mundo de acero se estaba quebrando bajo el peso de los olivos. En la lejanía, el barrendero del pueblo pasaba por la carretera principal con su campana oxidada, sonando a despedida.