La niebla se arrastraba dulcemente sobre el río, como un paño de lino suave. Sofía Díaz se acomodaba en el balcón de su chalet de montaña y contemplaba el amanecer. Ese tipo de mañanas, tan serenas y frías, marcaban siempre para ella el inicio de la temporada estival. Silencio, frescor, los primeros rayos de sol y el olorcillo de parrilla que provenía del vecino de más abajo. ¿Cuántas veces había amanecido así en su vida? Imposible contarlo. Pero esta mañana sí era distinta, tenía cara de despedida.
— Abuela, ¿por qué ya estás levantada? — preguntó Lucía, su nieta de catorce años, frotándose los ojos al asomarse por la ventana.
— Ven a ver, — respondió Sofía mientras señalaba con el brazo extendido—, qué bonito está el amanecer.
Lucía se sentó a su lado en los escalones de piedra y apoyó la cabeza en su hombro. A una adolescente típica no le gustaba nada levantarse temprano, precisamente en vacaciones. Pero desde que Supo la noticia de que el chalet iba a venderse, había aprendido a valorar hasta el último detalle de aquel rincón del mundo.
— Abuela, ¿y si cambias de idea? — preguntó por centésima vez.
— Mija, si tuviera cien años más o si viviera en el Sáhara pensarías lo mismo. No puedo con esto sola. Mi espalda ya no aguanta, ni mis manos las labores que antes manejaba con fuerza. Este terreno se nos ha echado encima como la tierra de las viudas, y el dinero que necesito no lo tengo.
— Pero papá y mamá podrían ayudar, al menos… — intentó Lucía.
— Ahora mismo los hermanos de tu madre están más ocupados que un cajero de Torrejón cuando acaban de cobrar su nómina. Los dos viven con el neumátic en la mano, como si Madrid pudiera caérseles si dejan el trabajo un solo segundo. ¿Y acuerdas cuando el año pasado pintamos el cobertizo? Claro, y tu padre anduvo dos semanas en sillas de ruedas. A tu madre ni se le ocurre venir más de dos fines de semana, porque apenas llega al viernes por la noche y se le doblan los dedos de tanto arrancar maleza.
— No es cierto… — protestó Lucía. — El año pasado pintamos, y fue divertido.
— Divertido, pero doloroso después. — Sofía le palmeó la cabeza—. Ya está decidido. Este es mi último verano aquí, y también será especial para ti. No te agobies por lo que viene, mejor aprovechemos cada instante como si fueran relinchos de caballo cuando apuran la montaña.
Mientras el calor de la tetera se apoderaba del airón, llegó el tío Antonio con un par de cajas de tomateras.
— Sofía, traje lo que me pediste, tres variedades, ¿las críos maragueritas? — anunció con entusiasmo.
— ¿Para qué las trajiste si va a venderse? — replicó la tía Rosa, siempre partida por el tema.
— Para comer bien de verano, si no llegamos a tiempo los primeros frozis!, — dijo Sofía con una sonrisa.
Al mediodía, el chalet se llenó de conversaciones y risas. El tío Antonio y la tía Rosa, a pesar de sus cincuenta años, sabían hablar el lenguaje teen perfecto, al menos mejor que muchos de los amigotes de Lucía.
Mientras los adultos reconstruían cajones y repartían tomateras, Lucía andaba repasando los rincones del terreno, como si cada rama o piedra estuviera esperando un abrazo de despedida. La manzanilla donde se cayó hace tres años y se retorció el tobillo con tanta gracia. Los arbustos de fresas silvestres donde escondía a su primo Diego y comían tantos frutos hasta dolerles el estómago. Ese cobertizo viejo, prohibido y al que seguían echando un vistazo por la ventanilla.
— ¡Luciana, la pensadora! — llamó la tía Rosa—, ven a ayudar a pelar patatas.
La comida fue un caos armónico. El tío Antonio contó una anécdota picante sobre su vecina: ¿recuerdan cómo pactó con el demonio de la reforma a las tres de la mañana? La tía Rosa, siempre lista con las dietas, interrumpía cada historia con sus nuevas trucos para tallar el abdomen. Y Sofía, mientras cortaba pepinos, recordaba cómo se enamoró del chalet cuando lo vio junto a tu abuelo, ya no con vida.
— Lo encontramos tan desangelado que parecía que el mismísimo diablo estuvo hace meses allí, — dijo Sofía riendo—. Aunque…) nunca logramos construir la terraza ideal para tomar el café de las once, eso sí.
— Y por eso está como un torreón de guerra, — comentó el tío Antonio con un toque de ironía.
— Porque el tiempo nos dejamos llevar por las excusas. Pero ahora, el chalet ya no será mío. Les gusta mucho, tienen dos hijos, viven en una ciudad del norte. El marido es informático y desde allí puede hacer remotos.
— ¿Cuándo se empieza con el traslado? — preguntó la tía Rosa tímidamente.
— Hacia el 31 de agosto. Ya tienen incluso el proyecto de ampliación aprobado. Van a empezar a habitar el mes que viene.
— Tal vez prevalezca y echen por tierra el plan… — sugirió Lucía esperanzada.
— No, ni te lo imagines, mija. Ya tienen la planificación hecha como si fueran a construir en Marte. El chalet cobrará nueva vida con ellos. Es hora de dejar que las historias protagonistas encuentren nuevas hojas.
Al atardecer, la familia se reunió alrededor de chuletillas rotas. El padre de Lucía abrió una botella de vino y brindaron por Sofía, por tantos recuerdos, y por los que vendrían.
En el silencio de la noche, mientras las urracas chillaban y el aire olía a hierbas, Sofía dividía con Lucía un secretico sobre unos objetos que encontró en los cajones: una caja metálica oxidada con una carta vieja, escrita por un guardabosques de principios del siglo veinte.
— Dile a los nuevos dueños que la historia del chalet tiene vida por culpa de esa caja, — murmuró Sofía antes de añadir con ironía—. Como si aquí no hubiera suficiente misterio sin añadir un guardabosques canalla.
En la última noche, Lucía no logró dormir. Recorrió el chalet buscando un recuerdo más, y en el rincón más solitario, bajo el olivo, descubrió la caja. Era la misma de la carta, y aunque no entendía todo el mensaje, supo que pronto cambiaría su vida.
— ¿Por qué no vendrás conmigo a ver el mundo? — le preguntó la abuela, mientras preparaba una maleta de viaje. — Ya tienes trece años, y suficiente madurez para entender que no todo es lo que parece.
La respuesta de Lucía fue una sonrisa, como si hubiera adivinado de antemano que no se trataba de un nuevo chalet, sino de una aventura donde lo más importante era el amor, no las paredes grises.
Y así, con el sol asomándose detrás de las montañas, Lucía y Sofía Díaz se alejaban del chalet, dejando atrás un montón de recuerdos y esperando encontrar nuevos en el camino.