Rocío volvió a inspeccionar el cortijo. Todo parecía estar como debía, aunque el sol se filtraba entre los tejados añejos. Marifé y Mari Ángeles estaban con su pelo trenzado, Félix con la cara enjabonada. Dolores Fernández, la suegra, descansaba en el sofá con su blusa de lino impecable, como si fuera una dama de pueblo a la que la vida no había tocado. Alejandro llamó la noche anterior, dijo que vendría con sorpresa. La noticia le produjo un escalofrío, como si el calor de la siesta hubiera desaparecido de repente.
Habían pasado meses desde que Alejandro dejó el pueblo. Dijo que tenía que ganar dinero, que en Madrid ofrecían trabajos que en el cortijo no existían, aunque no especificó cuáles. Rocío había llorado entonces, acariciándole el rostro con sus dedos:
—¿Qué clase de familia seremos si tú estás allá y nosotros aquí, solos?
Él la abrazó, con esa calidez que ahora ya no recordaba.
—No llores como si fuera eterno. Mira, hay que reconstruir el tejado, las niñas empiezan el colegio, y aquí no hay salidas.
—Lo entiendo, pero todo se siente… equivocado. Quizás tú y yo deberíamos mudarnos también.
Alejandro la apartó con delicadeza, aunque sus ojos resplandecieron con algo que ella nunca vio aprovechado.
—Roci, escucha. Allí apenas compartiríamos muros con otros. Todo el dinero lo invertirías en alquiler. No conviene.
Ella comenzó a aceptarlo. Las palabras de su marido tenían razón. Necesitaban euros, y tener un trabajo estable era un milagro en el pueblo. Además, Rocío tenía su empanada pacense para vender, y una sobra de habitaciones donde dormir. Aunque su corazón lloraba, tuvo que dejarlo ir.
A las semanas, la primera transferencia llegó a la oficina postal. Rocío se vistió con su falda de flores, como si el dinero fuera a otorgarle dignidad. Murmuraban por allí que Alejandro se había escapado con otra mujer, que no valía la pena estar casado con un marido ausente y unos niños que no escaparían de la pobreza. A cada vez que iba a cobrar, todo el pueblo se agolpaba a su paso, como si la juzgaran. Pero quizá fuera su imaginación.
Ayer, Alejandro llamó. La sorpresa le aceleró el pulso. ¿Qué traería? Lo único importante era que vendría, de eso no cabía duda. Preparó agua con limón, prendió el brasero para la cena, y hasta puso un jarrón con rosas silvestres. Dolores Fernández observaba todo con ironía:
—¿Qué haces corriendo como si fueras una cría? Ya está. Tu bribón vuelve.
—No hables así, Dolores. Alejandro intenta bien.
—Ay, Rocío, ya sé cómo es el amor. Mi Alejandro no ganó un duro trabajando en nada.
Rocío no respondió. Sabía que su suegra tenía razón, pero en los días que siguieron, el matrimonio había cambiado. Alejandro había creído que escapar del cortijo era el único medio de llegar a algún lugar.
—¡Mamá! ¡Mira la pandilla!
Rocío se miró en el espejo. Nada en su cara, nada en su pelo, parecía fuera de lugar. Un suspiro, el suelo bajo sus pies, y el recuerdo de la casa recién pintada. Bajó con paso firme, consciente de que los vecinos se asomaban desde las ventanas.
En el umbral, apareció Alejandro con una mujer. Graciosa, con rizos colorados y uñas largas. Rocío parpadeó, sintiendo cómo el mundo se venía abajo. Alejandro la miró con una sonrisa torcida.
—Soledad —anunció—. Fui a pedir la bendición de tu suegra, pero al parecer, ya no es bienvenida.
Dolores Fernández se puso pálida, como si hubiera sido apuñalada por un fanfarrón.
—¡Jamás volveré a saludarte, maldito! —rugió, turnándose con la violencia de quien no soporta la contrariedad.
La multitud en el patio murmuraba, chillaba, pero nadie se atrevía a intervenir. Alejandro había tomado la decisión más cruel: vender el cortijo, que había sido propiedad de los Fernández desde generaciones atrás.
Rocío sintió la boca seca, el corazón acelerado. No era un engaño. Alejandro había decidido abandonar todo lo que había sido construido con los esfuerzos de sus antepasados. Las niñas vinieron corriendo, Félix pálido como un muerto, pero Rocío no podía dejar de mirar a Soledad, que sonreía con una burla que le recordaba los paisajes de Madrid, fríos y desconocidos.
Un año y medio después, los vecinos organizaron una cena en la casa de una abuela que vivía en la sierra. Rocío reía, sosteniendo contratos escolares de Marifé y Mari Ángeles, cuando Félix irrumpió gritando:
—¡Mamá! ¡Alejandro está en casa!
Rocío se paralizó. No podía decidir si correr a abrazarlo o lanzarle las gandulas que había escogido por la mañana. Alejandro, ahora con un rastro de ironía en sus ojos, pedía perdón con una voz que sonaba a siesta interminable.
—Roci… perdóname.
Ella lo miró, sosteniendo aún el trozo de pan que había estado mordisqueando. Luego, tomó la escoba, que colgaba en la pared, y caminó hacia él lentamente. Los vecinos, con cara de sorpresa, se apartaron. Alejandro retrocedió, y el primer golpe fue suave, apenas un recordatorio.
—¿Así me tratas ahora?
Y el segundo golpe golpeó más fuerte.
Después de eso, todo comenzó a sanar. Las palabras entre ellos no fueron fáciles, pero Rocío no permitió que nadie separara lo que había sido unido por necesidad, por amor y por sangre, aunque el cortijo ya no estuviera allí.