Un hambre insaciable y una nota inesperada

Hacía muchos años, en una casa vieja de Toledo, José llegaba a casa tras un día agotador como chófer de camión. Tenía el estómago protestando y entró a la cocina deseoso de algo caliente, pero las ollas vacías lo recibieron con la evidencia de que Maruchena no estaba. Sobre la mesa, entre platos fríos, vio un papel con letras apuradas:
«Amor, estoy charlando con Conchi. Llama si hace falta».

Rebuscó en el frigorífico, juntó queso, pan y embutido, dio un trago a la infusión y se echó en la cama. Minutos después roncaba de forma ruidosa.

Maruchena volvió a las nueve de la noche. Lo zarandeó para despertarlo:
—¿Quieres cenar?
—Estoy hambriento —gruñó José, con un tono que mezclaba burla y deseo—. He corrido el día entero por la carretera.
—No puedo —respondió ella, seria—. Estoy a dieta.
—Y yo desmayándome de hambre…—masculló—. Déjame algo decente, ¿quién te manda cuidar tanto tu figura?

Maruchena suspiró, resignada. —Si insistes…—dijo mientras se acariciaba el cuello, evitando mirarlo—. Pero ya he cenado con Conchi. Me invitó a pollo asado con manzana…
—¿Pollo con manzana?—Los ojos de José brillaron.
—Sí. Hasta que logré convencerla de que no llevaba una semana solo para eso.

—Entonces, ¿es por eso que te pasas el día allí? ¿Mientras yo me cargo las sobras?
—¡Claro que no! —exclamó—. ¡Concha es viuda y está sola! Para nada es por el pollo. ¿Quieres que le llame ahora mismo?

—¡No! —chilló José, asustado.
—Pues a mí me parece normal —insistió ella, ya marcando el teléfono—. Tú sabes cómo es, con sus atenciones. Ya te va a invitar a acompañarme.

—¡No voy a salir a estas horas, ni que me hubiese dado un jalón de orejas!
—Vaya, ¿ahora el trabajo te cansa tanto, eh? Anda, ve —dijo, y antes de que protestara más, ya le había dado el número a Concha.

—¡Maruchena, si cruzo la puerta, me matas! —advirtió, pero al final, un olor a especias y manzana lo convenció.

—Adiós —dijo ella, mientras se dirigía a la ducha, contenta de poder relajarse.

Media hora más tarde, el teléfono sonó con violencia.
—¡José! ¿Dónde estás? —le gritó Maruchena.
—Claro que aquí —respondió él, ronco—. Verás, Concha me dijo que…
—¿Le llamas “Concha”? —preguntó ella, con una voz que se quebraba.
—¿Cómo? —José se cortó.

La conexión se cortó de inmediato. Maruchena salió de la casa, furiosa, y al llegar, encontró a José en el sofá de Concha, oliendo a especias y escondido en un rincón.

Desde ese día, Maruchena no volvió a cruzar la门槛 de su vecina, y José aprendió que no siempre lo que huele a gloria, es justo.

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