Lucía García estaba apoyada en la ventana de su casa rural, mirando cómo los críos del pueblo correteaban por el campo. En la mano, temblaba un recado que acababa de traer el cartero. Escasas palabras, escritas con la letra de su amiga Antonia, bastaron para desbarajar su vida entera.
«Luci, ven pronto. Es urgente. Nuria está muy grave. Antonia».
Cuarenta años de amistad. A lo largo de cuatro décadas, habían compartido todo: alegrías, tristezas, secretos. Pero había un secreto que Lucía no había podido contar nunca a su mejor amiga. Aquel secreto que la quemaba por dentro desde hacía veintitrés años.
El autobús que la llevaría a Villarrubia tardaba dos horas y media. Mientras viajaba, Lucía revivía la historia de entonces. Antonia tenía veintiocho años, y ella veinticinco. Ambas trabajaban en una fábrica de tejidos, vivían en una habitación contigua en un almacén. Por las noches tomaban café con churros y soñaban en voz alta con sus vidas futuras.
Fue entonces cuando apareció Javier. Alto, con el pelo negro y ojos grises. Lo nuevo en la fábrica, y todas las chicas, claro, se ilusionaron. Pero él solo sonreía a Antonia.
—Luci —dijo Antonia una noche, de vuelta en la cama—, creo que me he enamorado de verdad. Por primera vez.
Y Lucía calló en la oscuridad, pensando: «Yo también. Yo también me he enamorado. De él».
Javier cortejó a Antonia con galanura antigua: flores, paseos, besos bajo el atardecer. Y Lucía, tercera en discordia, sonreía por obligación y se rompía por dentro. Porque aquel hombre era justo el que siempre había deseado: sensible, justo, sólido.
—¿Sabes, Luci? —decía Antonia, abrazada a ella tras salir de un compromiso—. Hoy me dijo que me quería.
—Imagino que sí —respondía Lucía, y apartaba la mirada.
La boda fue sencilla, pero animada. Lucía fue dama de honor, brindó con un discurso bonito, bailó con los invitados, y sintió su corazón hecho trizas. Y cuando los recién casados se fueron de novia, Lucía lloró durante tres días.
Pasado un año, nació Nuria. Lucía se convirtió en su madrina, visitaba cada día, bebía su zumo con ella, la ayudaba a cambiar los pañales. Pero no podía mirar a Javier ni buscaba su vista.
—No sé qué haríamos sin ti —le decía Antonia, mientras acomodaba a la niña. —Eres como una hermana.
«Si supieras, si supieras».
Al cumplir Nuria tres años, Javier收到了 Moscow (Madrid) le ofrecieron un empleo: trabajo estable, sueldo digno. Decidieron mudarse.
—¿Te vienes con nosotros? —le pidió Antonia. —Tú aquí tienes poco, la vida es monótona. Madrid es otra cosa.
Lucía luchó un mes entero. No quería perder a sus únicos seres cercanos, pero no soportaba más la tortura de ver su felicidad.
—No puedo —dijo finalmente—. Mi madre está enferma. No la abandonaría.
Era una mitad de verdad. Su madre sí estaba enferma, pero no tanto como para justificar su decisión. Lucía entendió: debía soltarlos. A ellos. A su amor imposible.
El despedida fue triste. Antonia lloró, Nuria nunca quiso sueltar a su madrina. Y Javier, silencioso, apretó su mano como si quisiera decir algo.
—Gracias por todo —murmuró—. Eres especial, Lucía.
Ella juró ver un rastro de arrepentimiento en sus ojos. O tal vez solo fue la imaginación.
Los primeros años tras su partida fueron de angustia. Lucía cuidó a su madre, enseñó en un colegio y rechazó a cuantos pretendientes llegaron. Porque nadie era comparado jamás con Javier.
Las cartas de Antonia llegaban con frecuencia. Luego, con llamadas por teléfono. Antonia contaba cómo crecía Nuria, cómo iba en la escuela, cómo todo marchaba bien. Javier apenas salía en las conversaciones.
—¿Y Javier? —preguntaba Lucía, disimulando indiferencia.
—Trabaja mucho. —respondía Antonia—. Ya somos como huéspedes compartiendo piso. Cada uno con su vida.
Y Lucía pensaba: «¿Así termina el amor perfecto?». Por supuesto, nunca lo comentaba.
La muerte de su madre fue hace ocho años. Desde entonces, Lucía ha enseñado en el colegio y llevado una vida tranquila en Villarrubia. A veces, se pregunta si debería haberse atrevido a irse a Madrid. Pero rápidamente entiende: el pasado no se vuelve.
Antonia y Javier se separaron hace cinco años. Nuria ya estaba casada, con dos hijos. Antonia se mudó a vivir con su nieta.
—Tal vez fue para mejor —le dijo una vez Antonia. —Nos hicimos desconocidos. Él, en sus viajes. Yo, con los nietos. ¿De qué hablar?
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Lucía.
—Tiene un pisito en la periferia. Solo se ve cuando viene a visitar a Nuria. Y ya no es mucho.
Lucía escuchó y sintió una mezcla rara de pena y… esperanza. Quizá el amor tan idealizado no era más que una ilusión.
El autobús frenó en la parada habitual. Lucía dejó su mochila y caminó los quince minutos que la separaban de la casa de Antonia. El pueblo había cambiado: casas nuevas, calles asfaltadas. Pero el hogar de su amiga seguía igual: pequeño, limpio, con un geranio delante de la puerta.
Antonia la recibió en el umbral, envejecida, delgada, con el pelo canoso. Pero sus ojos seguían igual: bondadosos y tristes.
—¡Luci! —la abrazó—. ¡Cómo me alegra tu visita! Ven, tomaremos café con leche.
En la cocina, charlaron de nimiedades: el tiempo, el trayecto, cómo había cambiado el pueblo. Pero Lucía notó el nerviosismo en su amiga: giraba el pañuelo entre sus manos, evitaba mirarla.
—¿Y Nuria? —preguntó—. Dijiste que está mala.
Antonia lloró en silencio, lágrimas que rodaron por sus mejillas sin hacer ruido.
—Cáncer, Luci. En las mamas. Estadio terminal. Los médicos… —no terminó la frase.
Lucía sintió el pecho helarse. Nuria, su ahijada, la niña a quien cuidó, educó, quien con tres años le daba estrechitos y la llamaba “ticía”, ahora era madre de dos y muriéndose.
—¿Cuánto tiempo queda?
—Quizá seis meses. O menos. Ella lo sabe. Todos lo sabemos. Pidió verte. Dice que quiere que estés presente.
—Lo estaré. Mañana mismo nos vamos. —afirmó.
—Espera. —Antonia le posó una mano en el hombro—. Hay algo más. Javier está aquí. Vivimos en la misma casa. Nuria lo dejó venir, dijo que quiere que la familia esté junta.
Su corazón se aceleró. Veintitrés años sin verle. Veintitrés años negando sus recuerdos. Ahora, de repente…
—Sé que te pregunta si vendrías —continuó Antonia—. Y no lo entiendo, pero al oír que sí, se puso jovencito. Como si hubiese rejuvenecido veinte años.
Por la tarde, estaban los tres juntos en la habitación, tomando café con pastas. Javier, envejecido, cano por completo, con arrugas en los ojos, pero con el mismo mirar atento.
—¿Cómo estás, Lucía? —preguntó, cuando Antonia salió a por postre.
—Bien, Javier. Gracias —respondió ella, intentando no temblar.
—Pensaba… desde que todo se enfrió con Antonia, comprendí que algo vital me faltaba. Y algo que siempre estuvo ahí era tu compañía.
Lucía se ruborizó. ¿Acaso adivinaba su silencio?
—Eras… la alma de nuestra familia —prosiguió—. Al dejarte sola y viajar, algo se fue. ¿Entiendes?
Asintió, sin poder hablar.
—Ahora, con Nuria cerca de… bueno, siento que debes estar presente.
Antonia regresó con la bandeja, y la conversación se centró en trivialidades. Pero Lucía no dejaba de pensar en sus palabras. ¿Había sido por amistad? ¿O por algo más?
Al día siguiente, visitaron a Nuria en el hospital. Estaba delgada, pero sonrió al ver a su madrina.
—Ticía —dijo con voz débil—. Me complace mucho que estés aquí.
Lucía la abrazó, evitando llorar. Hablaron de los nietos, de las recetas viejas, de las tardes de juegos en el parque.
—Ticía —le dijo Nuria antes de despedirla—, siempre noté que me querías… más. Especialmente a papá. ¿No es así?
Lucía se quedó de piedra. ¿Acaso Nuria, siendo niña, había intuido algo?
—No digas tonterías —murmuró.
—No son tonterías —replicó Nuria, apretando su mano—. Y créeme, creo que papá también te quería. Pero siempre calló.
Aquella noche, Lucía no lo soportó. Antonia ya había dormido, y Lucía con Javier en la cocina, en silencio. Finalmente, él rompió el mutismo:
—¿Por qué no viniste a Madrid con nosotros, Lucía? —preguntó—. Dime la verdad.
Ella miró al cielo, a las estrellas que hurtaban lamentos, y susurró:
—Porque te quería más, Javier. Porque no soportaba más estar viéndote feliz con ella.
Él calló un rato. Luego se acercó, le puso las manos en los hombros.
—Yo también te quería, Lucía. Quizá más de lo que la amé. Pero estabas casado y eras su amiga. Creímos que no había cosa que hacer.
Se abrazaron, y se echaron a llorar. Por Nuria. Por los años perdidos. Por el amor tardío.
—¿Qué hizo de nuestra vida? —lloriqueó.
—Hicimos lo que pudimos —dijo—. Fuimos honestos, correctos. Seguro que eso vale algo.
Por la mañana, desayunaron los tres en silencio. Antonia ríe mientras sirve el café, y Javier hojea el periódico. Lucía nota algo diferente: la carga de veintitrés años pesa menos.
Nuria falleció un mes después. Lucía se quedó en Villarrubia hasta los funerales. Asistieron todos: Antonia, Javier, el yerno con los nietos. Como lo merecía una madrina.
Pocos días después, Javier decidió no volver a Madrid.
—¿Para qué? —le preguntó Antonia—. Tu trabajo ya nada tiene. ¿No prefieres quedarte aquí?
Él miró a Lucía.
—¿Qué opinas, Lucía?
—Esto —respondió— es el lugar más adecuado. Allí serías un extraño. Aquí, la familia está junta.
Se quedó. Lucía regresó a Villarrubia, pero volvió a los pocos días. Dijo que en la ciudad era triste. En la aldea, el aire era mejor.
Ahora viven en casas contiguas. Antonia en la suya. Javier y Lucía en una nueva cerca, con la excusa de cuidar mejor el recuerdo de Nuria.
Antonia sabe de su relación. Ni se enfadó ni celó. Dice que lo principal es la felicidad de todos. Y ella, con los nietos, está conforme. Los necesita.
Algunas noches, los tres se sientan en la terraza, beben café con leche y recuerdan el pasado. Y Lucía piensa: quizás fue necesario todo este tiempo para que el amor, maduro y sencillo, llegara.
¿La amó siempre? Sí. ¿Y él a ella? También. Solo que durante veintitrés años, no sabían qué hacer con ello. Ahora sí.
Amor Prohibido entre Amigos
