Todo iba perfectamente hasta que ella regresó
—¿Qué haces aquí? —María casi derrama la taza de café al ver a su conocida figura en el umbral de su puerta.
—¡Hermanita, como siempre hermosa —sonrió Ana, sacudiendo despreocupadamente un mechón de su cabello largo—. ¿Extrañabas algo, quizás?
—Pensé que estabas en Argentina —balbuceó María, notando que sus manos temblaban—. Hace ocho años dijiste que no regresarías jamás…
—Los planes cambian —encogió Ana los hombros y se abrió paso por el recibidor—. ¿Puedo pasar? ¿O prefieres tenerme de pie en la puerta?
María retrocedió en silencio. Ocho años. Ocho años de vida tranquila, rutina estable y predecibilidad. Ana escaneaba con la mirada el piso que una vez compartieron.
—Te has acomodado bien —comentó, examinando los muebles nuevos—. ¿Recuerdas nuestras travesuras en la niñez, como soñábamos con cambiar estas feas paredes?
—Las recuerdo —respondió suavemente—. Ana, dime, ¿qué sucede? ¿Por qué estás aquí?
—¿No puedo visitar a mi hermana? —se quitó el abrigo y se acercó a la ventana—. El barrio sigue igual. Las mismas casas de bloques, el mismo parque con su arena.
María dejó la taza en la mesa. Las manos no dejaban de temblar. Ana parecía casi la misma de antes, solo que ahora había agotamiento en sus ojos.
—¿Estás casada? —preguntó Ana, señalando la alianza en su dedo.
—Sí —se cubrió instintivamente la mano—. Con Óscar. Te acuerdas, mi compañero de la escuela.
—¿Óscar Sabas? —Ana levantó una ceja—. ¿El que te escribía poemas cuando estabais en el instituto?
—Era él.
—Qué sorpresa. ¿Tenéis hijos?
—Una niña. Se llama Sabela. Tiene seis años.
Ana asintió, pero algo en su mirada cambió. María conocía esa expresión desde la infancia: así reaccionaba su hermana cuando algo la molestaba.
—¿Dónde está?
—En la guardería. Óscar la recogerá más tarde; irán al parque.
—Qué mundo idílico —dijo Ana, con un rastro de ironía en la voz—. Familia, niño, estabilidad. Todo eso por lo que soñábamos en nuestra época.
—Ana —se acercó María—, ¿qué pasó en Argentina? ¿Por qué has venido?
Ana se volvió de la ventana, y por un instante brilló una vulnerabilidad que desapareció inmediatamente.
—No funcionó allí. La empresa que inicié se fue a pique, me venció la visa. De vuelta a tierras hispanas.
—¿Definitivamente?
—Aún no lo sé.
María sintió un nudo en el estómago. Recordaba cómo la presencia de Ana solía alterar todo.
—¿Dónde te acomodas?
—Por ahora no tengo dónde —sonrió Ana—. Pensaba… ¿podría quedarme unos días en tu casa?
—Ana, yo… —María dudó—. El piso es pequeño, Sabela…
—Me conformo con el sofá. No me notarán.
María sabía que debía decir no. Cada célula de su cuerpo gritaba peligro. Pero era su hermana. Su única familia tras la muerte de sus padres.
—Bueno —exhaló—, pero solo por unos días.
—Gracias, hermanita —Ana la abrazó, y por un momento todo parecía como en la infancia, cuando se apoyaban mutuamente.
Cuando Óscar regresó con Sabela, María lo había advertido de la llegada de su hermana, pero vio cómo se tensaba al ver a Ana.
—¡Hola, Óscar! —Ana se levantó del sofá, hojeando una revista—. Hace tiempo que no nos vemos.
—Ana —respondió él, escueto—. ¿Cómo estás en Argentina?
—Bueno como mal, supongo —se rio—. Y tú, siempre serio como antes.
Sabela se pegó a su padre, mirando con curiosidad a la desconocida.
—¿Y quién es? —preguntó la niña.
—Es tía Ana, mi hermana —explicó María, sentándose junto a su hija—. Tuvo que quedarse lejos mucho tiempo, pero ya está de vuelta.
Ana se acuclilló ante la niña.
—¡Hola, Sabela! Eres muy guapa. Te pareces mucho a mamá —rio la niña.
—Tía Ana, ¿son ustedes realmente hermanas? ¿Por qué se parecen tanto?
—Sí, hija —volvió a reír Ana—. Tu madre siempre fue la más bonita del clan.
Durante la cena, el ambiente era tenso. Óscar respondía secamente a las preguntas de Ana, tratando de mantener la conversación con dificultad.
—Papá, ¿mañana iremos al recinto ferial? —preguntó Sabela, terminando el caldo.
—Claro, cielo —Óscar cerró la cara con una sonrisa—. Lo prometimos.
—¿Y tía Ana también? —preguntó la niña.
—Si tía Ana quiere venir —contestó María, mirando a su hermana—. Seguro que sí.
—Contad conmigo —asintió Ana.
Luego de cenar, Óscar ayudó a María con los platos.
—¿Por cuánto tiempo está? —preguntó en voz baja.
—Dijo que unos días.
—María, ¿recuerdas lo que pasó…?
—Sí —lo interrumpió—. Pero es mi hermana. No puedo echarla.
—Lo entiendo, pero piensa en Sabela. Los niños perciben estas cosas.
—Sabela no tiene la culpa.
—Los niños son sensibles, perciben todo.
Desde la habitación, se escuchaba la risa de Sabela. María asomó la cabeza y la vio jugando con monedas ceremonialmente con Ana.
—¡Mira, la moneda desaparece…! ¡Ahora está detrás de tu oreja! —exclamó Ana.
La niña aplaudía emocionada.
—¡Otra vez, otra vez!
María sonrió. Tal vez todo iba bien. Tal vez la hermana había cambiado.
El siguiente día foram todos al ferial. Sabela estaba encantada con las atracciones, y Ana le compró malvaviscos y globos. Óscar se relajó y hasta rió con las bromas de Ana.
—¿Recuerdas, cuándo éramos niñas y soñábamos con ir al circo? —preguntó Ana en la cena—. Tú querías ser trapeadora, yo domadora de leones.
—Sí —rió María—. Y tú decías que esos leones te obedecían porque eras valiente.
—Sigo siendo valiente —guiñó Ana.
—¿Y qué es valiente? —preguntó Sabela.
—Es hacer lo que quieres sin temor, aunque a otros les parezca peligroso o inapropiado —explicó Ana.
—¡La valentía es buena! —intervino Óscar—, pero también hay que pensar en las consecuencias.
—Óscar siempre fue prudente —dijo Ana con ironía—. ¿Verdad, María?
—La prudencia no es mala —defendió María a su marido.
—Tal vez, pero a veces te impide vivir.
Cuando Sabela se durmió y Óscar entró en la ducha, las hermanas quedaron a solas.
—Te has acomodado bien —comentó Ana, observando las fotos en la estantería—. Tranquila, estable, predecible.
—¿Qué hay de malo?
—Nada. Solo aburrido, supongo.
—No lo encuentro aburrido.
—¿De verdad? —Ana se sentó junto a su hermana—. ¿Recuerdas cuando soñábamos con viajar por el mundo? Tú querías ver Segovia, yo Madrid.
—Las sueños cambian.
—O se ven obligados a cambiar —se acurrucó Ana a su lado—. María, ¿eres feliz?
—Claro.
—¿Nunca piensas en cómo podría ser tu vida si no hubieras casado a los veintiún y tenido a Sabela a los veinticinco?
—Ana, ¿a dónde quieres llegar?
—No a ninguna parte. Solo curiosidad.
María percibía la trampa, pero no podía descifrarla.
—Amar a mi familia.
—El amor y la rutina son distintas cosas —musitó Ana.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Estoy cansada del viaje. Iré a dormir.
Los días siguientes, Ana pareció fundirse en su vida familiar. Jugaba con Sabela, ayudaba a María con las tareas, incluso preparaba el desayuno. Óscar se acostumbró a su presencia.
Pero María notaba algo fuera de lugar. Demasiado interés en sus costumbres, demasiadas preguntas sobre la vida de Óscar y sus planes.
—¿Óscar gana bien, no? —preguntó un día en la cocina—. ¿A qué se dedica exactamente?
—Suficiente para nosotros —contestó—. ¿Por qué?
—Nada. Solo que parece hombre de mundo, debe entender muchas cosas.
—¿Qué pasa?
—Nada —se encogió de hombros—. Es solo que es muy amable. Debe ser bien aceptado por sus clientes.
María guardó silencio, aunque algo no le cuadraba.
Cuando Óscar regresó tarde esa noche, anunció que se había entretenido en una reunión.
—Perdona, cariño —la besó—. El encuentro se alargó.
—No pasa nada —sonrió—. Comimos con Ana.
En la cena, Ana fue especialmente conversadora. Le hacía preguntas a Óscar, escuchaba atentamente sus historias, mostrando interés.
—Óscar, ¿puedes llevarme al centro mañana? —le pidió—. Tengo documentos que entregar, y en metro no es cómodo.
—Por supuesto. ¿A qué hora?
—Alrededor de la una, si es posible.
—Sin problema.
—Gracias, eres muy amable.
María apretó los dientes. Esa forma de besar. Recordaba cómo Ana lo hacía cuando sedujo a su prometido de antes.
Aquella noche, María no logró dormir. Óscar roncaba suavemente, mientras preocupaciones internas la atormentaban. ¿Se repetiría el pasado? ¿Habían aprendido realmente algo en ocho años?
Al amanecer, María salió a la cocina. Ana ya estaba tomando cafe.
—¿No duermes bien? —preguntó su hermana.
—Tengo la costumbre de levantarme temprano —contestó, mientras se servía agua.
—María, ¿todo está bien? Te noto tenso.
—Todo está bien.
—¿Estás enfadada conmigo? ¿Por no presentarme antes o aparecer así?
—¿Por qué habría de estarlo?
—No sé. Tal vez por recordarte a mí. O por cómo interrumpo vuestro pequeño mundo.
María no respondió.
—María, entiendo que me guardas resentimiento. Sobre Dennis…
—No queremos hablar de eso —interrumpió—. Está en el pasado.
—Pero no lo has olvidado.
—Sí lo he hecho.
—¿Entonces por qué me miras así? Como si fuera una enemiga.
—¿Debería mirarte de otra forma? ¿Después de todo lo que pasó?
—Eso no existe ya.
—Ana, te he perdonado. Pero eso no significa que haya olvidado qué eres capaz de hacer.
—¿Ahora sí, dime? —su tono se endureció.
—Tú sabes perfectamente.
Las hermanas se miraron, la tensión colgando en el aire.
—He cambiado, María.
—¿De verdad crees eso?
—Sí. Estos ocho años me enseñaron muchas lecciones.
—¿Qué lecciones?
—Que la felicidad no puede tomarse. Lo ajeno siempre será ajeno.
—No me interesa creerlo. Pero pido que no arrebates lo que he construido. Tengo una familia, una hija…
—¿Pensando que quiero robarle a Óscar? —Ana sonrió con amargura—. María, soy ya cuarenta y uno. Estoy cansada de la seducción. Necesito encontrar un lugar propio.
—Entonces encuéntralo. Pero no aquí.
—¿Dónde si no? Eres tú la única.
En aquel momento entró Óscar en bata.
—Buenos días, chicas —bostezó—. ¿De qué habláis tan animadas?
—De vida —respondió Ana, cambiando de tono ligeramente—. Oye, Óscar, preguntaba si nos recuerdas la hora del banco.
—Claro que sí. Estaré libre a la una.
María observó cómo Ana sonreía a su marido, el miedo apretándole el pecho. Esa sonrisa le era familiar. La misma que dirigió a Dennis antes de llevárselo.
El día pasó con nervios, esperando su regreso. Óscar llamó por la tarde, explicando que se había retrasado ayudando a Ana con compras.
—No maneja el coche —justificó—. Le pesaban las cajas y el metro no es comodo.
—Está bien —dijo María, aunque dentro todo ardía.
Cuando regresaron, Óscar estaba de buen humor y Ana especialmente encantadora.
—Gracias por ayudarme tanto —dijo—. Sin ti no lo habría logrado.
—¿Qué? —Óscar apartó el tema—. Ana me ayudó a escoger un nuevo móvil. Conoce mucho de electrónica.
—En Argentina aprendí —explicó Ana.
Dormían temprano. Óscar se recostaba y todo parecía tranquilo. Pero a María no se le escapó cómo se había animado a Óscar, cómo ahora sonreía con mayor frecuencia, cómo incluso canturreaba en la ducha.
María comprendía que ya estaba perdiendo. Ana, como siempre, seducía con pericia. Y lo peor: Óscar no notaba cómo se le enredaba en la red.
Al día siguiente, con Sabela en el jardín y Óscar en la oficina, María decidió hablar.
—Hablamos —dijo sin más.
—¿De qué? —Ana bebía café, hojeando una revista.
—Sabes muy bien. Cese los juegos.
—No entiendo.
—¿Desgrácia crees que es? —se sentó frente a su hermana—. Por favor, vete. Encuentra otra vida, otro hombre. No arruines la mía.
—¿La tuya? ¿Dónde ves tú que interfiero?
—Como me miras… Como siempre.
—Eso lo imaginas tú.
—No, lo sé.
—Muy bien —contestó Ana con calma—. Supongamos que tienes razón. Supongamos que a Óscar le gusto. ¿Y entonces?
—¿Y qué? —María sintió que el suelo se le movía—. Él es mi marido.
—¿Tuyo? —Ana sonrió—. ¿Acaso se lo has dicho tú?
—¿Qué?
—¿Le has dicho que es tu propiedad? ¿Que por llevar anillo es tuyo para siempre?
—No es eso lo que quiero decir.
—¿Y qué quieres decir? —se puso Ana de pie—. ¿Que los hombres son posesiones? ¿Que llevar anillo es ser propiedad?
—Nos amamos.
—¿De verdad? —Ana la miró intensamente—. Entonces ¿por qué te asusta tanto? Si os amáis tanto, ¿de qué temes?
María calló. Su hermana había dado en el blanco.
—He aprendido algo estos días —continuó Ana—. Óscar no es feliz. Es buen hombre, responsable. Pero profunda tristeza le ahoga. Vive tu vida, no la suya.
—Eso no es verdad.
—Es verdad. Y lo sabes. Lo sabes, pero finges no darte cuenta.
—Vete —dijo tiernamente—. Vete ahora.
—No me iré —respondió con naturalidad—. Porque no tengo adónde ir. Y porque ya estoy cansada de escapar.
—Entonces le contaré la verdad a Óscar. Le contaré quién eres y por qué has vuelto.
—Adelante. Solo responde honestamente: ¿qué ocurre si elige por mí?
María miró a su hermana y entendió: la batalla había comenzado. En aquella lucha, ganaría quien más se aferraba.







