Sola entre la multitud familiar

**Diario de una madre en la soledad**

—Mamá, ¿otra vez preocupándote por todo? —soltó Laura sin levantar la vista del móvil—. ¡No es para tanto que no vinieran a tu cumpleaños! La gente tiene sus cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Rosario en voz baja, apretando una servilleta—. Marta prometió venir con los niños, Luis dijo que se haría un hueco… Y hasta Javier me contó que ya tenía mi regalo preparado.

—¿Y qué? —Laura, por fin, apartó los ojos de la pantalla—. Marta está con los niños enfermos, Luis tiene líos en el trabajo y Javier se quedó pillado en un viaje. Nadie lo ha hecho a propósito.

Rosario siguió poniendo la mesa del salón en silencio. El mantel de encaje, la vajilla buena, la que solo sacaba en ocasiones especiales. Setenta años… ¿Acaso no era especial? Llevaba una semana comprando ingredientes, cocinando desde primera hora los platos favoritos de sus hijos: la ensaladilla rusa para Marta, las patatas con champiñones para Luis, la tarta de milhojas para Javier.

—Lauri, ¿y si les llamamos otra vez? —rogó—. A lo mejor aún pueden venir.

—Mamá, ¡basta ya! —Laura se levantó de un salto—. Tengo que irme. Alberto está solo con los niños y se cansará.

—Pero si ni siquiera hemos comido bien…

—¿Comer qué? Unos canapés. En casa cenaré algo decente.

Rosario la observó mientras su hija pequeña recogía el bolso. Rápida, nerviosa, como si temiera perder algo importante.

—Vale, mamá, no te pongas triste. La próxima vez vendrán todos, ya verás.

Un beso en la mejilla, el portazo. Y Rosario, sola ante la mesa puesta para seis.

Permaneció sentada mucho rato, mirando los platos vacíos. El piso estaba en silencio, solo roto por el tictac del reloj de pared. El mismo que le regaló su difunto marido cuando cumplió treinta. ¡Cuántas celebraciones en esa mesa… cumpleaños, Navidades, bodas, graduaciones!

Al final, se levantó y empezó a recoger. Guardó la ensaladilla en un taper —mañana se lo daría a la vecina Carmen—. Las patatas, al frigorífico. La tarta, cortada en trozos, también. Demasiados trozos.

Cuando terminó, se sentó en el sillón favorito de su marido y tomó el móvil. Había mensajes sin leer.

«¡Feliz cumple, mamá! Perdona que no pudiéramos ir. Los niños están fatal, con fiebre alta. El finde voy sin falta. Besos». De Marta.

«Felicidades, mamá. Problemas en el curro, me pueden echar. El regalo te lo mando con Laura. Cuídate». Luis, como siempre, escueto.

«¡Cumpleañera! Atrapado en Sevilla, cancelaron el vuelo. Te compenso. Te quiero». Javier, el pequeño.

Todos disculpándose. Todos amándola. Todos prometiendo que vendrían después. Rosario apagó el móvil y cerró los ojos. Un cansancio denso, pegajoso, la invadió.

Al día siguiente, la despertó el timbre. En la puerta estaba Carmen con un ramo de claveles.

—«¡Feliz cumple atrasado, Rosi! Perdona por ayer, es que mi nieto tenía torneo de fútbol».

—Gracias, Carmi —aceptó las flores—. Pasa, vamos a tomar café.

—¿Y bien? ¿Vinieron los niños?

Rosario puso la cafetera y calló. Carmen lo entendió al instante.

—¿Otra vez no pudieron?

—Cosas de ellos —susurró Rosario—. Trabajo, niños enfermos…

—Rosi… ¿les has dicho lo importante que era para ti?

—¿Para qué? Ya no son pequeños, deberían saberlo.

Carmen negó con la cabeza.

—Deberían… pero no saben. Los míos igual. Si no se lo dices claro, no lo pillan.

Bebieron café con los restos de la tarta. Carmen alabó el dulce, pidió la receta, habló de sus nietos. Rosario escuchaba y pensaba que era más fácil hablar con su vecina que con sus propios hijos.

—Rosi, ¿y si buscamos algún taller juntas? —propuso Carmen—. O apuntarnos al centro de mayores. Hay baile, coro…

—Ay, Carmi, no estoy para eso.

—¿Y para qué estás? Tus hijos son mayores, viven su vida. ¿Por qué no vivir la tuya?

Después de que Carmen se fuera, Rosario reflexionó sobre sus palabras. ¿Vivir para ella? ¿Cómo se hacía eso? Toda su vida había sido para otros: padres, marido, hijos. Incluso después de enviudar, seguía volcada en ellos. Cuidando nietos, cocinando, lavando cuando le dejaban la ropa.

Por la tarde, llamó Marta.

—Mamá, ¿qué tal? ¿Cómo fue tu cumple?

—Bien —respondió Rosario.

—Laura me contó que estuvisteis solo las dos. ¡Ya te expliqué lo del lío aquí! Iván con fiebre, Lucía tosiendo… Hasta llamamos al médico.

—Lo entiendo, hija. Los niños son lo primero.

—Mamá, no digas eso. Sabes que te quiero. Es que… fue mala suerte.

—Lo sé.

—Oye, ¿podrías venir el sábado? A quedarte con ellos un rato. Tengo cita médica y no me dejan llevarlos enfermos.

Rosario dudó.

—Sí, iré.

—¡Eres la mejor!

Tras colgar, se asomó a la ventana. Niños jugando en el parque, madres charlando en los bancos. Una escena cotidiana, pero hoy le pareció lejana, ajena.

El sábado fue a casa de Marta. Los niños, aunque mejorando, seguían malitos. Iván, caprichoso, exigía atención. Lucía se le colgaba del cuello: «Abuela, ¿por qué no vienes todos los días?».

—¿Para qué todos los días?

—Para estar juntas. Mamá siempre está ocupada, papá en el trabajo. Contigo es divertido.

Rosario la abrazó fuerte. Al menos alguien la necesitaba.

Marta regresó horas después.

—¡Gracias, mamá! —agotada—. El médico dijo que solo es un resfriado.

—Me alegro.

—Oye… ¿podrías venir mañana? Tengo que trabajar y Pablo sale de viaje.

—Mañana es domingo.

—Sí… ¿y?

Rosario quiso decir que ella también merecía descansar. Que tenía derecho a su tiempo. Pero vio la cara cansada de su hija y asintió.

—Vale, iré.

En el autobús de vuelta, recordó la pregunta de Lucía. ¿Por qué no iba todos los días? ¿Qué la retenía en casa? ¿El piso vacío, la tele, las llamadas esporádicas?

Al llegar, una sorpresa: Luis en la puerta, con una bolsa de regalos.

—¡Hola, mamá! —la abrazó—. Perdona por ayer. Fue un lío.

—No pasa nada, hijo. Pasa.

Entró, dejó la bolsa en la mesa.

—Un juego de té, una bata y bombones.

—Son preciosos.

—Mamá… ¿por qué estás tan seria? —frunció el ceño—. ¿Es por el cumple?

Rosario se sentó frente a él. Luis se parecía a su padre: misma mirada gris, misma expresión al pensar.

—Hijo… dime la verdad. ¿Os hago falta?

—¡Claro que sí!

—¿Para qué?

Luis se turbó.

—¿Cómo que para qué? Eres nuestra madre.

—Eso lo sé. ¿Pero qué más? ¿Qué os doy ahora, ya adultos?

—Pues… nos apoyLuis guardó silencio, buscando palabras, hasta que al fin susurró: “Nos das amor, mamá… aunque a veces olvidamos devolverlo igual.”

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