Oye, qué fuerte lo de Elena… ¿La has visto? ¡Pero si ha desconectado totalmente! – Lucía dio un golpe en la mesa que hizo temblar las tazas de café. – ¿No te das cuenta? ¡Ese tío la tiene como un trapo de cocina! Hoy sí, mañana no, cuando le viene en gana.
– Por Dios, Lucía, cómo exageras… – Elena removió el azúcar en su taza, cansada. – Santiago tiene mucho lío, todo el día con reuniones y su empresa. Cuando tiene un hueco, quedamos.
– ¡Ni me hables de la empresa! – la amiga se puso colorada de rabia. – ¡A ver, Elena, que ya tienes treinta y seis tacos! ¿Hasta cuándo vas a ser eso… su plan B?
Elena hizo una mueca. Lucía siempre así, sin medias tintas. Y lo peor era que llevaba razón, pero una razón que pinchaba, mejor no oírla.
– ¿Qué quieres que haga? – preguntó en voz baja, mirando por la ventana del bar. – Mujeres preciosas hay a montones. Yo… soy normal. Pero soy práctica. No me quejo, no exijo, no le doy guerra.
– ¡Por el amor de Dios! ¡Escúchate un poco! – Lucía le agarró la mano. – ¿«Práctica»? ¿Te crees que eres un trapo de limpiar? Tienes carrera, un buen curro, tu propio piso… Eres lista, buena persona, leal…
– Pero no soy guapa – la cortó Elena con una sonrisa amarga. – Y los tíos eligen primero con los ojos, tú lo sabes.
Lucía se dejó caer en la silla, moviendo la cabeza. Veinte años de amistad y su amiga seguía sin creerse lo que valía. Desde la uni igual, siempre en la sombra de las guaperas, siempre dispuesta a plegarse, a agradar, a no molestar.
– ¿Te acuerdas de Luis, el de la facultad? – preguntó Elena de repente.
– Pues sí. ¿Qué pasa? – se puso alerta Lucía.
– Me volvía loca por él. Tres años detrás de sus pasos, dándole apuntes, echándole un cable en los trabajos. Ni se fijaba. Pero en cuanto apareció esa… ¿cómo se llamaba?… María Fernández, se puso como un perrito detrás.
– ¡Pero si eso fue en la época del botellón! – Lucía levantó las manos.
– Pues para mí como si fuera ayer – sonrió Elena, triste. – Ahí aprendí la regla de oro: las guapas lo consiguen todo de repente. Las demás tenemos que se útiles. Prácticas.
– Elena, mujer… Pero si ese Luis… ¿cómo acabó? ¡En un bar, cuesta abajo! Y esa María Fernández ha ido de casorio tres veces, todas al traste. ¿Dónde están ellos y dónde estás tú?
– Ellos viven – susurró Elena. – Yo me acomodo.
En ese momento sonó el móvil. Elena miró la pantalla y se animó.
– ¿Hola, Santi? Sí, estoy libre. Claro, voy para allá. Para dentro de una hora? Vale, te espero.
Lucía la miró horrorizada. La cara de su amiga cambiaba, le salía una alegría infantil, como dispuesta a salir corriendo a la primera.
– Elena, no vayas – le dijo casi en un susurro. – Dile que estás ocupada.
– No puedo – Elena ya recogía el bolso. – Tiene dos horitas entre reuniones. ¡Hace siglos que no quedamos!
– ¡Si fue hace cinco días!
– Que son siglos – repitió Elena, terne, y se levantó.
Lucía se quedó sola mirando por la ventana cómo se alejaba su amiga. ¿Qué le pasaba? ¿Cómo era posible que una tía tan lista, con tanto talento, se hubiera convertido en un apéndice de la vida de otro?
Y eso que antes no era así. En la uni, aunque Elena no destacase por su física, era el ama de la fiesta. Soltaba chistes, montaba excursiones, ayudaba a todos con las asignaturas. Los chicos la querían… bueno, no como mujer, más como el mejor colega. Su camarada. La llamaban «Elena-cole». Y a ella le enorgullecía.
Después de la uni, entró como control de gestión en una buena empresa, subió rápido. Se compró su piso, su coche. Sus padres felices, hija asentada. Pero la vida de soltera… no había manera.
El primer rollo serio fue a los veintiocho. Un compañero, Andrés. Callado, tranquilo, responsable. Elena estaba feliz: por fin alguien que la valoraba, que la quería por cómo era, por dentro, no por su cara.
Dos años juntos. Elena empezó a soltar indirectas sobre casarse, a mirar vestidos de novia. Y entonces Andrés conoció a la nueva becaria: jovencita, monada recién salida de la universidad.
– Mira, Elena – había dicho él, buscando las palabras –, tú eres increíble, pero con Laura siento algo diferente. Una pasión, un subidón…
– Y conmigo estás a gusto, ¿no? – preguntó entonces Elena. – ¿Cómodo?
– Pues… sí – reconoció él, franco. – Demasiado cómodo, quizás.
Ahí lo vio claro: la belleza da pasión, lo práctico solo da rutina. Y la rutina acaba por cansar.
Después de Andrés vinieron más historias. Todas el mismo guion: el tío aparecía en su vida cuando andaba mal, tras un divorcio, un despido, una baja. Elena lo cuidaba, le daba ánimos, lo sostenía. Y cuando volvía a flote, siempre surgía una guapísima que se lo llevaba para siempre.
– Elenita, tú ya me entiendes – explicó el último de aquella lista de efímeros –. Contigo estoy de lujo, pero falta… bueno, tú sabes… la chispa.
Sí, lo sabía. Demasiado bien.
Y apareció Santiago. Empresario, con éxito, divorciado, con una hija adolescente. Se conocieron por casualidad, ayudándole Elena con la declaración de la renta, que él no entendía un pijo.
– Un millón de gracias, me has sacado de un lío – le dijo entonces. – Eres una profesional de primera. Y una gran persona.
«Gran persona», repitió Elena mentalmente. Lo de siempre. No mujer, no belleza
Y mientras ese té caliente le reconfortaba las manos, decidió que a partir de ahora su tiempo lo ocuparía ella misma, eligiendo lo que realmente merecía la pena.