Conviértete en extraña

Se volvió extraña

Isabel estaba frente a la ventana, observando cómo su hija Lucía cargaba las últimas cajas en el coche. La joven iba de un lado a otro, reacomodando bolsas, explicando algo a su marido. Ya era toda una mujer, treinta y un años, pero su madre aún veía en ella a esa niñita que se aferraba a su falda y temía quedarse sola.

—Mamá, ¿estás lista? —gritó Lucía desde el patio—. ¡Es hora de irnos!

Isabel tomó un pequeño bolso con sus pertenencias y caminó lentamente hacia la puerta. En el recibidor, las fotografías adornaban la cómoda: la boda de su hija, el cumpleaños de su nieta Martita, unas vacaciones familiares en la sierra. Una vida cotidiana que ahora parecía tan lejana.

—Ya voy —respondió, cerrando la puerta con llave.

El coche estaba aparcado en la calle con el maletero abierto. Álvaro, el marido de Lucía, fumaba cerca del portal y miraba el reloj con impaciencia.

—Buenos días, Isabel —asintió con un gesto breve—. ¿Todo bien?

—Sí, normal —contestó ella, seca.

Álvaro siempre la trataba con formalidad, aunque llevaban ocho años de conocerse. No era mala persona, pero algo frío. Isabel nunca se había sentido cómoda con él.

—Siéntate atrás, mamá —dijo Lucía, abriendo la puerta trasera—. Así irás más cómoda.

El trayecto fue en silencio. Isabel miraba por la ventana las calles conocidas, que poco a poco se convertían en barrios ajenos. Mudarse con su hija parecía la decisión correcta. Después de la muerte de su marido, la soledad se había vuelto pesada, y su salud ya no era la de antes. Además, estaba Martita, podía ayudar con la niña.

—Hemos llegado —anunció Lucía cuando el coche se detuvo frente a un bloque de pisos moderno—. Nuestra casa.

El piso era amplio y luminoso: un salón comedor grande, cocina independiente, tres habitaciones. Lucía mostraba orgullosa la reforma, los muebles nuevos, los electrodomésticos.

—Y esta es tu habitación, mamá —abrió la puerta de la más pequeña—. La he preparado especialmente para ti.

La estancia era pulcra pero impersonal. Una cama individual, un armario, un escritorio junto a la ventana. Todo nuevo, todo ajeno.

—Gracias, hija —Isabel dejó el bolso sobre la cama—. Es muy bonito.

—Mamá, ¿dónde está Martita? —preguntó, mirando alrededor.

—Se quedó a dormir en casa de una amiga. Mañana la traigo para que por fin os conozcáis bien.

Isabel asintió. Solo había visto a Martita un par de veces: en su cumpleaños, en Navidad. Lucía apenas la visitaba, siempre ocupada con el trabajo, la casa, su marido.

Por la noche, tomaban té en la cocina. Álvaro revisaba su tableta, Lucía hablaba de los vecinos, de las tiendas cercanas.

—Mamá, aquí vas a estar muy bien —decía—. El barrio es tranquilo, la gente es educada. Hay un parque infantil en la plaza y el ambulatorio queda cerca.

—Sí, es un buen lugar —convino Isabel.

—Y además, me ayudarás con Martita. La guardería cuesta un dineral y hasta septiembre no empieza el cole.

Álvaro levantó la vista de la tableta.

—Lucía, habíamos quedado en que tu madre tendría su independencia. No hay que cargarla.

—¿Qué carga? —se indignó Lucía—. Estar con su nieta es una alegría, no un trabajo.

—Claro que la ayudaré —intervino Isabel—. No he venido para quedarme de brazos cruzados.

Álvaro se encogió de hombros y volvió a su tableta.

A la mañana siguiente, Lucía trajo a Martita. La niña tenía cuatro años, vivaracha, charlatana, el vivo retrato de Lucía a su edad.

—Martita, esta es la abuela Isabel —le presentó Lucía—. Vivirá con nosotros ahora.

—Hola, abuela —dijo la niña con educación, pero con cierta distancia.

—Hola, mi cielo —Isabel se agachó a su altura—. ¡Qué guapa eres!

—Mamá, ¿por qué la abuela está en mi cuarto de juguetes?

Lucía se ruborizó.

—Martita, ahora es la habitación de la abuela. Tus juguetes los pondremos en tu dormitorio.

—¡Pero ya tengo muchos ahí! ¿Dónde voy a hacer mis castillos?

—Bueno, ya se nos ocurrirá algo —dijo Lucía, tomándola en brazos—. No te preocupes.

Isabel comprendió entonces que había ocupado un espacio que Martita consideraba suyo. Una punzada de culpa le atravesó el pecho.

—Podría dormir en el salón —sugirió—. En el sofá.

—¡Qué dices, mamá! —protestó Lucía—. Esto es tu casa ahora, tienes que tener tu propio espacio.

Pero, durante todo el día, Martita miraba la puerta cerrada de la habitación de su abuela con cierta tristeza.

Los días pasaron. Lucía salía a trabajar, Álvaro también, a menudo hasta tarde. Isabel se quedaba con Martita. La niña se iba acostumbrando, pero no surgía complicidad. Se trataban con educación, como dos extrañas.

—Martita, ¿quieres que te cuente un cuento? —proponía Isabel.

—No, gracias. Mi mamá me lee libros con dibujos.

—¿O prefieres hacer galletas juntas?

—Mamá compra las del supermercado. Dice que son más sanas.

Cada negativa dolía. Isabel quería sentirse útil, quería cuidar de su nieta, pero la pequeña parecía mantenerla al margen de su mundo.

Por las noches, en la cena, las conversaciones giraban en torno al trabajo, los planes del fin de semana, amigos que Isabel no conocía.

—¿Qué tal le fue a Claudia? —preguntó Álvaro.

—Bien, le han ascendido. El sábado nos ha invitado a su casa en el campo.

—¿Vamos? ¿Llevamos a Martita?

—Claro. Allí tiene niños con los que jugar.

Isabel callaba, comprendiendo que no la incluían en esos planes. Era como un mueble: presente, pero sin participar.

—Yo quizá me quede aquí —dijo, cautelosa—. Id vosotros.

—¿Por qué? —se sorprendió Lucía—. Ven con nosotros. Conocerás a nuestros amigos.

—Ay, hija, ¿qué voy a hacer entre gente joven? No quiero ser un estorbo.

—¡Mamá! ¿Qué estorbo ni qué tonterías?

Pero Isabel notó que Álvaro respiraba aliviado. Obviamente, no quería llevar a su suegra.

El sábado, la familia se fue al campo, e Isabel se quedó sola en aquel piso ajeno. Caminó por las habitaciones vacías, sin saber qué hacer. En su casa, siempre había algo: regar las plantas, charlar con su vecina Adela, ir a la tienda donde la conocían.

Aquí todo era extraño. Hasta el té sabía distinto.

Intentó ver la televisión, pero los canales estaban en programas que no le interesaban. Tomó un libro, pero no logró concentrarse.

Al anochecer, la familia regresó bronceada y contenta.

—¿Qué tal, mamá? —preguntó Lucía, colgando los bañadores—. ¿Te aburriste?

—No, todo bien. Descansé.

—Me alegro. ¡Nosotros lo pasamos genial! Martita se bañó en el río, hicimos una barbacoa.

La niña corrió hacia su abuela para mostrarle las piedras que había recogido.

—Mira, ab—Mira, abuela —dijo Martita con una sonrisa tímida—, son para ti, para que no te sientas sola.

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