Diez años de silencio

-¡Basta de callarte! -grita Lidia golpeando el mantel. -¡Diez años aguantando tus cosas, y ahora esto!

Carmen, sentada frente a ella, no le levanta la mirada. Le tiemblan las manos al acercarse los labios a la taza de café. Entre ambas, sobre la mesa, descansa un informe médico arrugado.

-¿Qué quieres que te diga? -pregunta Carmen, casi en un susurro.

-¡La verdad! -Lidia se levanta de un salto y empieza a caminar por la cocina-. ¡Quiero la verdad! ¿Por qué te callaste? ¿Por qué no me dijiste entonces que lo sabías?

Carmen deja la taza sobre la mesa. El café se derrama, formando un pequeño charco.

-Porque tenía miedo -reconoce-. Miedo a que me odiaras.

-¿Y ahora? ¿Ahora no te da miedo? -La voz de Lidia tiembla de rabia-. ¿Ahora que lo sé por mí misma?

La vecina de abajo golpea el techo con una escoba. Lidia vuelve a sentarse e intenta calmarse. Pero las manos le siguen temblando.

-Cuéntamelo todo -exige-. Desde el principio.

Carmen se seca las lágrimas con el dorso de la mano.

-No sabía cómo decírtelo. Estabas tan feliz, recién casada…

-¡No te andes justificando! ¡Habla claro!

-Lo vi a Miguel con esa mujer en el café de la Gran Vía. Sentados junto al ventanal, cogidos de la mano. Ella estaba embarazada.

A Lidia se le doblan las rodillas. Sabía de la infidelidad de su marido, pero no que alguien los hubiera visto juntos hacía tanto.

-¿Cuándo fue?

-Medio año después de vuestra boda -Carmen habla casi sin voz-. Volvía del trabajo y los vi de casualidad. Primero no daba crédito a que fuera Miguel. Pero luego salieron a la calle y le reconocí bien.

-¿Y qué pasó después?

-Quería acercarme, pero… -Carmen se interrumpe-. Él la besó. Con ternura, como se besa a la mujer amada. Luego posó la mano sobre su vientre.

Lidia cierra los ojos. Los recuerdos vuelven como una marea dolorosa. Aquella época en que ella soñaba con un hijo y Miguel siempre lo posponía.

-¿O sea que ya tenía hijos con otra?

-No sé. Quizá. Lidia, de verdad quise decírtelo, pero…

-Pero te callaste. ¡Diez años!

Carmen se estremece ante la aspereza en la voz de su amiga.

-Pensé que pasaría. Que entraría en razón y volvería a ti. Estabas tan enamorada, planificando niños, comprando ropita de bebé…

-Ropita de bebé -repite Lidia con amargura-. Mientras él criaba al hijo ajeno.

Se levanta y se acerca a la ventana. En el patio juegan niños que corren y ríen entre los columpios. Lidia soñó tanto con los suyos. Ahora tiene cuarenta y tres años y el tiempo se escapa.

-Lidia, perdóname -Carmen se acerca-. Sé que actué mal. Pero no podía destrozar tu felicidad.

-¿Qué felicidad? -Lidia se vuelve-. ¿La de vivir con un mentiroso infiel? ¿La de gastar los mejores años con quien no te ama?

-¡Sí te amaba! Yo le he visto mirarte.

-¿Cuándo? ¿Cuándo me engañaba con la amante embarazada?

Carmen baja la cabeza. Las palabras le duelen, pero sabe que se las merece.

-Creí hacer lo correcto -murmura.

-¿Lo correcto? -Lidia ríe, una risa cargada de dolor-. Lo correcto hubiera sido decirme la verdad entonces. Quizá no habría perdido diez años con ese hombre.

Suena el teléfono en el recibidor. Lidia va a contestar mientras Carmen se queda junto a la ventana.

-¿Diga? -responde Lidia, agotada.

-Hola, soy Miguel. Me quedo hasta tarde trabajando. No me esperes para cenar.

Lidia mira el reloj. Siete de la tarde. Su jornada terminó hace rato.

-De acuerdo -contesta seca-. Adiós.

Cuelga y regresa a la cocina. Carmen está sentada, arrugando un pañuelo.

-¿Era él?

-Sí. Otra vez tarde.

-Lidia, ¿y si ahora es distinto? ¿Si ha cambiado?

Lidia saca varias fotos del bolso y las tira sobre la mesa.

-Mira tú misma.

Carmen se inclina sobre las imágenes. Aparece Miguel con la misma mujer, ahora mayor, y junto a ellos un niño de unos nueve años.

-Es su hijo -exclama Lidia-. Contraté a un detective. Resulta que lleva diez años con doble vida. Oficialmente vive conmigo, pero en realidad tiene otra familia.

Carmen se tapa la boca.

-Dios mío, Lidia, no sabía…

-Claro que no. Porque te callaste diez años, en vez de decírmelo.

-Pero si te hubiera hablado entonces, ¿me crees?

Lidia reflexiona. ¿Habría creído a su amiga? ¿O pensaría que le envidiaba la felicidad?

-No sé -admite con franqueza-. Quizá no. Pero habría podido comprobarlo. Así he vivido diez años a oscuras.

Carmen se levanta y se acerca a la encimera. Enciende el fuego bajo la cafetera, aunque ya tienen café caliente.

-¿Y ahora qué harás? -pregunta.

-Divorciarme. ¿Qué queda?

-¿Y él sabe que lo sabes?

-Aún no. Pero pronto lo hará.

Lidia recoge las fotos y las guarda. Le tiemblan menos las manos, pero la tormenta interior perdura.

-¿Sabes lo peor? -dice-. No la infidelidad. Sino haber perdido tanto tiempo. Diez años de vida que no vuelven.

-Todavía eres joven. Conocerás a otro.

-¿A los cuarenta
Diez años guardó silencio.
—¡Basta ya! —grita Elena golpeando la mesa—. ¡Diez años soportando tus cosas, y ahora esto!

Tatiana, frente a ella, baja la mirada. Le tiemblan las manos al acercar la taza de té a los labios. Entre ambas descansa un informe médico arrugado.

—¿Qué quieres de mí? —pregunta Tatiana en un hilo de voz.

—¡La verdad! —Elena se levanta de un salto y pasea por la cocina—. ¿Por qué callaste? ¿Por qué no me dijiste que lo sabías?

Tatiana apoya la taza. El té se derrama, formando un charco diminuto.

—Por miedo —confiesa—. Miedo a que me odiaras.

—¿Y ahora no lo temes? —la voz de Elena tiembla de rabia—. Ahora que lo he descubierto sola.

La vecina de abajo golpea el radiador. Elena se sienta y trata de calmarse, pero las manos no dejan de temblar.

—Cuéntamelo todo —exige—. Desde el principio.

Tatiana se seca las lágrimas con el borde del pañuelo.

—No supe cómo decírtelo. Eras tan feliz entonces, recién casada…

—¡No te andes por las ramas! ¡Dilo claro!

—Vi a Sergio con ella en la cafetería de la Gran Vía. Sentados junto al cristal, cogidos de la mano. Ella estaba embarazada.

A Elena le parece que el suelo cede. Sabía de la infidelidad de su marido, pero no que alguien los hubiera visto juntos hacía tanto.

—¿Cuándo?

—Seis meses tras vuestra boda —susurra Tatiana—. Volvía del trabajo, los vi por casualidad. Primero no creí que fuera Sergio. Pero salieron a la calle y lo reconocí.

—¿Y luego?

—Intenté acercarme, pero… —Tatiana titubea—. Él la besó. Con ternura, como a quien se ama. Luego posó la mano sobre su vientre.

Elena cierra los ojos. Recuerdos dolorosos la inundan: aquella época ansiando un hijo mientras Sergio siempre lo posponía.

—Entonces ¿ya tenía un hijo con otra?

—No lo sé. Quizás. De verdad quise contártelo, pero…

—Pero callaste. ¡Diez años!

Tatiana se estremece ante la dureza de su amiga.

—Creí que pasaría. Que reaccionaría y volvería a ti. Tú tan enamorada, planeando hijos, comprando ropitas…

—Ropitas —repite Elena, amarga—. Mientras él criaba al hijo de otra.

Se acerca a la ventana. En el patio, niños juegan y ríen entre columpios. Ella soñó tanto con los suyos. Ahora tiene cuarenta y tres, y el tiempo se agota.

—Elena, perdóname —Tatiana se acerca—. Sé que obré mal. Pero no quise arruinar tu felicidad.

—¿Qué felicidad? —Elena se gira—. ¿La de vivir con un mentiroso? ¿Gastar mis mejores años con quien no te ama?

—¡Sí te amaba! Yo lo he visto mirarte.

—¿Cuándo? ¿Mientras me traicionaba con su amante embarazada?

Tatiana agacha la cabeza. Las palabras duelen, pero sabe que se las merece.

—Creí hacer lo correcto —balbucea.

—¿Correcto? —Elena ríe con desgarro—. Lo correcto era habérmelo dicho entonces. Quizás no habría perdido diez años con él.

Suena el teléfono en el recibidor. Elena atiende y Tatiana permanece junto a la ventana.

—¿Diga? —contesta Elena, exhausta.

—Hola, soy Sergio. Me retrasaré en la oficina. No me esperes para cenar.

Elena mira el reloj. Siete de la tarde. La jornada terminó hace horas.

—Entendido —responde seca—. Adiós.

Vuelve a la cocina. Tatiana sigue sentada, estrujando el pañuelo.

—¿Era él?

—Sí. Otra vez se retrasa.

—Elena, quizás ahora sea distinto. Quizás ha cambiado.

Elena saca fotos de su bolso y las arroja sobre la mesa.

—Míralas tú misma.

Tatiana se inclina sobre las imágenes: Sergio con la misma mujer, ahora mayor, y junto a ellos un niño de unos nueve años.

—Es su hijo —explica Elena—. Ayer contraté un detective. Lleva diez años con doble vida. Oficialmente conmigo, pero tiene otra familia.

Tatiana se cubre la boca con la mano.

—Dios mío, Elena, no sabía…

—Pues claro. Porque durante diez años callaste.

—Pero si te lo hubiera dicho antes, ¿me habrías creído?

Elena reflexiona. ¿Lo habría hecho? ¿O habría pensado que su amiga envidiaba su felicidad?

—No lo sé —admite sinceramente—. Quizás no. Pero habría podido comprobarlo. Así he vivido diez años engañada.

Tatiana enciende el hervidor aunque ya hay té hecho.

—¿Qué harás ahora? —pregunta.

—Divorciarme. ¿Qué otra opción queda?

—¿Él sabe que lo sabes?

—Aún no. Pero lo sabrá pronto.

Elena recoge las fotos y las guarda. Tiembla menos, pero dentro bulle la tormenta.

—¿Sabes lo que más duele? —confiesa—. No su traición. Haber perdido tanto tiempo. Diez años que no volverán.

—Aún eres joven. Encontrarás a alguien.

—¿A los cuarenta y tres? ¿Con mis achaques? —Elena sonríe con amargura—. Lo dudo.

Tatiana sirve agua hirviendo. El té queda fuerte, pero ninguna repara en ello.

—Elena, sé que me odias. Y con razón. Pero yo solo quise tu bien.

—El infierno está empedrado de buenas intenciones —cita Elena—. Quisiste sostener mi ilusión. Al final ayudaste a engañarme.

—¡No le ayudé! Solo callé.

—Callar también puede ser traición.

Tatiana baja la mirada. Se conocen desde la universidad, compartieron amores, desengaños y alegrías. Elena fue siempre la audaz; Tatiana, la precavida, reacia a inmiscuirse.

—¿Recuerdas cómo conocimos a nuestros maridos? —pregunta Tatiana de repente.

—Sí. En aquella fiesta en casa de Olga.

—Tú dijiste al instante que te casarías con Sergio. Yo me reí, dije que era pronto.

—¿Y?

—Tú siempre fuiste más valiente. Si yo lo hubiera sido, te habría dicho la verdad.

Elena guarda silencio, meditando las palabras.

—Tania, no quiero que esto acabe
La puerta se abrió y Sergio apareció en el umbral, pálido, mientras Elena lo miraba con ojos fríos que empezaban a llenarse de lágrimas, sabiendo exactamente lo que tenía que hacer después de tantos años de engaño.

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Diez años de silencio