— ¡Lucía, Javier! ¿Quién de los dos ha roto mi lámpara? ¡Era el recuerdo de Arturo! — Dolores Martínez golpeó la mesa de roble en el salón de la antigua casa de los Gutiérrez, levantando polvo del mantel desgastado bordado con margaritas. La casa, construida en los años treinta, olía a madera vieja, naftalina, cocido recién hecho y un leve moho del sótano. La lámpara antigua, con base de bronce en forma de vid y pantalla verde, que Dolores guardaba como recuerdo de su difunto marido Arturo, yacía en el suelo. La pantalla estaba deformada y la base agrietada, dejando los cables al descubierto. Sus canas recogidas en un moño apretado, su bata de flores ondeando y sus gafas de carey empañadas por la ira, temblaban sus manos mientras agarraba el borde de la mesa.
Lucía, la nieta de quince años, saltó del sofá hundido. Su melena oscura despeinada y su camiseta negra de gatitos subida, dejando al descubierto el cinturón de sus vaqueros. Señaló a su hermano pequeño con un dedo.
— ¡Abuela, no fui yo! — gritó, sus zapatillas chirriando en el suelo. — ¡Fue Javier, siempre tira todo! ¡Ayer estaba dando patadas al balón aquí!
Javier, de doce años, con una sudadera azul arrugada y capucha, dejó a un lado la tablet donde jugaba a carreras. Su pelo rojo despeinado y sus ojos redondos de indignación.
— ¿Yo? ¡Lucía, mientes! — saltó. — ¡Abu, juro que no toqué tu lámpara! Fue Lucía, ayer grabando sus tiktoks, saltando como una cabra.
Entró Pablo, hijo de Dolores, con su chaqueta de trabajo oliendo a aceite y metal. Era técnico en una fábrica, su barba brillaba de sudor y las ojeras marcaban sus noches de turno.
— Mamá, basta de gritar, toda la casa retumba — dijo, colgando la chaqueta en el perchero chirriante. — Es solo una lámpara, ¡un trasto viejo! ¿Para qué tanto escándalo?
Isabel, su nuera y madre de los niños, colocaba platos en la mesa. Su pelo rubio escapaba de una coleta descuidada, el delantal manchado de cocido y harina ondeaba, su rostro cansado de cocinar.
— Pablo, no empieces — dijo, tensa. — No es un trasto, es la lámpara de mamá, le importa por Arturo. Lucía, Javier, ¿quién fue? ¡Decid la verdad!
La lámpara rota ya no era solo un objeto, sino un símbolo de desunión.
Por la tarde, la discusión estalló de nuevo. El salón, iluminado por una lámpara desteñida, resonaba con voces. Dolores, en su sillón desgastado, zurcía un calcetín. Pablo bebía té de una taza agrietada que decía “Mejor técnico”. Isabel fregaba platos en la cocina. Lucía hojeaba su libro de biología y Javier construía torres inestables de bloques.
— Lucía, ¡te vi bailando aquí ayer! — dijo Dolores, sus gafas resbalando. — ¡La lámpara no se cayó sola!
Lucía tiró el libro al sofá, sus mejillas rojas.
— ¡Abu, bailé, pero no la toqué! — gritó, su trenza oscilando. — ¡Fue Javier, esta mañana con el balón!
Javier saltó, los bloques rodando.
— ¡Lucía, mientes! — señaló. — ¡Estaba en mi cuarto!
Pablo dejó la taza, el té derramándose.
— Mamá, ¿por qué tanto drama? — frotó sus sienes. — Trabajo doce horas y esto es lo que encuentro: gritos por un trasto.
Isabel entró, secándose las manos.
— ¡No es un trasto! — tembló su voz. — ¡Es su recuerdo! Y no presiones a los niños.
Dolores se levantó, su bata susurrando.
— ¡Esta lámpara es todo lo que me queda de Arturo! — sus ojos brillaron. — ¡Bajo ella leíamos cartas, planeamos nuestra boda! ¡Y ahora me siento una anciana inútil! —
Lucía saltó, su mochila cayendo.
— ¡Abu, nunca quise romper nada! — lágrimas en sus ojos. — ¡Pero siempre nos gritas como si fuéramos enemigos! ¡No aguanto más! — Salió corriendo, la puerta de madera golpeando tras ella.
Javier corrió a la ventana.
— ¡Lucía! — gritó. — ¡Abu, yo la encuentro!
Isabel salió tras ella, pero la calle estaba vacía.
Pablo palideció.
— Demonios — tomó su chaqueta. — Mamá, perdón. Voy por Lucía.
Dolores se hundió en el sillón.
— Pablo, tráela — susurró. — Perdón… exageré.
Al día siguiente, Isabel buscó a Lucía. La vecina, tía Carmen, regaba geranios.
— Isabel, ¿qué pasó ayer? — preguntó. — Lucía estaba llorando en el parque.
Isabel suspiró.
— Discutimos por la lámpara.
Carmen movió la cabeza.
— Dolores es dura, pero de buen corazón. Habla con ella.
Mientras, Javier encontró a Lucía junto al estanque.
— Lulu, ¿por qué te fuiste? — se sentó a su lado. — Abu no está enfadada, solo triste. Vuelve.
Lucía secó sus lágrimas.
— No la rompí, Javier.
— Yo tampoco — dijo. — Pero la arreglaremos. Vamos.
Esa noche, Pablo habló con Dolores en su cuarto, donde olía a lavanda y té de manzanilla.
— Mamá, perdón — su voz ronca. — No debí llamarla trasto. Sé lo que Arturo significaba.
Dolores sostenía una foto de Arturo en uniforme.
— Bajo esta lámpara leíamos sus cartas — sus dedos temblaron. — Ahora me siento fuera de lugar.
Pablo le puso una mano en el hombro.
— No lo estás. Todos hemos fallado. Pero somos familia.
Al día siguiente, Javier encontró en el sótano un diario de Arturo. En la primera página decía: “Para mi soleá”. Leyó: “Esta lámpara es nuestra luz. Bajo ella te dije que eras mi destino. Cuídala, y a nuestra familia”.
Corrió al salón, donde olía a cocido y pan recién horneado. Todos estaban reunidos.
— ¡Abu, mira! — extendió el diario. — ¡Es del abuelo!
Dolores leyó en voz alta:
— “Bajo esta luz reímos, nos amamos. Que ilumine a nuestros hijos”. — Sus lágrimas cayeron. — Javier, ¿dónde lo encontraste?
— ¡En el sótano! — saltó. — ¡Perdón, pero la arreglaremos!
Lucía le entregó un dibujo.
— Perdón, abu — dijo. — No la rompí, pero ayudaré.
Pablo asintió.
— Yo también. Con el soldador.
Isabel sonrió.
— Juntos la arreglamos.
Pasaron semanas. La lámpara, reparada, brilló de nuevo. Reunidos bajo su luz, leyeron las palabras de Arturo, riendo de sus ocurrencias. Lucía dibujó su retrato y lo colgaron junto a ella.
Una noche, Dolores miró a su familia.
— Esta lámpara nos salvó — sus gafas brillaron. — Arturo estaría orgulloso.
Lucía la abrazó.
— Ahora estamos juntos, con él.
Pablo alzó su taza.
— Por la familia. Y por la lámpara. Que siga iluminándonos.
Ya no fue motivo de peleas, sinoDesde entonces, la luz de aquella lámpara no solo iluminó la casa, sino también el amor que los unía, recordándoles que incluso lo más frágil puede fortalecer los lazos más profundos.