Amor sin la oportunidad de acercarse

**Amor sin derecho a la cercanía**

La doctora Elena Martínez ajustó su bata blanca y miró el reloj. Aún le quedaban cuatro horas de turno, pero la fatiga ya se hacía notar. En el pasillo de neurología reinaba el bullicio habitual—enfermeras iban y venían entre las habitaciones, mientras los familiares de los pacientes conversaban en voz baja.

—Doctora Martínez, tiene una visita —anunció Sara, una joven enfermera, asomándose a la consulta.

—¿Quién es?

—Un familiar del paciente de la habitación siete. Creo que es el señor López.

Elena asintió y apartó la historia clínica que revisaba. López. Ese nombre hizo que su corazón latiera más rápido, aunque intentó controlar sus emociones.

Entró un hombre alto, de unos cincuenta años, con las sienes plateadas y ojos marrones cansados. Alejandro López llevaba una bolsa de frutas y parecía preocupado.

—Buenas tardes, doctora. ¿Cómo está mi esposa?

—Siéntese, por favor —indicó Elena, señalando la silla frente a su escritorio—. El estado de María José es estable. Responde bien al tratamiento.

Alejandro suspiró aliviado y se pasó una mano por el pelo.

—Gracias a Dios. He estado muy angustiado toda la semana. Cuando le dio el ataque, pensé que la perdía para siempre.

Elena lo observó y sintió un dolor familiar en el pecho, uno que llevaba seis meses instalado allí, sin darle paz ni de día ni de noche.

—Alejandro, su esposa es una mujer fuerte. El ictus no fue muy extenso y ya está recuperando el habla. Con los cuidados adecuados, podrá volver a su vida normal.

—Gracias por todo lo que hace —dijo él, mirándola directo a los ojos—. Sé que dedica más tiempo a mi mujer que los demás médicos. Ella misma me lo ha dicho.

Elena desvió la mirada. Era cierto. Le daba más atención a María José que a otros pacientes, pero no por profesionalismo, sino por culpa, un sentimiento que la corroía.

—Es mi trabajo. Todos los pacientes merecen atención.

—Aún así, se lo agradezco. ¿Puedo verla?

—Claro. Pero no la canse con largas conversaciones.

Alejandro se levantó, pero no se marchó de inmediato.

—Doctora, ¿puedo hacerle una pregunta personal?

Elena se tensó.

—Dígame.

—¿Está casada?

La pregunta quedó suspendida en el aire. Él no parecía moverla por simple curiosidad. En su mirada había algo más, algo que ella también sentía.

—No —respondió en voz baja—. No estoy casada.

—Entiendo. Perdone la indiscreción.

Se dirigió a la puerta, pero se detuvo antes de salir.

—Elena, quería decirle… Si las circunstancias fueran distintas…

—No, por favor —lo interrumpió ella—. No diga más.

Él asintió y salió. Elena se quedó sola en la consulta, sintiendo cómo las lágrimas asomaban. Se acercó a la ventana, donde la lluvia primaveral golpeaba los cristales.

Todo había empezado en octubre, cuando ingresaron a María José con un primer ictus leve. Se recuperó rápido, pero Alejandro venía cada día—traía comida casera, le leía libros, le contaba las noticias.

Al principio, Elena solo observaba esa dinámica con interés profesional. Era raro ver tanta dedicación. Pero poco a poco, empezó a esperar sus visitas, a escuchar su voz en los pasillos, a buscar excusas para pasar por la habitación siete cuando él estaba allí.

Y él pareció notarla también. Hacía preguntas sobre el tratamiento, le agradecía, a veces hablaban de libros o películas. Nada inapropiado, solo conversaciones normales.

Pero los sentimientos no piden permiso. Llegan y se instalan sin importar las circunstancias.

María José recibió el alta a las tres semanas. Elena creyó que no los volvería a ver e intentó olvidar esa extraña emoción que Alejandro le provocaba.

Pero en febrero, otro ictus, más grave esta vez. Llegó en ambulancia, Alejandro pálido como la muerte.

—Sálvela, doctora —rogó cuando ella salió de urgencias—. Lo es todo para mí. Llevamos treinta años juntos.

Treinta años. Elena repitió la cifra mentalmente. Treinta años de matrimonio, recuerdos, rutinas, amor. Y ella, ¿qué tenía? Un piso vacío, su trabajo y un amor imposible por el marido de otra.

—Haremos todo lo posible —prometió.

Y así fue. Consultó con colegas, investigó nuevas terapias, vigiló cada cambio en su paciente. María José no era solo una enferma más—era la esposa del hombre al que ella amaba sin derecho a correspondencia.

Un amor extraño. Secreto, no dicho, condenado. Solo se veían en el hospital, solo hablando de la salud de su esposa. Pero entre líneas había algo más, algo que no podían nombrar.

—Doctora Martínez —la voz de Sara la sacó de sus pensamientos—. La paciente de la habitación siete la llama.

Suspiró y fue a ver a María José. La mujer, pese a la enfermedad, lucía arreglada—el pelo gris peinado con cuidado, un poco de maquillaje.

—Doctora, siéntese —dijo María José, dejando a un lado la revista—. Quiero hablar con usted.

Elena se tensó. Había algo en su tono que no entendía.

—¿Cómo se siente? ¿Le duele la cabeza?

—No, estoy bien. El habla casi vuelve, los movimientos también. Pronto me iré a casa.

—Eso es muy bueno. El tratamiento está funcionando.

María José la miró fijamente.

—Doctora, ¿puedo decirle algo? De mujer a mujer.

A Elena se le erizó la piel.

—Claro.

—Usted es hermosa, inteligente, amable. ¿Por qué sigue sola?

—Las cosas no se dieron. El trabajo consume mucho tiempo.

—Ya. ¿Quería tener hijos?

—Los quise. Pero el tiempo pasó.

María José asintió.

—Tengo cincuenta y ocho años, doctora. He visto mucho en la vida. Entiendo el corazón de una mujer.

Elena apretó las manos, presintiendo la dirección de la conversación.

—María José, ¿a qué viene esto?

—Veo cómo mira a mi Alejandro. Y cómo él la mira a usted.

Silencio. Elena quiso negarlo, pero las palabras no salieron.

—No sé de qué habla.

—Sí lo sabe. Y ¿sabe qué? No me enfado. Alejandro es un buen hombre, cualquiera podría enamorarse de él.

—No hay nada entre nosotros más que una relación profesional.

—Lo sé. Y no lo habrá. Porque es una mujer decente, y él un hombre decente. Pero los sentimientos están, ¿no es cierto?

Elena bajó la mirada. Negarlo era inútil.

—Sí —susurró.

—Pues escúcheme bien —María José se incorporó un poco—. Me estoy muriendo.

—¿Qué dice? Su estado es estable, el pronóstico es favorable…

—Doctora, lo siento. Este ictus no será el último. Habrá más, y tarde o temprano uno me matará. Quizá en un mes, quizá en un año. Pero moriré.

Elena quiso protestar, pero algo en sus ojos la detuvo.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque estoy cansada de luchar. Treinta años como esposa, madre, ama de casa. Crié hijos, trabajé, cuidé a mis padres. Ahora soy una carga para mi marido.

—¡No es una carga! Alejandro la quiere mucho.

—Me quiere. Pero veo cómo se agota. Cómo envejece cada mes. Me cuida y olvida comer, dormir…

María José tomó su mano.

—Elena, quiero pedirle un favor.

—¿Cuál?

—Cuando yo no esté, cuide de Alejandro.Y así, bajo la tenue luz del hospital, las tres almas quedaron entrelazadas por un amor que, aunque silenciado, jamás dejaría de latir.

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