El esposo perfecto. Solo que no para mí.

Marisa removía el gazpacho con movimientos de autómata mientras su vecina Remedios cuchicheaba al otro lado de la ventana.

—¡Marisa, mira al de enfrente! —musitaba, señalando hacia el séptimo chalet—. Eso sí es un marido de verdad. Flores cada sábado, furgoneta reluciente para llevar a Luisa al trabajo… ¿Y el tuyo?

En el jardín contiguo, Agustín Rivera plantaba tomateras bajo un sol que derretía el asfalto. Un ramo de claveles rojos esperaba en el banco de piedra.

—Basta, Remedios —respondió Marisa con voz agotada—. Cada pareja vive a su manera.

—¿Qué manera? —bufó la vecina, acomodándose en la silla de enea—. Observa bien: chalet de postal, adora a Luisa, los viernes lleva a los nietos al parque en bicicleta. ¡Y qué feliz anda ella! Ayer en la tienda me contó que Agustín le da masajes en los pies mientras ven el Telediario.

Marisa torció el gesto. Agustín Rivera era, efectivamente, el marido ejemplar. Lo proclamaban las cortinas de la calle Naranjos. Paletilla de nieve en invierno —ajena y propia—, arreglaba verjas ajenas, prestaba herramientas, jamás alzaba la voz.

—¿Y a mí qué? —apagó el fuego—. Mi Eduardo también es buena persona.

Remedios resopló.

—¡Buena persona! Anoche puso flamenco a todo volumen a las once. La niña no durmió hasta el Alba. Y anteayer su furgoneta bloqueó la calle. ¡Manolo casi raspa la pintura!

—Pasaba una mala racha —defendió Marisa, aunque el argumento sonaba a falso como una peseta de cartón.

Eduardo no era perfecto. Olvidaba aniversarios, dejaba platos sucios en el fregadero, malgastaba medio sueldo en cañas de pescar. Pero Marisa lo amaba así, por sus torpes desayunos cuando ella enfermaba, por sus ronquidos nocturnos, incluso por los calcetines esparcidos como setas venenosas en el dormitorio.

Tras marcharse Remedios, Marisa regó sus pimientos. Tras la tapia llegaban ecos de los Rivera:

—Cariño, ¿te traigo la silla plegable? No te arrastres por la tierra, que luego la espalda…

—Ni hablar, termino con las fresas.

—Voy echando agua caliente. ¿Con limón o mermelada de melocotón?

—Con mermelada, cielo.

Marisa comparó ese diálogo con su propio amanecer:

—¡Eduardo, los churros!

—¡Ahora voy! —rugió desde el baño—. ¿Queda café soluble?

—En la alacena, al lado del azúcar.

—Que dónde coño…

Eduardo partió al trabajo solo con té. Marisa pasó el día maldiciéndose por no prepararle la taza.

Esa noche, al acostar a su nieta Claudia, oyó un suspiro infantil:

—Abu, ¿por qué el señor Agustín le da flores a la tía Luisa? Mi yayo Eduardo nunca te da nada.

Marisa arropó a la niña, sintiendo el punzón de la verdad infantil.

—¿Quieres que me regale flores?

—¡Sí! Tú eres buena: me lees cuentos y haces magdalenas. ¿Por qué él no te da nada?

Al día siguiente, en el mercado, observó a Luisa Rivera. Impecable, vestido de lino, pelo recogido en un moño sin una hebra rebelde.

—¡Hola, Marisa! ¿Qué tal andamos?

—Regular. ¿Y tú?

—¡De maravilla! Hoy Agustín quiso hacer paella. ¡Dijo: “descansa, vida mía”! —soltó una risa plateada—. Claro, igual me quedo vigilante, que confunde el azafrán con la pimienta.

—Qué suerte con tu marido —dijo Marisa, dejando escapar un hilo de envidia.

—Suerte —asintió Luisa. Pero una sombra fugaz surcó sus ojos—. ¿Y tu Eduardo? ¿Compró esas cañas nuevas?

—Sí. Ahora cada finde se escapa al Ebro.

En casa, Marisa se topó con el paisaje habitual: Eduardo ante el televisor con una Mahou, botas de obra sembradas en el suelo y un plato grasiento en el fregadero.

—¿Qué hay de cena?

—Sobras de potaje.

—¿Y proteína?

—Hay croquetas en el congelador.

—Pues sácalas que estoy hecho un lobo.

Mientras recalentaba la cena, imaginó a Agustín poniendo la mesa en la casa contigua. Preguntando: “¿cansada, mi reina?”. Eduardo masculló sobre su jefe e hizo planes para pescar siluros.

—Oye, vente al cine mañana —sugirió Marisa—. O a pasear por el barrio viejo.

—¿Cine? —parpadeó, sorprendido—. ¿Hay película buena?

—No sé, el que esté. Para estar juntos.

—Es que mañana con Manolo vamos al embalse. Ha encontrado un sitio bueno para lucios. Otro día, ¿vale?

Los “otros días” nunca llegaban. Siempre algo previsto: el fútbol, la hermandad, la niebla en la carretera.

Una tarde, las vecinas murmuraban en el banco geriátrico.

—¿Visteis el lavavajillas de los Rivera? ¡Con programa para piñas! Y ventanas de aluminio —dijo Remedios, afilada—. Agustín dijo: “Pa que no pase corriente mi Luisa”.

—Envidia mala —suspiró Carmela—. Mi Paco solo promete. Hace seis meses que dice arreglar el tejado, y las goteras bailan flamenco en la bañera.

—¿Visteis las bodas de plata? —saltó Charo—. ¡Alquiló La Taberna del Puerto! Luisa con traje de lunares y peinado de peluquería. El discurso de Agustín… ¡hasta Rocío Jurado hubiera llorado!

Marisa recordó su último cumpleaños. Eduardo le regaló unas ollas de presión: “Algo útil”. Cero
Ahora, mientras Eduardo ronca en el sofá con restos de paella en la camisa, Marisa observa cómo sus calcetines desperdigados se transforman en lunas menguantes que iluminan la cocina, comprendiendo que las piezas rotas del amor encajan en un mosaico invisible para los demás.

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MagistrUm
El esposo perfecto. Solo que no para mí.