La llave giró en la cerradura y Lucía, tratando de no hacer ruido, se deslizó dentro del piso. En el recibidor estaba oscuro, solo un fino rayo de luz se colaba desde la cocina. Sus padres otra vez estaban despiertos, aunque ya era pasada la medianoche. Últimamente se había vuelto habitual: esas largas conversaciones nocturnas tras la puerta cerrada. Normalmente en voz baja, pero a veces subiendo el tono en discusiones ahogadas.
Lucía se quitó los zapatos, dejó el bolso con el portátil en la mesita y se escabulló por el pasillo hacia su habitación. No quería explicar por qué llegaba tarde, aunque tenía una buena razón: el proyecto del trabajo no le cuadraba y los plazos apremiaban.
A través de la pared le llegaban voces apagadas.
“No, Javier, ya no puedo más”, decía su madre en voz baja pero con clara irritación. “Lo prometiste el mes pasado.”
“María, entiende, ahora no es el momento”, se justificaba su padre, por lo que se oía.
Lucía suspiró cansada. Últimamente sus padres discutían constantemente, pero delante de ella fingían que todo estaba bien. Claro, ya pasaban de los cincuenta, ella era adulta, pero aún así dolía sentir que algo no iba bien en su relación.
Se desvistió, se lavó la cara y se metió bajo las sábanas, pero el sueño no llegaba. Los pensamientos giraban en círculos: su hermano Adrián vivía en otra ciudad y apenas visitaba. Si sus padres se divorciaban, ¿con quién se quedaría cada uno? ¿Quién se quedaría con el piso? ¿Y por qué ocultaban sus problemas?
Las voces continuaban. Lucía estiró el brazo hacia la mesilla y buscó los auriculares para ahogar los secretos ajenos con música. La mano rozó el móvil, que cayó sobre la alfombra. Al recogerlo, sin querer abrió la aplicación de grabación. El dedo se quedó suspendido sobre la pantalla.
¿Y si…? Grababa su conversación. Solo para saber qué pasaba, sin tener que adivinarlo. Si preguntaba directamente, seguro que lo negarían, dirían que todo iba bien.
La conciencia le dio un pellizco frío. Escuchar a escondidas no estaba bien, menos grabarlo. Pero, por otro lado, eran sus padres, su familia. Tenía derecho a saber si ocurría algo grave.
Decidida, encendió la grabadora, puso el móvil cerca de la pared y se tapó con la sábana hasta la cabeza.
Por la mañana, al prepararse para el trabajo, notó que tanto su padre como su madre parecían cansados. En el desayuno apenas hablaban, solo intercambiaban frases corteses.
“Llegaste tarde anoche”, comentó su madre al servir el café. “¿Otra vez te quedaste en la oficina?”
“Sí, terminando el proyecto”, asintió Lucía. “¿Y vosotros qué hacíais despiertos?”
“Nada, viendo una película”, se excusó su madre, sin mirarla.
Su padre se hundió en el periódico, fingiendo estar muy interesado en un artículo.
“Hoy no esperéis a cenar”, dijo sin levantar la vista. “Reunión con clientes, puede que me retrase.”
Su madre apretó los labios pero no dijo nada.
Todo el camino al trabajo, Lucía luchó contra la tentación de escuchar la grabación. Pero en el metro había demasiada gente y, además, le daba vergüenza. Decidió esperar a la noche.
El día se hizo eterno. Al fin, al volver a casa, descubrió que su madre no estaba: una nota decía que había salido con una amiga y volvería tarde. Su padre, como había avisado, estaba ocupado en la oficina. El momento perfecto.
Arrebujada en el sofá con una manta, Lucía pulsó el botón de reproducir.
Al principio solo se oían fragmentos, pero poco a poco la grabación se hizo más clara.
“…¿qué le decimos a Lucía?”, preguntaba su padre, preocupado.
“No lo sé”, suspiraba su madre. “Temo que no lo entienda. Han pasado tantos años…”
“Pero tiene derecho a saber.”
“Claro que lo tiene, pero ¿cómo explicamos por qué hemos callado tanto tiempo?”
Lucía se quedó paralizada. ¿De qué hablaban? ¿Qué verdad le estaban ocultando?
“¿Recuerdas cómo empezó todo?”, de pronto preguntó su padre, con una sonrisa en la voz.
“Como si fuera ayer”, se rio su madre. “Pensé que sería algo temporal, y resultó ser para toda la vida.”
“Pero menudo viaje, ¿eh?”, resopló su padre. “Aunque hubo momentos difíciles.”
“Sobre todo cuando nació Lucía.”
El corazón de la chica se encogió. ¿Qué quería decir con “sobre todo”? ¿Había sido una hija no deseada? ¿O era otra cosa?
“Pero lo superamos”, continuó su padre. “Y ha crecido siendo maravillosa.”
“Sí”, en la voz de su madre había orgullo, y Lucía se relajó un poco. “Pero ahora debemos decidir qué hacemos. Estoy harta de esta doble vida, Javier.”
¿Doble vida? Lucía se quedó helada. ¿Acaso alguno de ellos tenía un amante? ¿O ambos se engañaban entre sí? La náusea le subió por la garganta.
“María, esperemos hasta que venga Adrián. Lo hablamos todos juntos, en familia.”
“Vale”, accedió su madre. “Pero después, no más retrasos. O lo cambiamos todo, o… no sé qué pasará.”
La grabación se cortó: seguramente sus padres salieron de la cocina o el móvil dejó de grabar.
Lucía se quedó aturdida. ¿Qué estaba pasando con su familia? ¿Qué doble vida llevaban sus padres? ¿Por qué esperaban a su hermano para explicarle algo?
Mil preguntas y ninguna respuesta. ¿Grabar otra conversación? Eso ya sería demasiado. Y, además, le avergonzaba haber cedido a ese impulso. No, mejor hablar con Adrián. Él era mayor, tal vez sabía más. O con su tía Sofía, la hermana de su madre, siempre sincera con ella.
Decidido: al día siguiente llamaría a Adrián, y el fin de semana iría a ver a su tía.
Su hermano no contestó el teléfono en todo el día, hasta última hora de la tarde.
“Lucía, ¡hola! Perdona, estaba en la obra y dejé el móvil en el coche”, dijo con su tono habitual.
“Adrián, ¿cuándo vienes?”, preguntó Lucía sin rodeos.
“Pensaba este fin de semana, ¿por qué?”
“Es que… los padres te esperan. Están muy raros últimamente.”
“¿Raros cómo?”, su voz se volvió cautelosa.
“Susurran por la noche, delante de mí fingen que todo va bien. Hablan de una doble vida.”
Hubo un silencio.
“¿Adrián?”
“Sí, aquí estoy”, carraspeó. “Escucha, no le des más vueltas. Todo el mundo tiene secretos, hasta los padres.”
“¿O sea que tú sabes algo?”
“Yo…”, vaciló de nuevo. “Tengo una idea. Pero si no te lo han dicho, es porque no están preparados. Espérame, ¿vale? Llego el sábado y lo hablamos.”
“Vale”, accedió a regañadientes. “¿Y si voy a ver a tía Sofía?”
“No”, respondió demasiado rápido. “No la involucres, mejor que esto quede entre nosotros.”
Tras la llamada, la inquietud de Lucía creció. Así que su hermano sabía algo. Y por algún motivo, quería dejar a su tía al margen. ¿Sería un asunto de infidelidades? ¿Un escándalo familiar del que no querían hablar?
Esa noche, su madre volvió de casa de su amiga de buen humor. Las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes.
“¿Te imaginas? ¡Inés vende su piso!”, anunció al entrarAl final, cuando Lucía visitó la casa rural de sus padres, descubrió que su “doble vida” era simplemente un sueño compartido de vivir en el campo, lejos del ruido de Madrid, cultivando su propia huerta y cuidando de las abejas que tanto amaban.