La vergüenza que perdura en el tiempo

La vergüenza que nunca desaparece

Marina Serrano limpia el polvo del marco de una foto donde aparece ella misma en bata blanca junto a colegas. Joven, sonriente, llena de esperanzas. Entonces le parecía que toda la vida estaba por delante, que sería una médica excelente, salvaría personas y todos estarían agradecidos.

— Mamá, ¿otra vez con lo mismo? — La voz de su hija llega desde el pasillo. — Guarda ya esas fotos, ¿por qué te atormentas?

— No es asunto tuyo, Lety — murmura Marina Serrano, pero sus manos tiemblan igualmente. — Ve mejor a fregar los platos.

Leticia entra en la sala y se sienta junto a su madre en el sofá.

— Mamá, ¿cuánto va a durar esto? Han pasado tantos años y aún no lo superas. Nadie recuerda aquello, sólo tú.

— ¿No lo recuerdan? — Esboza una sonrisa amarga Marina Serrano. — Concepción Martín sí lo recuerda. La encontré ayer en el supermercado y ni siquiera volvió la cabeza. Finge no verme.

— ¡Quizá simplemente no te vio! O se olvidó las gafas en casa. ¡Mamá, por favor, deja de castigarte!

Marina Serrano coloca el marco en su sitio y gira hacia la ventana. Fuera caía una llovizna fina, tan gris de espíritu como su estado de ánimo. Y eso que antes adoraba la lluvia, decía que limpiaba todo lo malo…

La historia empezó hace treinta años, cuando Marina Serrano trabajaba como médico de cabecera en el centro de salud comarcal. Joven, enérgica, se esforzaba por ayudar a cada paciente, pasaba doce horas diarias en el trabajo. Colegas que la respetaban, enfermos que la querían, la jefa la ponía como ejemplo.

Aquel día acudió a su consulta Antonia Jiménez Ruiz, una señora mayor que solía quejarse de dolores cardiacos. Marina Serrano ya estaba habituada a sus visitas; sabía que la abuela vivía sola, no tenía hijos, y el médico era su único desahogo.

— Doctora, cielo — se lamentaba Antonia Jiménez al sentarse en la silla —, el corazón me duele horrores. No pegué ojo en toda la noche, pensé que moriría.

— Dejémoslo ver — Marina Serrano apoya el estetoscopio en el pecho de la paciente. El corazón latía regular, sin desviaciones audibles.

— Antonia Jiménez, todo está en orden. ¿Tal vez algo la alteró?

— ¡Ande usted, doctora! El dolor es fiero, ¡como un puñalazo! — La anciana se agarra el pecho. — ¿Podría ponerme alguna inyección? ¿O derivarme al hospital? ¡Tengo tanto miedo de quedarme sola en casa!

Fuera del consultorio ya se formaba cola para el día siguiente, el tiempo era escaso como agua en Sevilla, y en casa la esperaba un hijo pequeño con fiebre. Marina Serrano se frota las sienes, fatigada.

— Antonia Jiménez, la he examinado con atención. El corazón funciona normalmente, tensión arterial estable. Tome valeriana y descanse bien. Si empeora, llame a urgencias sin falta.

— Pero doctora…

— Disculpe, tengo muchos pacientes pendientes. Hasta luego.

La anciana se levanta despacio de la silla, mira con esperanza a la médica, pero esta ya llama al siguiente enfermo. Antonia Jiménez suspira y se encamina hacia la salida.

Marina Serrano olvidó por completo esa visita. En casa atendía a su hijo enfermo, el marido llegaba tarde del trabajo, tenía la sartén por el mango. Al día siguiente otra jornada de consulta, enfermos, papeleo, ajetreo.

Y a la mañana siguiente sonó el teléfono de urgencias.

— ¿Marina Serrano? Ayer la atendió Antonia Jiménez Ruiz. Sufrió un infarto masivo, no llegamos a llevarla al hospital…

El auricular se le escapa de las manos. Marina Serrano nota que la habitación gira ante sus ojos. Imposible. Ayer todo estaba bien en la anciana, el corazón latía regular…

— Mamá, ¿qué pasa? — pregunta asustada Leticia, que juega cerca con sus muñecas.

— Nada, hija, nada — balbucea Marina Serrano, pero las lágrimas ya ruedan por sus mejillas.

En el trabajo supieron del caso enseguida. En un pueblo castellanomanchego, las noticias vuelan como chispas. La jefa llamó a Marina Serrano a su despacho.

— ¿Qué sucedió exactamente con Jiménez?

— María José, ¡yo la exploré, todo estaba bien! El corazón latía normal, apenas tuvo quejas fuera de las comunes a su edad…

— Los familiares presentan una queja formal ante Sanidad. Dicen que usted se negó a hospitalizarla.

— ¿Qué familiares? ¡Si no tenía a nadie!

— Resulta que hay una sobrina en Albacete. Una mujer muy activa, trabaja en la fiscalía. Marina Serrano, comprendo que es usted buena profesional, pero el caso es grave. Habrá que investigar.

La investigación duró meses. A Marina Serrano la citaron en comisiones, le pidieron explicaciones, revisaron la historia clínica de Jiménez. Los colegas primero la apoyaron, pero poco a poco se distanciaron. Corrían rumores en el centro, cuchicheos a sus espaldas.

— He oído que podrían quitarle la licencia a Marina Serrano — comentaba una enfermera. — Cuentan que no hizo caso a la señora y la echó del consultorio.

— ¡Pero qué dice! — se indignaba una compañera. — ¡Marina Serrano es tan atenta, no puede ser!

— Pues parece que sí. Concepción Martín me lo contó, ella estaba en la cola. Oyó cómo la anciana pedía una inyección y nuestra Marina se negó.

Cada día los rumores añadían detalles nuevos. Unos decían que Marina Serrano estaba ebria en la consulta, otros que fue grosera con la paciente, otros que ni siquiera la examinó. La verdad se perdió entre conjeturas y cotilleos.

El marido intentaba apoyar a su mujer, pero veía cómo cambiaba ante sus ojos. Marina Serrano dejó de dormir, adelgazaba, estaba irritable. En casa siempre callada o llorando.

— Mar, ¿quizá deberías ver a un psicólogo? — sugirió con cuidado una noche.

— ¡No estoy loca! — estalló ella. — Es que no entiendo cómo pudo pasar. ¡Con ella todo estaba realmente bien!

— La medicina no es matemática, cosas que pasan. Tú no tienes culpa de que a la mujer le diera
Marina Serrano observa cómo las gotas de lluvia dibujan caminos en el cristal, sabiendo que aquel remordimiento, viejo compañero de su alma, seguirá habitando en cada silencio como sombra perenne.

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